Míchel, orgullo de Vallecas
El entrenador del Girona vuelve a casa; AS recorre su camino desde niño hasta convertirse en icono del Rayo y del barrio
Se me dan mal las alturas, por eso intentaré ser cercano a vosotros”, arrancaba Míchel su pregón de las fiestas del Carmen 2018. Apenas dos kilómetros le separaban del lugar donde comenzó su historia. La que labraron sus abuelos. “Eran de Murcia, pero se vinieron a Vallecas. Tuvieron huertas y, en la posguerra, dieron de comer al barrio”, cuenta Gema Sánchez, la hermana de Míchel. Antes que ella nació José Luis y después, Javi y Miguel. Porque para ellos siempre será Miguel. Sus padres, Benjamín y Candelas, tenían una frutería. “Se iban por la mañana y volvían por la noche. A nosotros nos crió mi abuela María”, prosigue, mientras señala la Fuente de la Asamblea. Ahí están sus raíces. “Nací en la calle Monte Oiz, en esas casitas bajas que todo el mundo llamaba chabolas, pero nosotros llamábamos hogar”, las definió Míchel.
El benjamín de la familia ya estaba pegado al balón desde niño. Jugaba en la calle y en el patio de su cole, donde coincidió con Raúl López. “En el recreo siempre le elegían el primero para los equipos. Daba igual a lo que jugaras (risas)”, afirma su inseparable amigo. Cada rincón del Raimundo Lulio recuerda a Míchel, donde su camiseta firmada y enmarcada preside el comedor. De Monte Oiz, la familia se marchó a un piso en Palomeras. “Me tiraba todo el día en el ascensor”, desveló Míchel.
A los 10 años, empezó en el fútbol sala, en El Moyano, donde le bautizaron como Míchel. “Fue en honor a la Quinta del Buitre. También había un Butragueño, un Buyo…”, revela Raúl. El tren del Rayo pasó gracias a su central Fanti Callejo. Le vio y avisó a Juan Pedro Navarro, director de las categorías inferiores. “Nuestro entrenador, El Chirla, nada más terminar el entrenamiento me llamó. ‘¡Pero qué me has mandado! Es un monstruo, te lo envío ahora mismo a firmar…’. Lo aplacé para la mañana siguiente y estaba asustado con que nos lo pudieran quitar”, narra Juanpe. Su primer entrenador en los juveniles fue José Luis Martín. “Yo le daba mucha caña, le exigía, como si fuera un hijo. ¡Cómo no le voy a querer!”, confiesa. A medida que el fútbol ganaba enteros, los estudios se ponían más cuesta arriba. “Intentábamos que viniera más a clase y facilitarle las cosas. Le recuerdo disciplinado, callado…”, le describe su profe de Lengua y Literatura, Pablo Olalla.
Siempre fue un adelantado. En su primer año de juvenil ya entrenaba con el División de Honor y en el segundo, empezó a entrenar con el primer equipo de Camacho. “Le había llamado la atención su manera de sacar los córners”, admite José Luis, a lo que Juanpe añade: “Era el clásico jugador de la calle, con recursos. Ahora los niños no tienen picardía y Míchel tenía toda”. Dejó huella también en el Lulio. “Para los niños es un dios”, destapa su compañero de ciencias mixtas, Álvaro Ovejero, presente en su debut contra el Barça. “Cuando salió se caía Vallecas”, recuerda.
El éxito no le despegó los pies del suelo. “Pasaba de entrenar con el Primera por la mañana a echar un mus con nosotros por la tarde en la Albufera”, comenta Pedro Estellés, otro de sus imprescindibles. Él narra cómo conoció a Lara: “Ese mismo día ya le dijo que se iba a casar con ella. Y así fue”.
A lo largo de su carrera, Míchel ha tenido que hacer las maletas en varias ocasiones, pero siempre ha regresado a las raíces. “Es un chico de barrio, que no olvida sus orígenes”, apunta Pablo. Hoy vuelve con una sensación extraña. La de ser el rival. “Hace poco le mandé un Whatsapp diciéndole: ‘Con el Furilo suspendías inglés y ahora te veo hablando catalán…”, bromea Álvaro. Vallecas se prepara para abrazar a Míchel I. Al nieto de la María. Al pequeño de la Cande. Al hermano. Al alumno. Al amigo. A su ilustre pregonero. A su icono más humano.