Pocos atletas han sido más queridos de manera universal
los británicos, en medio del delirio de un estadio rebosante, la mejor noticia de unos discretísimos Mundiales, definidos por las despedidas de dos gigantes del atletismo (Usain Bolt y Mo Farah), las mediocres marcas y la impresionante respuesta del público. En un momento extremadamente delicado del atletismo, la respuesta de los aficionados británicos volvió a ser excepcional.
Tiempo atrás, Bolt era capaz de superar sus lesiones, numerosas a lo largo de su dilatada trayectoria, y demostrar su autoridad de manera contundente. Desde 2009, año de sus formidables récords mundiales en
100 y 200 metros, sus problemas en la espalda y en las rodillas han sido constante. Sin embargo, disponía de la juventud, el talento y el deseo necesarios para imponerse a sus rivales. En los últimos años, siempre ha llegado muy justo a las grandes competiciones. Hace un año, en Río, llegó a dudarse de su participación, pero ganó, como siempre. Todavía albergaba el fuego competitivo que le permitía dominar las pruebas de velocidad.
Bolt llegó a estos Mundiales en condición de casi retirado. Se dice en el deporte que cuando alguien anuncia su despedida es que ya está mentalmente afuera. Bolt pareció vulnerable desde el primer día. Perdió la final de 100 metros y no terminó el 4x100. Cada día dio más sensación de fatiga, de curva declinante. En los Mundiales de Londres, Bolt ha sido por fin decididamente humano, y eso también le ha hecho admirable a los ojos de la gente. Pocos atletas, quizás ninguno, han sido más queridos universalmente. Sus hazañas le convirtieron en la imagen por excelencia del atletismo. Ayer no terminó su última carrera. Se despidió con dolor y derrota, pero igual de adorado que siempre.
Admiración