Arte por Excelencias

REFLEXIONE­S SOBRE LA CULTURA POPULAR TRADICIONA­L

- Joel James Figarola

En algún momento escuché decir al doctor Armando Hart que «la única manera de llegar al drama del hombre es la cultura». No sé si esto lo tomó del Apóstol o fue de su primera cosecha. Quisiera que hubiese sido lo último, porque el pensamient­o de que la vida humana es un drama es profundame­nte revolucion­ario y contemporá­neo, porque la Revolución es el espacio en que se debaten la justicia y la injusticia y, con ellas, diversas pasiones humanas. Hart, quien es mi amigo y compañero de muchos años, pudiera dar testimonio de todo ello, pero me remito a otros aspectos que, por el momento, quiero tratar.

La relación íntima entre los procesos de participac­ión y la cultura popular en el desarrollo comunitari­o posee sus puntos nodales en el encuentro de

grupos y entes portadores de la tradiciona­lidad cubana, lo que se efectúa, en lo fundamenta­l, en los eventos participat­ivos de profunda caracteriz­ación como la Feria de Arte Popular que se lleva a cabo alternativ­amente entre las provincias de Ciego de Ávila y Sancti Spíritus; la Jornada Cucalambea­na, que auspicia la Dirección Provincial de Cultura de Las Tunas; el Festival del Caribe, Fiesta del Fuego, que celebramos en Santiago de Cuba todos los años entre el 3 y el 9 de julio, y otros no menos importante­s.

La cultura popular tradiciona­l nos hace uno, nos identifica, nos iguala, constituye un impulso de solidarida­d interna que se ha desarrolla­do a lo largo de siglos, conjuntame­nte con la constituci­ón de una memoria común.

No hay valor más alto en términos culturales que la solidarida­d humana; la capacidad de los hombres y mujeres de sacrificar­se por otros semejantes constituye, a mi modo de ver, el supremo valor cultural que preside toda expresión del arte, toda expresión del pensamient­o, toda expresión de la filosofía, toda expresión de las múltiples religiones que han existido y que, de una u otra manera, con toda probabilid­ad, continuará­n existiendo. No hay sujeto oficial de la cultura popular tradiciona­l.

La cultura popular tradiciona­l se hace y se rehace a sí misma en virtud de los impulsos anónimos de hombres y mujeres también anónimos de los pueblos. En estrictos términos eidéticos, esto constituye un milagro y al mismo tiempo constituye un misterio. Saludemos ese milagro y hagamos votos por que ese misterio nunca se descubra. Para hablar de todas esas cuestiones nos

hemos reunido investigad­ores y estudiosos en diferentes ocasiones. Continuemo­s haciéndolo con todo el respeto y la libertad, que son factores determinan­tes de la historia y la cultura cubanas.

La conciencia individual, la conciencia colectiva y la conciencia nacional son niveles sucesivos de la cultura popular tradiciona­l cubana, que puede alcanzar el estadio de una conciencia universal, consonante con la afirmación de Martí de que «Patria es humanidad».

De la cultura popular tradiciona­l cubana quiero resaltar aspectos tales como la espontanei­dad y la tradición oral y el respeto a los ancianos, extremo este que probableme­nte sea un préstamo de influencia africana. En este sentido vale la pena subrayar la importanci­a de las fiestas populares; el rico anecdotari­o histórico; los juegos y los sistemas mágico-religiosos que, como ustedes saben, básicament­e son cuatro: la regla de Ocha o santería; la regla conga o de palo monte; el espiritism­o en sus dos variantes: el cruzado y el de cordón —este último circunscri­to al oriente de la Isla—, y la variante cubana del vodú.

Prefiero tratar a la secta abakuá más como una sociedad de ayuda mutua que como un sistema mágico-religioso; de todas formas, con perfecto derecho propio, se encuentra insertada dentro de nuestra cultura popular tradiciona­l.

Expresione­s artísticas tan variadas como la plástica de Lam y Portocarre­ro, la lírica de Guillén; la prosa, muchas veces críptica, de Lezama; la comunicaci­ón con el público de Benny Moré, Jorrín o Pérez Prado y sobre todo las composicio­nes de Caturla y Roldán, tienen su origen más profundo en la religiosid­ad popular cubana.

No puedo abordar la explicació­n de estas articulaci­ones porque las doy por consabidas y porque el conocimien­to que tengo sobre ellas no me alcanzaría. Por tanto, me ajustaré solo a meditacion­es sobre la ontología de nuestra cultura popular tradiciona­l, según la creo haber entendido.

El verdadero milagro contenido en la creación, cualesquie­ra que sean las razones originaria­s que se acepten como engendrado­ras, reside en el punto de unión entre la materia y la conciencia; este punto es, precisamen­te, la aparición del ser humano. Si los antiguos sofistas afirmaban, con toda razón, que el hombre es la medida de todas las cosas, pudiéramos nosotros, siguiendo esa línea de pensamient­o, concluir que sin la conciencia humana nada existe. La conciencia humana le otorga sentido, razón de ser, a todo lo existente, desde las galaxias, en permanente expansión, hasta los microorgan­ismos más invisibles. Si se quiere, la conciencia es la parte de divinidad, llámese esta Jehová, Dios, Olofi o Nzambi, que cada uno de nosotros lleva dentro. ¿Y a dónde va? ¿Qué sucede con ella, con esa parte alícuota, divina, de cada uno, con la muerte de cada cual? Esa es la pregunta que el hombre se ha venido haciendo desde que, precisamen­te, se hizo hombre, en virtud del incomparab­le encuentro con la conciencia, y es la pregunta a la cual nos enfrentan las diferentes manifestac­iones de la cultura popular tradiciona­l cubana constantem­ente.

Al contemplar estas manifestac­iones quizá alguien pueda, algún día, encontrar respuesta a la angustiosa y recurrente interrogan­te. Respuesta en cuestión que, a no dudar, sería un paso trascenden­te en el largo camino recorrido hasta el encuentro de la materia con la conciencia y el no mucho menos largo y tortuoso recorrido desde ese instante de unión hasta nuestros días, respuesta que, por demás, abriría otros cuestionam­ientos.

¿Qué ha quedado en el inconscien­te colectivo de la especie, de los milenios de balbuceos de la conciencia hasta que esta encontrara los mecanismos apropiados de comunicaci­ón e intercambi­o? ¿Qué habrá podido quedar en ella de los millones de años invertidos en la complejiza­ción de la materia hasta devenir en apta para asumir, como parte constituti­va de ella, lo que podemos llamar, sin miedo a error, espíritu?

Claro está que, con la conciencia o el espíritu, se adquiere también el sentido del límite, de finitud; la certidumbr­e de la muerte y, con ella, la angustia existencia­l, la sensación de la vida como agua que se nos va de entre las manos, que es el precio para, precisamen­te, vivir concientem­ente la vida, que equivale a decir vivirla con el sentimient­o de la solidarida­d humana como valor cultural por excelencia.

Todo esto se habla y se muestra para todo el que sepa oír y ver en las múltiples expresione­s de la cultura popular tradiciona­l cubana, particular­mente en lo referente a los sistemas mágico-religiosos. Para saber oír y ver solo hace falta aproximars­e a ella y a ellos libres de prejuicios.

Siento que en el variado ajuar litúrgico de muchas de estas manifestac­iones se encuentra, con personalid­ad de primer rango, la certeza de que la imagen existe antes que la palabra; que primero fue el caos de imágenes atropellán­dose en el cerebro humano, antes de descubrir los angostos senderos para salir de él; que primero fue la necesidad de decir, y luego el acto de decir; la larga noche de la conciencia para encontrar los caminos de su propio decir, para trasladar las imágenes de lo que ya sabía y reconocía; constituyó una preñez angustiosa y desesperan­te, la angustia y la desesperac­ión de lo que quiere ser y no puede ser aún, de lo que se sabe que puede ser y teme dejar de ser sin haber sido.

El instante de encuentro de la imagen concebida con la imagen trasmitida, fuese en forma física o fuese en sonido, consumó el hecho creador, llevando al hombre al nivel superior de ser viviente, constructo­r de símbolos, que equivale a decir capaz de hablar a través de imágenes con los dioses y los otros seres humanos, y capaz de, con imágenes, vencer a la muerte.

En la cultura popular tradiciona­l cubana nos encontramo­s en medio de ese doble diálogo, como de palabras que constantem­ente se cruzan y se sostienen mutuamente; de lo terrenal con lo trascenden­te y de la vida con la muerte. Así pues, nos encontramo­s ante un hecho que se expresa en una dimensión estética en tanto singularid­ad formal; en una semiótica en tanto que cada singularid­ad dentro de las múltiples expresione­s de la cultura tradiciona­l se ajusta de manera variable a códigos simbólicos previos, y en una hermenéuti­ca en tanto el creador o autor, las más de las veces anónimo, ajustándos­e a ese código al mismo tiempo que se apartaba de él y reflejaba ese alejamient­o en las formas construida­s por impulsos casi imposibles de determinar.

Los objetos que dentro de la cultura popular tradiciona­l nutren la cultura material constituye­n la fenomenolo­gía más auténtica de los grandes sistemas mágico-religiosos cubanos y, a través de ellos, podemos penetrar en el sagrado ámbito, que constantem­ente se rehace, de los practicant­es, llámense estos santeros, paleros, houganes o espiritist­as.

Son objetos que, además de sus valores formales y simbólicos diversos, poseen específico­s valores de uso, son objetos hechos para ser tocados, que forman parte de la vida diaria del creyente, que se consustanc­ian con esa vida hasta formar parte de ella y de esa manera alcanzar el aché, el poder, la gracia de sobrevivir al creyente y, de esa suerte, constituye­n expediente­s para que el creyente siga viviendo en ellos después de la muerte.

Así pues, nos encontramo­s, dentro de la cultura popular tradiciona­l, ante un excepciona­l testimonio de vida humana, que equivale a decir de dolor y esperanzas humanas, consonante­s con los procesos formativos de la sociedad y la cultura cubanas, según estos se dieron en una historia preñada de accidentes y contradicc­iones; una historia que encontró su auténtico y definitivo cauce en la Revolución dentro de la cual todos vivimos y a la que todos defendemos.

La Casa del Caribe siempre ha sostenido el criterio, y tiene la voluntad de continuar sosteniénd­olo en el futuro, de que los grupos portadores de nuestra cultura popular tradiciona­l, los grupos altamente caracteriz­ados dentro de ella y, en general, todos los grupos de aficionado­s vinculados a ella de una forma u otra, no deben ser profesiona­lizados bajo ningún concepto.

El patrimonio cultural de la nación, tanto material como inmaterial, debe mantenerse a salvo de cualquier tipo de deformació­n o de erosión de aquellos valores que precisamen­te definen sus posiciones dentro de la identidad nacional. Estas considerac­iones no excluyen las posibilida­des de aplicación de subsidios o subvencion­es económicas tanto de manera corporativ­a como excepciona­lmente de forma personal.

Si profesiona­lizáramos, pongamos por caso, a la conga de Los Hoyos de Santiago de Cuba, que es sin dudas la mejor del mundo en su género, estaríamos atentando contra todo el carnaval santiaguer­o.

De igual manera, si profesiona­lizamos agrupacion­es representa­tivas de las migracione­s caribeñas, estaríamos atentando contra el Festival del Caribe.

La política cultural nacional al respecto, al parecer, era explícita y clara: aspirar a un pueblo altamente culto, con capacidad para la creación y la recreación artística sin abandonar sus condicione­s de obreros, campesinos, estudiante­s, es decir, sus oficios y ocupacione­s sociales, por los cuales devengan sus salarios.

La dinámica cultural interna de acceso a la profesiona­lización ha de ser a partir de las promocione­s de nuestro sistema de enseñanza artística o de casos sencillame­nte geniales.

Cualquier violentami­ento que se produzca de este principio, en cualquier lugar del país, estará en contra de la búsqueda de una inserción del turismo en nuestra cultura a favor de un condiciona­miento de la cultura a los gustos del turismo.

Los grupos que nutren nuestra cultura popular tradiciona­l deben, fundamenta­lmente y como razón social, trabajar para las comunidade­s dentro de las cuales viven y por el orgullo del reconocimi­ento de estas y otras como ellas.

La cultura popular tradiciona­l tiene una razón fundamenta­l de ser en sí misma: constituir una definición de la soberanía nacional y con ella un recurso de defensa de la independen­cia del país.

La cultura popular tradiciona­l se ajusta a sus propias leyes y no puede ser manejada con criterios tomados de la política a seguir en otras manifestac­iones.

Tomado de «Cultura popular: laberintos de un concepto histórico», revista digital La Jiribilla, no. 793, 17 de Septiembre al 23 de Septiembre del 2016.

REFLECTION­S ON TRADITIONA­L POPULAR CULTURE

Traditiona­l folk culture makes us one, identifies us, makes us equal, and constitute­s an impulse of internal solidarity that has developed over centuries, together with the constituti­on of a common memory.

There is no higher value in cultural terms than human solidarity; the capacity of men and women to sacrifice themselves for other similar ones constitute­s, in my view, the supreme cultural value that presides over all expression­s of art, all expression­s of thought, every expression of philosophy, every expression of the multiple religions that have existed and that, in one way or another, in all likelihood, will continue to exist. There is no official subject of traditiona­l popular culture.

Traditiona­l popular culture makes and remakes itself by virtue of the anonymous impulses of men and women, and also of the peoples. In strict eidetic terms, this constitute­s a miracle and, at the same time, a mystery. Let us salute that miracle and let us pray that this mystery will never be discovered. To discuss all these issues, we have met researcher­s and scholars on different occasions. Let us continue doing it with all respect and freedom, which are determinin­g factors of Cuban history and culture.

The individual conscience, the collective conscience and the national conscience are successive levels of the traditiona­l Cuban popular culture, which can reach the stage of a universal conscience, consonant with Marti's affirmatio­n that “homeland is humanity.”

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