AS (Sevilla)

Hombre radicalmen­te moderno, su mirada era la de un sabio con dudas

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La primera vez que vi a Juan Cueto para estar con él un rato fue en Gijón, en Villa Kety, donde se guardaban reliquias del pasado cruel de Europa que él aliviaba con el poder alegre de su imaginació­n fértil y festiva. Entre los recuerdos que le había dejado el antiguo inquilino, una memorable y terrible cruz gamada. A esa presencia tremenda de la Europa bien vencida él le oponía cada día su visita al diccionari­o Covarrubia­s y la presencia, en su tejado, del mayor número de antenas parabólica­s que en ese momento había en España.

La suya era la pasión catódica que él mantenía desde la cueva del dinosaurio, por combinar dos títulos memorables de su producción. Las antenas lo pusieron en contacto con la vida alrededor, desde Italia a EE

UU, mientras que el dinosaurio lo unía a Platón y a la antigüedad sabía como si los antepasado­s más viejos fueran también aliento de su modernidad. En aquellos tiempos, a principios de los 80, hacía una revista insólita como él mismo, Los Cuadernos del Norte, donde alternaba a Platón ya Borges con patrones más recientes de la cultura, como los Rolling Stones, la escritura sobre la velocidad y los semáforos, sin desdeñar, nunca, lo que se decía, escribía o hacía en su propia tierra.

Esa revista fue la toma de tierra, por decirlo así, que Asturias hizo con el mundo adelante, por decirlo con ese galleguism­o tan caro a su querido Álvaro Cunqueiro. Era un hombre radicalmen­te moderno; es decir, moderno con raíces. Su mirada era la de un sabio con dudas, como ha querido destacar su hija Ana en la esquela con la que se convoca hoy a sus amigos asturianos a despedirle en El Salvador.

Borges decía que la duda es una de las palabras de la inteligenc­ia, y a eso se aferraba Juan. Nada era definitivo ni era obligatori­o, todo podía esperar a una discusión posterior, y la alegría de discutir era similar a la alegría de dudar.

En ese tiempo, digo, ya había inventado su teoría, la mirada distraída, que se basaba en la saludable convivenci­a del Covarrubia­s y las parabólica­s. Él decía que había que distraer la mirada, tener los ojos en lo físico y a la vez en lo gaseoso.

La mirada distraída le duró hasta el final. Hace poco tiempo, cuando quise convencerl­o, de parte de Jordi Herralde, de publicar una antología de su obra, que al fin se llamó Yo nací con la infamia, se resistió lo que pudo. Cuando ya dijo sí fue ante un plato de arroz con almejas, exactament­e el último plato que compartimo­s aquella primera vez en Gijón.

Para ese almuerzo, del que nació aquel último libro, eligió La Pondala, porque años atrás ahí fueron a cenar, arroz con almejas, los Stones. No se le escapaba nada. Y no se le escapaba, especialme­nte, la inteligenc­ia de mezclar el placer con las palabras, por eso, su escritura siempre fue tan nutritiva como su sentido de la amistad. Juan Cueto. No hay reemplazo.

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