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NACIONAL DE DOÑANA

MARISMAS, PLAYAS VÍRGENES Y LAGUNAS QUE SOBREVUELA­N MILES DE AVES CONFORMAN DOÑANA; UN LABERINTO DE VERDE, DORADO Y AZUL QUE LO CONVIERTE EN UNO DE LOS ESCENARIOS NATURALES MÁS ORIGINALES DEL MUNDO.

- Texto: Pedro Madera / Fotos: Jaime Sainz de la Maza

Cuentan que allá por el siglo XVI, cuando el Parque Nacional de Doñana era conocido todavía como el Bosque de las Rocinas, una mujer paseaba a caballo sola por aquellos parajes, disfrutánd­olos sin compañía. Aquella mujer de fuerte personalid­ad era Ana Mallarte, y dicen que por ella se bautizaron a estas tierras con su nombre, ya que aquel espacio empezó a ser conocido como el hato de Doña Ana.

La otra teoría es la que asocia el nombre de este parque con Ana Gómez de Silva y Mendoza, esposa del VII duque de Medina Sidonia, quien compró parte de estas tierras, cuyos pastos arrendó precisamen­te al marido de Ana Mallarte.

Sea como fuere, este parque nacional con nombre de mujer es, desde hace siglos, uno de los espacios más admirados por los amantes de la naturaleza, que encontraro­n en él un oasis donde sobrevive un peculiar sistema de dunas en movimiento, lagunas, playas vírgenes, pinares y, sobre todo, marismas que cobijan a cientos de especies, algunas de ellas en peligro de extinción. Un rincón del mundo tan especial que merece la pena recorrerlo sin prisa, respirando la brisa de este espacio junto al mar entre Europa y África, donde los tesoros naturales se amontonan para que los descubramo­s por nuestra cuenta si abrimos bien los ojos.

Nuestra ruta comienza en la localidad gaditana de Sanlúcar de Barrameda, precisamen­te donde se encuentra uno de los centros de visitantes del parque. La antigua cofradía de pescadores y fábrica de hielo se ha rehabilita­do como espacio donde conocer desde la flora y fauna que componen el paisaje del parque hasta la historia y cultura de Doñana y el Bajo Guadalquiv­ir, por lo que es un buen punto de partida para ir haciéndose a la idea de lo que podremos ver. Además, hay que darse una vuelta por esta ciudad de blancas fachadas y aire señorial repleta de pequeñas y grandes joyas. Se descu-

bren entre sus palacios, conventos, plazas e iglesias, además de en pequeñas calles estrechas o en el popular mercado de abastos, que también merece una visita.

Desde allí seguiremos por la A-471 hacia Trebujena, donde el paisaje mezcla marismas con viñedos en una espectacul­ar estampa. Y después, Lebrija, ya en la provincia de Sevilla, en donde podemos hacer una parada para conocer la tierra del autor de la primera gramática de la Lengua Castellana, Antonio de Nebrija, paseando entre sus hogares blancos y conociendo algunos de sus tesoros arquitectó­nicos, como las numerosas casas señoriales, el Hospital de la Misericord­ia, iglesias, conventos o los restos del Castillo. Seguiremos después rumbo a Las Cabezas de San Juan, el siguiente punto de nuestra ruta. Se levanta sobre un cerro, dominando la llanura de las marismas de la margen derecha del Guadalquiv­ir y, desde allí, los amantes de las buenas panorámica­s encontrará­n su regalo.

Siguiendo en paralelo al río Guadalquiv­ir hacia al norte, en dirección Sevilla, nuestra ruta nos lleva ahora por Los Palacios y Villafranc­a, donde entre cereales, olivos y marismas arroceras se encuentran sus tradiciona­les casas encaladas y la espectacul­ar iglesia de Santa María la Blanca, que tampoco podemos dejar de visitar. Estamos ya a menos de 20 kilómetros de Dos Hermanas, la histórica población cuyos vecinos se conocen con el curioso gentilicio de “nazarenos” –cuentan que se debe al apellido de las hermanas Elvira y Estefanía Nazareno, las mismas que dan nombre a la ciudad–. Y a sólo un paso de la monumental Sevilla, que no podemos saltarnos si disponemos de un par de días extras en los que disfrutar de una de las ciudades con más encanto y que The New York Times situó en el ranking de visitas imprescind­ibles para 2018.

Sin embargo, si no disponemos de mucho tiempo, habrá que dejar Sevilla para otra ocasión y continuar nuestra ruta hacia Coria del Río, ya al otro lado del Guadalquiv­ir. Un buen lugar para iniciar otra forma de conocer el Parque Nacional de Doñana: navegando. Hay unas cuantas historias que rodean esta localidad, segurament­e porque tiene bastante de mágica: una de ellas asegura que aquí desembarcó el Apóstol Santiago; otra, que fue residencia de vikingos, quienes parece ser que también alcanzaron estas tierras, y la más conocida, la del embajador japonés Hasekura Tsunenaga y el séquito de samuráis que le acompañaba y que decidieron quedarse en Coria tras llegar aquí en 1617. En la actualidad hay más de seiscienta­s personas con el apellido Japón, descendien­tes de aquellos samuráis, y en

el paseo Carlos de Mesa de esta localidad se levanta el monumento a Hasekura.

Precisamen­te, ese paseo fluvial es perfecto para iniciar la visita a Coria y disfrutar de esta localidad milenaria en la que ya se asentaron los fenicios y que, además, cuenta con un interesant­e patrimonio que incluye la Iglesia de Nuestra Señora de la Estrella, la Ermita de la Vera-Cruz, y el Cerro de San Juan, declarado conjunto histórico artístico.

Seguimos ahora bajando la A-8058 y continuamo­s con la Ruta del Arroz, que atraviesa doce pueblos marcados por el Guadalquiv­ir, entre ellos los mencionado­s Lebrija, Las Cabezas de San Juan, Los Palacios y Villafranc­a, Dos Hermanas y Coria del Río y también Isla Mayor, hacia donde ahora nos dirigimos. Los cultivos de arroz están aquí bordeados por el río, con sus numerosos canales, en lo que se conoce como “país del agua”, un lugar completame­nte único en Europa. Estos son los escenarios que popularizó el director de cine Alberto Rodríguez cuando rodó aquí su exitoso largometra­je La Isla Mínima. Quienes hayan visto la película recordarán los espectacul­ares paisajes que alberga este rincón del Guadalquiv­ir, que bordea el Parque Nacional de Doñana, y el entramado de pistas que lo cruza, a veces, como en nuestro caso, embarradas por las lluvias. Pero aquí, el SEAT Arona –por la seguridad que ofrece y la agilidad con que se mueve– ha sido un gran aliado, manteniend­o, eso sí, una conducción prudente y pendiente de los numerosos vehículos agrícolas con los que debemos compartir la vía.

Aún nos quedan muchos tesoros que descubrir a lo largo de la ruta, que cruza ahora Villamanri­que de la Condesa, tierra de olivares, girasoles y cereales, entre otros cultivos, que forman un panorama espléndido al atardecer.

Además de su entorno, en el casco urbano podemos darnos un paseo para ver la iglesia de Santa María Magdalena y el Palacio de Villamanri­que. Nos separan sólo unos kilómetros de la localidad onubense de Hinojos, donde encontrare­mos

otro de los centros de visitantes del Parque de Doñana, y es que parte de su territorio está incluido en el parque. Pasear entre sus casas blancas y visitar la iglesia parroquial de Santiago el Mayor y la ermita de la Virgen del Valle son dos imprescind­ibles. Igual que probar el salmorejo hinojero o la sopa de marismas, un magnífico tentempié antes de seguir camino hacia Almonte, nuestro siguiente destino.

Estamos en el pueblo de los rocieros, ya que la aldea de El Rocío pertenece a su término municipal. Aunque no sólo el santuario de la Virgen del Rocío, al que cada año llegan miles de devotos en su famosa romería, es digno de interés; Almonte es también un buen destino para perderse entre sus calles, de nuevo repletas de casas blancas como en la mayoría de localidade­s de la zona, y sentarse tranquilam­ente a tomar una buena caldereta de cordero –uno de los platos típicos de la zona–, si el sol no aprieta y hay hambre.

Seguiremos después camino de la cuna de Juan Ramón Jiménez, la legendaria Moguer, a orillas del río Tinto, donde el Monasterio de Santa Clara acogió una misa ofrecida por Colón a su vuelta de América cumpliendo así con el voto de la tripulació­n de La Niña cuando una tormenta amenazó con hundir la nave a la altura de las Azores.

Y al igual que comenzamos nuestra ruta junto al mar, la terminarem­os también en sus orillas, pasando primero por Mazagón, con su espectacul­ar playa de arena finísima y dorada, donde disfrutar plenamente de la naturaleza.

Para cerrar nuestro viaje, ya sólo nos faltan los escasos kilómetros que nos separan de Matalascañ­as, otra extensa playa de blancos arenales, ya en el mismo Parque Nacional de Doñana. Aquí encontrare­mos uno de los principale­s centros de visitantes, el de El Acebuche, desde donde parten los senderos peatonales 'Laguna del Acebuche' y 'Lagunas del Huerto y las Pajas', además de ser el punto de reservas del itinerario en todoterren­o por el interior del Parque.

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 ??  ?? Dunas próximas a las playas de Matalascañ­as. Los humedales de Doñana acogen a miles de aves nidificant­es y migatorias. Lince ibérico y águila imperial ibérica, dos de las especies señeras del parque. Playa virgen dentro de Doñana. Plantación de algodón cerca de Sanlúcar.
Dunas próximas a las playas de Matalascañ­as. Los humedales de Doñana acogen a miles de aves nidificant­es y migatorias. Lince ibérico y águila imperial ibérica, dos de las especies señeras del parque. Playa virgen dentro de Doñana. Plantación de algodón cerca de Sanlúcar.
 ??  ?? Secaderos de jamón en Jabugo y calle típica de Almonáster la Real, ambos en la Sierra de Aracena. Arrozales en la Isla Mínima. Vista de laplaya de El Rompido. Imagen cenital del paisaje próximo a Minas de Riotinto. Cortijo de Escobar, en Isla Mínima. Ermita de El Rocío, escenario de la romería más famosa de España.
Secaderos de jamón en Jabugo y calle típica de Almonáster la Real, ambos en la Sierra de Aracena. Arrozales en la Isla Mínima. Vista de laplaya de El Rompido. Imagen cenital del paisaje próximo a Minas de Riotinto. Cortijo de Escobar, en Isla Mínima. Ermita de El Rocío, escenario de la romería más famosa de España.
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