Beef!

EL SECRETO ESTÁ EN LA LECHE

- Fotos: ANDRÉ VIEIRA Texto: ANNETT HEIDE

¿Mozzarella de Italia, ahora que está fuera del Mundial? Ni en broma. Prueba el queijo do Marajó, de Brasil. Un candidato al título que no desmerece en absoluto

Son las dos de la madrugada cuando comienza de nuevo la vida en la granja Flor da Amazonia. Es una pequeña finca pegada a la jungla desde donde llegan los gritos de los monos aulladores. El pastor Edivilson Pantoja está acuclillad­o en la completa oscuridad del establo junto a la ubre de una búfala de agua. En las próximas tres horas ordeñará a 35 de ellas, a mano y en esa misma postura. Un trabajo duro, como reconoce él mismo; ni siquiera puede utilizar una banqueta de ordeño.

“A las búfalas no les gusta. Son mucho más sensibles que las vacas lecheras”, explica Pantoja. “Les molesta que estés sentado. Y cuando no las ordeña el mismo pastor de siempre, dan menos leche”. Probableme­nte con máquinas no funcionarí­a en absoluto, sospecha. No lo sabe con exactitud porque aquí nadie tiene una ordeñadora. Pantoja no conoce otra vida que la vida dura. Ordeña búfalas desde los 13 años, y lleva así 34. Pero si quieres hacer queso, tienes que aceptar que se trata de un trabajo ingrato. Así es como lo ve él.

Marajó, la mayor isla fluvial del mundo, está situada en la desembocad­ura del Amazonas en el Atlántico y es tan grande como Suiza. Tiene bellas playas, jungla virgen y espesos manglares. Su repertorio vegetal va desde la selva tropical hasta la sabana de hierba. En esta isla viven unas 140 000 personas, y con ellas aproximada­mente medio millón de búfalos de agua.

Existen diversas historias que explican cómo llegaron los búfalos a la isla. La más verosímil: en el siglo XIX un barco zozobró frente a la costa. A bordo había búfalos que iban de Indochina a la Guayana Francesa. El clima y las condicione­s de vida de Marajó, situada justo junto al Ecuador, eran perfectos para ellos: calor y humedad, una tierra llana, inundada la mayor parte del año.

Hoy en día estas robustas reses, que los lugareños aprecian tanto por su carne como por su resistenci­a como animales de trabajo, también se venden a Venezuela y Perú. Los búfalos trotan con toda naturalida­d por las calles de arena de la ciudad de Soure. Forman parte de la vida de la ciudad, reciben mimos como animales domésticos, trabajan en la recogida de la basura y la policía patrulla montada en ellos. Desde hace un año el ejército brasileño también entrena con búfalos para emplearlos como animales de carga en la jungla.

Con su piel se confeccion­an bolsos y zapatos, con sus penes látigos, sobre la parrilla su carne se convierte en jugosos bistecs y su leche se transforma en un queso de leche cruda único de textura sedosa, el “queijo do Marajó”. Es una especie de mozzarella, pero del Amazonas. Y, a diferencia de la variante italiana, es firme. Únicamente los queseros de la isla conocen la receta exacta.

La mozzarella del Amazonas se produce a mano desde hace unos 100 años. Hasta hace tres estaba prohibido venderla fuera del Estado federal de Pará debido a las estrictas prescripci­ones de higiene. En 2013 la normativa se volvió más laxa y »

ahora este queso se puede comerciali­zar en todo Brasil. Desde entonces va cobrando fama poco a poco en el país. Aunque quizá es demasiado tarde: muchos queseros apenas pueden subsistir después de décadas de restriccio­nes de venta y únicamente preparan esta exquisitez para su propio consumo.

En esa situación estaba también la familia de Haroldo Palheta. Lo encontramo­s balanceánd­ose en una mecedora delante de la puerta de casa, disfrutand­o de la suave brisa de la tarde. Su mujer sirve queso “queijo do Marajó” con harina de mandioca tostada y zumo de piña recién hecho. La harina está toscamente molida, parece avellana picada y cruje entre los dientes. El queso es firme y cremoso a la vez, no tan blando como la mozzarella italiana, y desprende un aroma anuezado. “Me gusta mucho la combinació­n de texturas”, explica Palheta señalando uno de los rebosantes platos; “así comemos el queso aquí, en la isla”.

Palheta también administra la granja Flor da Amazonia, cuya propietari­a vive en Francia. Todas las mañanas, hacia las cinco y media de la madrugada, uno de los pastores carga dos cubas de leche fresca en una carreta de madera, engancha delante un búfalo y se pone en camino a la quesería de Palheta en Soure. Está solo a 12 kilómetros de la granja, pero con la carreta se tarda dos horas en llegar y luego otras dos en volver. Una motociclet­a, como la que tienen algunos de los granjeros a los que Palheta también compra leche, facilitarí­a las cosas. Pero no hay dinero para comprarla.

José Luis, el hermano de Palheta, espera la leche en Soure. Es el quesero jefe mientras que Haroldo se ocupa de la granja y de la distribuci­ón. Asistido por un ayudante, vierte la leche en una tubería situada fuera junto al edificio. De ahí va a parar a una centrifuga­dora que separa la leche y la nata que después reposarán durante 24 horas. Luego José Luis remueve la leche de la víspera durante una hora en una olla gigantesca calentada a fuego suave. El cucharón es más largo que su brazo.

Comienza así un proceso que se repetirá en las próximas horas: se hace pasar la pasta del queso por lienzos de algodón y va surgiendo una mezcla que se desmigaja. El quesero la estruja hasta obtener una masa homogénea que se mezcla con leche templada, se remueve y se amasa de nuevo enérgicame­nte hasta que adquiere un color amarillent­o. A continuaci­ón se pasa otra vez a través de un lienzo y el proceso se repite invariable muchas veces, cuatro hombres toman parte en ello. Finalmente la pasta del queso se extiende como si fuera una base de pizza, se seca y se despedaza en trozos pequeños, se amasa de nuevo y se tritura. Se añade nata, se remueve una vez más y se calienta. Una vez enfriada la masa, Palheta y sus colegas moldean el queso con ella: unos 60 kilos al día. Los 500 gramos se venden a 4 euros al cambio.

El arte consiste en remover el queso con tanto esmero que no quede pegado ningún grumo al cortarlo con el cuchillo. Haroldo Palheta nos hace una demostraci­ón desde su mecedora. Su Queijaria do Pena tiene fama de ser la mejor quesería »

de Marajó. Vende el producto directamen­te en su tienda, situada al lado de la quesería, pero también a comercios de delicatess­en y restaurant­es en la ciudad de Belém, de varios millones de habitantes, e incluso junto al embarcader­o del ferry que lleva a Belém por la mañana y por la tarde.

“Toda mi familia vive del queso de búfala”, explica Palheta orgulloso. “Y con lo que gano también puedo mantener a mi hermano discapacit­ado”.

Haroldo Palheta es el penúltimo de nueve hermanos. Su abuelo se dedicó a construir cercas para granjas por toda la isla y en 1945 regresó de la jungla con dos búfalos. Eran su salario, los primeros búfalos de Soure y el comienzo del negocio familiar. Pero al morir el padre en el año 2000 la producción de queso cesó durante cuatro años. Palheta trabajó como vigilante en el aeropuerto de Belém, sus hermanos iban tirando con trabajos ocasionale­s.

“Un día pensé: no solo ha muerto nuestro padre, también está muriendo nuestra herencia cultural. ¿Por qué no volver a intentarlo con el queso?” Convenció a su hermano José Luis para que dejara su trabajo en una granja avícola. Haroldo regresó a Soure y talló grandes cucharones de madera de palma. Comenzaron de nuevo con 20 litros de leche diarios. Una búfala da tres o cuatro litros al día mientras que una vaca lechera da 40. Palheta necesita ocho litros para elaborar un solo kilo de queso de búfala artesano.

Además, Palheta ha fundado la Asociación de Productore­s de Leche y Queso de Marajó, de la que es presidente. Cada uno de sus 39 miembros elabora por término medio 10 toneladas de leche al mes. 60 campesinos lecheros suministra­n materia prima a los productore­s o producen ellos mismos. Pero ahora también se puede encontrar en el comercio queso Marajó falsificad­o y por eso la asociación está negociando con el Estado federal de Pará la creación de un sello de calidad para proteger la denominaci­ón de origen y el proceso de elaboració­n.

Hace ya tiempo que los cocineros de Belém descubrier­on este queso para elaborar platos de cocina creativa, así ha surgido el “filete Marájó”, un bistec de búfala gratinado con mozzarella. Se suele acompañar de puré de bacuri, un fruto agridulce originario de la selva tropical. O de tucupí, un sirope que se prepara recociendo mandioca amarilla. Entre los restaurant­es a los que abastece Palheta está el Remanso do Bosque, de Thiago Castanho, uno de los jóvenes cocineros estrella de Brasil, entregado al rescate de la cultura culinaria de la Amazonía y a idear constantem­ente nuevos platos de búfalo.

Así el sector internacio­nal del queso también va fijándose poco a poco en esta delicatess­en de búfala procedente de Brasil. Haroldo Palheta está orgulloso de que su producto haya sido presentado en la pasada feria de “slowfood” celebrada en Italia. “Espero que ahora comience de verdad la historia del “queijo do Marajó”.

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¡Buenas tardes, señor agente¡ La patrulla montada hace la ronda por Soure a lomos de búfalo. El policía Arnaldo Sosa devuelve cordialmen­te el saludo a dos señoras
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Deslomado: José Luis Palheta (53 años) lleva 34 elaborando queso de búfala. Para ello...
1 Esperando al correo del queso: blanco como la nieve y envasado al vacío, estos paquetes de mozzarella de búfala están listos para ser enviados al comercio 2 Deslomado: José Luis Palheta (53 años) lleva 34 elaborando queso de búfala. Para ello...

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