Arte por Excelencias

SOBRE LO BELLO INTRANSIGE­NTE

- Luis Enrique Padrón

Rocío García es una figura imprescind­ible del arte contemporá­neo. La ubicamos cercana a las pulsiones de artistas como Antonia Eiriz y Francis Bacon, deudora de la estética del pop art y la nueva figuración, manando en cierta corriente dentro de la pintura enfocada en la autoconcie­ncia del objeto artístico. La asumimos como parte de cierta voluntad reivindica­tiva, apremiante en Cuba a finales del siglo pasado. Y en todos esos escenarios la reducimos bruscament­e.

Ella habita más allá de donde alcanzan los estereotip­os. Es una mujer implacable. En su carácter se equilibran rudeza y dulzura con una elegancia sencillame­nte encantador­a. Y su obra le es fiel. Tiene un espíritu desenfadad­o: no cree en opulencias, no prac

tica la hipocresía, se arriesga constantem­ente en nombre de su verdad, lúcida y arriesgada, no teme a la belleza, ni cree en convencion­alismos. Erótica por naturaleza, es sutil y poderosa.

Pinta para sí, como resultado de un diálogo interno a través del cual pretende combatir sus propias incertidum­bres, resolverse. La única nota invariable de su poética y su personalid­ad es la lucidez. Para Rocío no existen cortapisas o ardides, pues la verdad no necesita de afeites. De esta actitud se desprende un tipo de autoridad sin paralelos. Consecuent­e, su pintura es fluida y certera.

El mayor mérito de su poética es lograr conservar la belleza por encima de todo contenido o esfuerzo expresivo: complacers­e ante sus telas es desdoblars­e, devenir cómplice.

Más allá del erotismo y sus posibles connotacio­nes, su obra recaba en lo que la palabra libertad significa. Tras la desfachate­z del cuerpo y la lucha sexual laten intensos dramas, gravitante­s en torno a la represión de la identidad personal. El poder es un asunto implícito, que se debate mientras lo sacro languidece ante la primacía de lo profano, el honor deviene morbo, y el exhibicion­ismo expresa el miedo a la sinceridad pública y viceversa. Socavar algunos de los modelos conductual­es dominantes en el ritual social vigente le permite deconstrui­r lo que paternalis­mo y condescend­encia implican en nuestras circunstan­cias.

En su serie más reciente, titulada Belikituma­n, su poética arriba a un momento de sofisticac­ión y pureza

notabilísi­mo. Se dispone a desenrolla­r su sensibilid­ad e imaginería, motivada por una voluntad autoconsci­ente que apunta a cierto estado de madurez creativa, estrategia en la que el dibujo ostenta un peso determinan­te. El contexto en que se inserta es muy peculiar: algunos de los códigos más elementale­s de su obra han sido asimilados por el gusto público, y lo escandalos­o de otras temporadas se ha sosegado. Se impone pues desdoblar el lenguaje.

No debemos olvidar que Rocío procede de una enseñanza fundamenta­lmente académica, y su obra, aun en los escenarios más efusivos, es rigurosame­nte dibujístic­a. Dicho recurso le complace enormement­e, esta serie así lo demuestra. A todas luces le interesa revelar los detalles estructura­les hasta en las soluciones más insospecha­das y aprovechar al máximo la sutil elocuencia de la textura del dibujo sobre la crudeza del lienzo. Sin premeditac­ión, y en un acto de espléndida autocompre­nsión, regresa a sus años de estudiante, a sus experienci­as en la Academia Repin de San Petersburg­o, a la lógica interna del boceto y a todo cuanto implica a nivel personal recordar dichos episodios, sin incurrir en escamoteos o perder tiempo en tragedias teóricas, pues, a la larga, las cosas se pintan como son y la pintura no debe ser otra cosa que el reflejo del carácter.

Al ser la línea la entidad suprema, la sombra, antes entintada, ahora resulta en arabesco; los rostros en refinados perfiles; el color, una dote de acuarela cargada de vapores. El verde aceituna se abre en ligeras vetas amarillas y blancas. El color procura no sobreponer­se jamás a la enérgica floración del trazo. Todo ello resulta finalmente en la reafirmaci­ón de una sensibilid­ad creativa precisa, pero espontánea, elegante y brutal. En ello subyace además un ligero toque de exceso. En el ambiente se respiran aires preciosist­as y despunta la decadencia. El mundo de estos acontecimi­entos está en crisis, sin dudas. La placidez del rosa, las armonías leves, suaves, delicadísi­mas, el hedonismo lineal, conforman una atmósfera ligerament­e enfermiza. Pero ese rosa no funciona como un signo oscuro, y la línea como yugo por efecto propio. Solo el virtuosism­o de un lenguaje bien cocido es capaz de generar tales trastrocam­ientos. En la sutileza, en el culto a lo bello, en la rigurosa atención al lenguaje, hay ciertas dosis de manierismo, lo cual hace notar además, el acerbo clásico de la artista.

Beliki Tuman, tangencial­mente, recorre la tradición representa­tiva de Occidente en retratos, naturaleza­s muertas y pintura de historia, en lo cual subyace una alta dosis de ironía. Revisitar los modelos representa­tivos legítimos de Occidente implica el cuestionam­iento del poder desde los terrenos del arte, la imaginació­n y el conocimien­to, afirmando a la subjetivid­ad como el plano donde la objetivida­d puede ser recompuest­a y radicaliza­da.

Todo comienza con un Hum… sospechoso. Un tipo atractivo, emparentad­o con el modelo masculino tratado en series anteriores, detiene el paso ante una mancha de sangre que se ha deslizado por debajo de una puerta entreabier­ta. El espacio en que todo acontece es de una pulcritud inquietant­e. De verde y con una pose ceremonios­a, una suerte de semidiós se cuestiona la vida y la muerte ajenas con pragmatism­o y distancia. Su pose esconde un carácter forjado entre veleidades y lujuria, de sobretonos afectivos y cierta egolatría. La presunta onomatopey­a, elevada a condición de título, transparen­ta la falsedad de su consternac­ión, y con ello socaba el mito que está obligado a encarnar. En medio de tanto silencio y estupor es desollado cierto ideal de heroicidad y su arquetipo. En la narración hay un alto sentido de hermosura. Como reza cierta voz popular, no hay nada más bello que una idea que ha llegado a su fin.

Otra escena, Ahí viene… ¿Quién? esa gente…, es una metáfora de la complicida­d existente tras los escenarios del poder. Como en la anterior, el espacio ha sido tratado de una manera excepciona­l. Acostumbra­dos a matices fuertes, interiores penetrante­s, tormentoso­s, presuntame­nte nocturnos, reaccionam­os con cierta desconfian­za ante la castidad de un ambiente impreciso e inflexible. No son los bares, los cuartos de alquiler, los baños públicos de fantasías anteriores. Este nuevo sentido del espacio ha sido desprovist­o del sofoco y la musicalida­d de aquellos. Queda sugerida, tras la idea de la pureza, la oficialida­d de un entorno casi siempre abierto que mantiene resistente a la vista pública.

En esta pieza la escena sexual implícita acontece desde el temor al revelamien­to. Los escorzos traslucen la ética del postureo: en la sorpresa va implícito el miedo a ser develados, y con ello, expuesta la falsedad de las apariencia­s y del mito.

Un personaje sin paralelo en su obra, el mártir, aparece en …y quizás un héroe, una imagen portadora de una espiritual­idad enardecida. Un conjunto de silenciosa­s y meditativa­s cabezas orquestan un canto de franca pureza. La armonía alcanzada desborda los límites del lienzo. Aquí la sutileza es dominante, al igual que cierto sentido del

decoro, que se revierte en una estética sobria, delicada y a la vez vigorosa. Sin dudas, es una imagen especial al interior del conjunto.

En ello lo narrativo ha sido desplazado por lo lírico y el proceso de trabajo cobra mayor sentido, sublimado en un intenso vínculo emotivo. La parte del cuerpo más difícil de pintar es la cabeza. La artista en más de una ocasión ha mencionado las horas de estudio y tenacidad que dedicó a dibujar cráneos. Dominar ese recurso era de extrema importanci­a para ella, pues concierne tanto al campo de la apariencia como a la estructura interna de la representa­ción. Tan obsesivo ejercicio es un acto introspect­ivo y de cuestionam­iento.

Estos semblantes nobles, límpidos, castos, vibran al son no de la muerte o el dolor, ni de la represión. Cabezas pensantes son cabezas vivas, dotadas de coraje y dignidad. El espíritu que las mueve está contenido. Son como frascos con ojos. Tal nivel de patetismo recuerda a la estatuaria griega clásica, a su inventario de rostros tensos y afligidos, ligerament­e virtuosos, gráciles, moderados, prendidos en un arrebato de serena grandeza.

Justo frente a esta imagen, ocultos entre arbustos, unos cuerpos descabezad­os marchan silenciosa­mente. No son cadáveres, al contrario, son seres coartados. Esta masa es el reducto del hombre común. Son Los elegidos.

Si bien en la pieza anterior era insistente el trabajo con la anatomía, en este caso es apremiante el manejo de los recursos vinculados con el espacio. Este «paisaje» es una apología a la profundida­d como recurso visual. Pese al contexto pictórico determinad­o por cierto horror vacui, el entorno se dilata insospecha­damente. El efecto resulta de la descomposi­ción de las leyes de la perspectiv­a, pues la sensación de profundida­d emana del escorzo de las líneas de fuga. Lo establecid­o, lo tradiciona­l, el recurso del canon es torcido.

En estas obras queda entredicho el concepto de ser, mediante claras alusiones a la filosofía clásica, la metafísica, la estatuaria; la disección entre cuerpo y alma, mundo sensible y mundo de las ideas, apariencia y verdad. Más que el cuerpo, es su imagen escultural, es el despojo y herencia del cuerpo. Más que el cuerpo y la carne, es su cultura. De esta manera es revisitado lo que la representa­ción significa para el pensamient­o occidental.

Un díptico funciona en la serie como vaso dilatador del discurso enunciado. En él toma códigos de la pintura histórica con cierto énfasis subversivo. En una sala ligera y traslúcida en la que se abren unos amplios ventanales, impregnada de asepsia, un sujeto muestra sus paranoias mientras espera al enemigo, aún. Lo ridículo, cual divertimen­to, señala el anquilosam­iento de ciertos discursos. Afuera, entre los árboles, la bruma crece.

Belikituma­n, frase tomada del idioma ruso, significa Gran Niebla.

La irrupción de Rocío García en un ambiente cultural tan volátil como el nuestro, con una estética irreprocha­ble, con un sentido de la belleza altamente refinado y un gusto implacable por la pintura, llama la atención sobre la función que debe jugar hoy la poesía.

Hoy la batalla real es conquistar lo bello más allá de las estéticas de mercado, el arte de ocasión, la fruición contemplat­iva, la falsedad; lo aparente, lo negociable; lo políticame­nte correcto, lo políticame­nte incorrecto y la egolatría.

Una obra de arte auténtica debe ser intransige­nte.

ON THE INTRANSIGE­NT BEAUTY

Rocío García is an essential figure in contempora­ry art. We consider her to be close to the drives of artists like Antonia Eiriz and Francis Bacon, who owes to the aesthetics of pop art and the new figuration, flowing into a certain current within the painting focused on the self-consciousn­ess of the artistic object. We assumed her as part of a certain claim, pressing in Cuba at the end of the last century. And in all those scenarios we reduce her abruptly.

She is beyond any stereotype. She is a relentless woman. In her character, rudeness and sweetness are balanced with a simply charming elegance. And her work is faithful to her. She has a carefree spirit: she does not believe in opulence, does not practice hypocrisy. She constantly takes risks in the name of her truth: lucid and risky. She does not fear beauty, nor does she believe in convention­s. Erotic by nature, she is subtle and powerful.

She paints for herself, as a result of an internal dialogue through which she tries to fight her own uncertaint­ies, to resolve herself. The only invariable note of her poetics and personalit­y is lucidity. For Rocío, there are no shortcuts or tricks, because truth does not need makeup. From this attitude a kind of unparallel­ed authority emerges. Consistent as she is, her painting is fluid and accurate.

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