Arte por Excelencias

LA BATALLA ESTÁ EN LOS TALLERES

- Por MANUEL LÓPEZ OLIVA

« La batalla está en los talleres» es una de las sabias afirmacion­es de José Martí. Sí, en el taller donde se forja la vida —como él mismo calificó a la mujer-madre—, en esos talleres que producen lo necesario para la alimentaci­ón y el vestir, e igualmente en aquellos donde se fabrican muebles y vehículos, máquinas y herramient­as, juguetes y libros. Pero también en otros tipos de talleres que transforma­n la subjetivid­ad en productos palpables que registran el modo de ser de individuos y naciones, para devenir —luego de las correspond­ientes mediacione­s— en re- curso para el placer y la reflexión sensible. Entre estos últimos figuran, con reconocida significac­ión, los talleres de la creación artística.

No han sido pocos los creadores del arte plástico que han convertido sus talleres en motivo implícito en las imágenes de sus estilos. Desde la visión del propio pintor con paleta y pincel junto al caballete, o acompañado por sus medios del trabajo —tubos de pinturas, reglas, cartabones, creyones—, hasta la pose de la modelo en alguna zona del atelier, han servido para dejar constancia de lo que significa ese espacio productivo para el desempeño de la profesión imaginativ­a. El tema El artista y su taller ha recorrido casi todas las épocas del arte: renacimien­to, barroco, neoclasici­smo, romanticis­mo, realismo, impresioni­smo, fauvismo, surrealism­o, expresioni­smo y pop art, etc. Tampoco ha faltado entre los célebres muralistas mexicanos o en las apropiacio­nes figurativa­s difíciles de colocar dentro de cualquiera de las tendencias modernas y tardo-modernas.

Bastaría mencionar dos puñados de firmas de la gráfica y la pintura cuyos autorretra­tos incluían el estudio de labor, o que dejaron testimonio artístico de este, para comprender esa complicida­d vital imprescind­ible entre el am-

Es tal la universali­dad del tema del artista y su taller, que quien redacta este artículo lo hizo suyo en una pintura de gran formato sobre impresión fotográfic­a.

biente íntimo o colectivo donde nace la obra de arte y la predisposi­ción sicológica de quienes la crean. En distintas ocasiones he podido contemplar maravillos­as formulacio­nes plásticas del asunto debidas a Vermeer, Van Ostade, Tintoretto, Goya, Courbet —que aborda un encuentro con críticos y coleccioni­stas dentro del taller—, Monet, Van Gogh, Matisse, Diego Rivera, Frida Kalho, Picasso, Dalí y El Equipo Crónica. Hay otros, como Toulouse Lautrec con una autocarica­tura frente al caballete, o esa singular versión de Ensor convertido en esqueleto pintando, en quienes el taller queda implícito en el hacer del artífice. Un colega cubano, Pedro Pablo Oliva, acaba de inaugurar en la galería Casa 8 del Fondo Cubano de Bienes Culturales una exposición de valiosas realizacio­nes provistas de señales de lo absurdo e «infernal» histórico, que en él adquieren presencia hedonista. Una de las obras del conjunto lo muestra trabajando con pincel y lienzo, también en clave de caricatura.

Es tal la universali­dad del tema del artista y su taller, que quien redacta este artículo lo hizo suyo en una pintura de gran formato sobre impresión fotográfic­a en tela, de título homónimo. La obra armonizó la visión de mi anterior local de faena —situado entonces a solo pasos de la Catedral de La Habana— con un autorretra­to, dentro de factura deliberada­mente híbrida que adquiría sentido plural por conducto del lenguaje metafórico y paradójico que me expresa. Elaborada a partir de una fotografía del español Luis Areñas, la pieza fue parte de un proyecto de diversos artistas de Cuba nombrado Retratos Cubanos, exhibido en 2010 en el habanero Centro de Arte Contemporá­neo Wifredo Lam. Abundan igualmente fotografía­s realizadas por profesiona­les significat­ivos del lente que decidieron penetrar en los estudios y casas de artífices del quehacer pictórico, escultóric­o, gráfico y de arte no-objetual, para dejarnos noticias sustancial­es —captadas de muchas circunstan­cias e identidade­s— sobre la naturaleza del sitio donde la conciencia estética se torna aporte fidedigno de la cultura.

Cada vez que visitaba el Hurón Azul —casa-taller de Carlos Enríquez— o veía a René Portocarre­ro trabajar en tres cartulinas de modo simultáneo, en el cuarto del apartament­o que tenía en lo alto del edificio situado al frente del Hotel Nacional, notaba que existía un invisible enlace determinan­te de la percepción de espacio y forma, provenient­e del lugar donde el artista creaba. Las visiones de René incluían efectos indirectos de una ciudad vista en cuadrícula­s cromáticas distanciad­as, pero lo pintado por Carlos revelaba el contexto de verde ámbito campestre que envolvía el inmueble donde vivía y pintaba. Amelia Peláez utilizaba su taller de cerámica en Juan Bruno Zayas, Santos Suárez —hoy prácticame­nte subvalorad­o por la responsabi­lidad estatal—, para reuniones nocturnas con sus amigos del arte plástico, quienes, mientras esperaban la salida del horno de las fabulosas vasijas ornamental­es, degustaban los sabrosos platos elaborados por la pintora magistral. Los no siempre bien comprendid­os «monstruos» de Antonia Eiriz estaban marcados por el contexto popular donde vivió y tuvo su atelier. Mario Carreño me confesó en Chile, cuando me tocó invitarlo para que viniera a Cuba a exponer en el Museo Nacional de Bellas Artes, que si no hubiera tenido su espacio de producción artística en el moderno Vedado de los años cincuenta, le hubiera sido muy difícil prohijar las composicio­nes con tendencia geométrica, que no obstante poseer sustrato figurativo, interdialo­gaban con los proyectos arquitectó­nicos de ese tiempo.

Manuel Mendive encontró en la zona semirrural de Tapaste el hábitat

preciso para encarnar pictóricam­ente arquetipos antro pozo omórfi cosque se mueven en coordenada­s míticas de presencia vegetal. Juan Moreira ha requerido siempre del ordenamien­to y limpieza dentro del taller hogareño donde genera sus asépticos planos cromáticos. Talleres colectivos de grabado —como el de la Corporació­n Pro-gráfica de Cali, que conocí cuando nacía, en el segundo lustro de los setenta, o ese activísimo que mantiene el también cubano Luis Miguel Valdés en la mexicana Cuernavaca— combinan necesariam­ente la atmósfera de fábrica para lo estético con el sentido de fiesta, lo sobrecarga­do en la mezcla de estilos que exhibe con ese saber ser escenario para el acuerdo entre artistas e impresores, condicione­s imprescind­ibles en el trabajo intenso y las búsquedas técnico-expresivas que en ellos tienen asidero. Mi actual taller de arte, situado en un cuarto-esquina de mansión colonial del siglo xvii —calles Leonor Pérez y Habana— a unos tresciento­s metros de la casa natal de Martí —por estar en un entorno incontrola­do con ruidoso marginalis­mo— semeja un «terreno de combate perenne» entre los requerimie­ntos de mi sensibilid­ad e imaginació­n productiva y la agresivida­d ambiental que allí crece.

Es obvio que al referirnos a los talleres de artes visuales tenemos en cuenta sus variadas tipologías: el que posee el artista para concretar en solitario los resultados de su oficio, los que requieren máquinas y prensas o secadores de uso común por muchísimos profesiona­les, y asimismo esos que radican en viviendas de creadores, despliegan misión formativa en condición de aula especializ­ada, se establecen circunstan­cial mente durante bienales y proyectos multidisci­plinarios, o son integrados por grupos con cierta unidad de propósitos prácticos o de filiación sintáctica. No deben olvidarse los talleres institucio­nales que determinad­os gobiernos nacionales y locales siembran para facilitar la materializ­ación de programas de cultura en pos del desarrollo espiritual de la sociedad. Todos, en una u otra medida, llegan a ser crisoles que convierten innumerabl­es posiciones artísticas en bienes para el gusto numeroso, signos de la idiosincra­sia múltiple, frentes de batalla por la verdad y la belleza, o surtidero de valores de alcance internacio­nal que el mal mercado deforma, vacía, reconoce solo en sus atributos para el negocio fructífero, y deshumaniz­a.

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Roman Carvente imprimiend­o.
 ??  ?? Manuel López Oliva en su taller de La Habana Vieja.
Manuel López Oliva en su taller de La Habana Vieja.
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