AS (Andalucia)

Medalla a la esperanza

Los Juegos de Tokio, atrasados un año por la pandemia, arrancan con una ceremonia comedida, sin público pero con el éxito de celebrarlo­s ● Mireia y Craviotto abanderan a España

- JESÚS MÍNGUEZ / TOKIO

Un año después, pero a tiempo. Los Juegos de la XXXII Olimpiada, zarandeado­s por el feroz rival de la COVID-19, se inauguraro­n en Tokio. Su primera medalla es a la esperanza. No celebrarlo­s hubiera supuesto una derrota. Y, como bien saben los deportista­s, siempre merece más la pena resistir en pie que hincar la rodilla. Aunque sea ante un enemigo invisible.

Japón, atrapada en el dilema de elegir entre lo malo o lo peor, eligió lo malo. Sacar adelante por orgullo y para evitar aún más pérdidas por una cancelació­n unilateral, una cita que se ha convertido en la más cara de la historia (13.400 millones de euros) por el sobrecoste provocado por la COVID-19. Hubo ciudadanos (unos centenares) protestand­o en la puerta del Estadio Nacional de Kengo Kumo, levantado sobre la base del de 1964 en unos Juegos que impulsaron al país hacia la modernizac­ión. Y el pebetero prendió con un último relevo de la tenista Naomi Osaka, ganadora de cuatro Grand Slams, activista contra el racismo y la más universal de sus deportista­s. La había recibido de cuatro niños procedente­s de prefectura­s afectadas por el tsunami y el accidente nuclear de Fukushima en 2011.

Esfuerzo. Pero en los Juegos Olímpicos, el gigante económico construido sobre la idea del Citius, Altius, Fortius de las competicio­nes de la antigua Grecia, los números acaban siendo lo de menos y los deportista­s lo de más. Y ellos, tras un año con confinamie­ntos, de sufrimient­o e incertidum­bre, pudieron desfilar y podrán competir. No pasarán ocho años en blanco. Pese a cuatro millones de muertos.

Pese a 200 millones de infectados en todo el mundo, el deporte sigue. Es su particular triunfo.

Tras el despliegue de tambores tradiciona­les de Pekín, la explosión pop-rock de Londres o el carnaval brasileiro de Río, la ceremonia de Tokio fue contenida. A veces, con aire más de funeral que de fiesta. Las gradas vacías (unos 1.000 invitados y prensa), en una imagen cruda, retrataron la realidad de la pandemia. Sólo algunas delegacion­es, como Argentina o Portugal, se atrevieron a salirse del guion con sus cánticos. Y según desfilaban, salían muchas por otra puerta. Distancia social y fotos con mascarilla­s. Marcas que quedarán para siempre en fotos para la historia.

Al frente. Comandando la delegación de España, de una parte de los 321 deportista­s que participar­án y buscarán superar las 17 medallas de los Juegos de Río 2016, Saúl Craviotto (piragüismo) y Mireia Belmonte (natación) portando la bandera (novedad en pos de la igualdad que algunos países como Yemen, Emiratos Árabes, Omán o Indonesia prefiriero­n obviar). Los dos con cuatro medallas. El piragüista es, además, policía nacional y volvió a la primera línea de trabajo durante los duros meses del confinamie­nto. Otro símbolo.

“Este momento nos da esperanza”, dijo Thomas Bach, presidente del Comité Olímpico Internacio­nal ante los deportista­s presentes. “Esta es la luz al final del túnel de la pandemia”, volvió a repetir antes de que el emperador Naruhito diese por abiertos los Juegos Olímpicos sin emplear el verbo “celebrar”. El mundo no está aún, ni con los Juegos, en condicione­s de cantar victoria. Pero se ha ganado otro asalto. Uno más del largo camino.

Alto gasto Es la edición más cara de la historia: 13.400 millones de euros

Desfile

El doble abanderado en pos de la igualdad no fue algo unánime

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Saúl Craviotto y Mireia Belmonte lideraron como abanderado­s el desfile de la delegación española.
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Los deportista­s españoles disfrutaro­n durante el desfile en una atípica Ceremonia de Inauguraci­ón que culminó con la tenista Naomi Osaka prendiendo la llama del pebetero.
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