Un poco de historia
Históricamente ha habido grandes estudios y controversias alrededor de la idea de consumo, economía y sostenibilidad. Desde el mismo origen de la industrialización se puso en cuestión la idea de que
crecer sin límite era sinónimo de prosperidad. Una polémica
en la que siempre han estado implicados los diseñadores, ya
sea como detractores o como firmes promotores. En EE. UU., epicentro de la sociedad de consumo, se teorizó sobre lo ideal de diseñar para que dure lo menos posible y de este modo fomentar un mayor consumo, así como la idea de rebajar el precio final artificialmente para incitar a consumir de manera impulsiva. Ya en los años setenta, con la primera ola de conciencia sobre los daños
que el consumo desmedido hace al planeta, el MIT encargó un informe sobre los límites del crecimiento y comenzó a cuestionarse seriamente la viabilidad de un sistema
basado en el crecimiento infinito. En la misma época,
el matemático Nicholas Georgescu-Roegen introdujo el concepto de entropía para demostrar que una economía basada en el crecimiento del consumo es científicamente imposible de mantener durante
un tiempo prolongado. A partir de estos años de eclosión del pensamiento económico sostenibilista, se han publicado numerosos estudios y creado escuelas de pensamiento, que en parte
influyen en la legislación oficial y en los nuevos modelos de empresa actuales y, sobre
todo, futuros.
SI MIES VAN DER ROHE ACUÑÓ LA CÉLEBRE MÁXIMA de que menos es más, Dieter Rams lo actualizó con su “menos, pero mejor”. Es la idea fuerza que nutre el movimiento hacia un consumo responsable en el que se reduzca de manera decidida la cantidad de productos que se fabrican y se tiran, pero que, a la vez, se maximice la experiencia del usuario y la satisfacción de sus necesidades. Reducir porque sí puede generar frustración y merma de la calidad de vida, pero mejorar desde lo cualitativo y olvidarse del más cantidad es la vía. Los sistemas de uso compartido permiten hacer accesibles productos de máxima calidad y coste elevado a más gente que tal vez no podría permitirse comprarlos nuevos. Y es aplicable a ropa, muebles o vehículos. Puede que productos de alta gama resulten caros para mucha gente, pero si se paga solo por el uso real se democratiza su acceso y a la vez se reduce drásticamente su coste económico y, por su puesto, también el ecológico.