LA DEL PULPO
El tunecino Najar Dahmen es uno de los pocos pescadores de su país que aún captura pulpos según el modo tradicional: con tinajas de barro. Rechaza las modernas redes de plástico y no le importa que le llamen “friki”. Le mueve el respeto por el mar
El pescador tunecino Najar Dahmen aún captura pulpos según el modo tradicional: con tinajas de barro. Rechaza las redes de plástico porque le mueve el respeto por el mar
LLos jueves, siempre hacia mediodía, el pescador Najar Dahmen puede ver el futuro. Desde hace un par de años ocurre cada vez que hay mercado semanal. En él se venden frutas y verduras cultivadas a la vuelta de la esquina y refrescos de cola de producción local. Hay pan y harissa, esa pasta especiada a base de guindilla triturada. Y justo detrás del vendedor de pájaros cantores está también el puesto donde el mundo llega hasta la aldea. En él se refleja el cambio que ha experimentado la pesca en Kerkennah, un pequeño archipiélago tunecino en el golfo de Gabés. Dahmen quiere que lo veamos.
Hace tiempo que ese puesto es cada vez más grande. En él se puede comprar música de Rihanna y películas de Hollywood en DVDs copiados, pero sobre todo ropa, vaqueros usados y zapatos con los tacones desgastados, recolectados a 3 000 kilómetros de distancia, en contenedores en algún lugar de Europa central. Estas mercancías cuestan uno o dos dirhams, tres como máximo, que al cambio son aproximadamente 1,50 euros, demasiado poco como para que a los lugareños les merezca la pena confeccionar su propia ropa. “Y lo mismo ocurre con las redes de pesca”, explica Dahmen.
Dice que es importante venir aquí para entender lo que quiere decir esta metáfora. Es cierto que una cosa no tiene nada que ver con la otra, puntualiza encendiendo un pitillo, pero se trata de la misma evolución, tanto en el caso de los zapatos usados como en el de las redes modernas. A sus espaldas las mujeres rebuscan en montañas de ropas usadas. Supone menos trabajo, explica, simplemente funciona más rápido y no lo dice refiriéndose a las mujeres sino a la
pesca con redes. Al final todos están contentos de haber ahorrado dinero. Dahmen da rodeos antes de ir al grano, le gusta hablar. “Pero después la gente se pasará el día en el café sin nada que hacer. Porque el mar se habrá quedado vacío”.
Las palabras de Dahmen parecen las de un activista pero no lo es, vive escindido porque a veces su mujer también viene a comprar aquí. Najar Dahmen tiene 45 años y desde hace 30 es pescador en las islas Kerkennah, donde viven 13 000 personas, de las que supuestamente 10 000 son pescadores. Él es uno de los últimos que no emplea redes, sino tinajas de barro. Eso todavía era lo normal hace 20 años, pero ahora es una rareza. Su especialidad son los cefalópodos, más concretamente los pulpos.
Cuando sale a pescar arroja al mar hasta 500 tinajas de barro pequeñas atadas a una larga cuerda, una cada seis metros, orientadas siempre en el sentido de la corriente. Un bidón de plástico marca el final de la cuerda para que Dahmen pueda volver a encontrarla. A los pulpos les gusta resguardarse en pequeñas cavidades para, por ejemplo, esperar a sus presas. Confunden las tinajas con escondrijos. Al cabo de un par de horas o un par de días se vuelven a subir los recipientes a la barca y sólo hay que sacudir las tinajas para que los animales salgan y así poderlos matar golpeándolos con un palo. No hay capturas accidentales, la sobrepesca es poco menos que imposible y se pueden volver a arrojar al mar los ejemplares pequeños. No hay un método para capturar cefalópodos más respetuoso con el medio ambiente, los romanos ya lo practicaban hace más de 2 000 años. Las tinajas están apiladas en el puerto, son un bien público, cualquiera puede usarlas. Pero ya casi nadie lo hace.
Sin embargo, ahora se capturan muchas más piezas. Es cierto que la pesca está prohibida de mayo a octubre y en general los ejemplares jóvenes de menos de un kilo de peso son tabú, pero Túnez tiene problemas más graves, véase el desempleo y el terrorismo, como para que alguien se ocupe de controlar la población de cefalópodos.
Además, la demanda es grande en Kerkennah. Todos los años en el mes de marzo los lugareños celebran la fiesta del pulpo porque estos animales aseguran la supervivencia de la isla desde hace miles de años. Aquí es imposible practicar la agricultura, impera un clima desértico, el aire que azota la isla parece salir de un secador de pelo. No hay protección alguna, el punto más elevado está sólo a trece metros sobre el nivel del mar. Es inútil buscar largas playas de arena blanca que atraigan a los turistas. Así que casi todo el mundo se ha convertido y se convierte en pescador: casi todas las capturas de cefalópodos de Túnez proceden de Kerkennah. Por eso en el mayor cruce de Remla, la capital de la isla, se levanta un monumento que representa a un pulpo trepando por una tinaja. Pero es viejo, la pintura se ha descascarillado, falta parte de las patas del animal y alguien ha pintado un grafiti encima. Atrás quedaron sus buenos tiempos, igual que los de la pesca con tinajas de barro.
NNajar Dahmen marcha hacia el puerto. Tiene que atar las tinajas para hacerse a la mar más tarde. Las instalaciones son pequeñas. Hay viejas barcas de pesca diseminadas aquí y allá, la mayoría pintadas en blanco y azul, algunas parecen llevar años fuera del agua. En el muelle se levantan dos edificios, pintura descascarillada, grietas en las paredes: uno pertenece a la policía, casi nunca hay nadie allí, el otro al mayorista local que compra la mercancía a los pescadores y la revende en el continente. Unos cuatro euros cuesta por término medio un kilo de pulpo, que es lo que pesa un ejemplar adulto. No está mal teniendo en cuenta que el salario mínimo mensual es de 110 euros. Delante del edificio hay cajas y cajas de
sardinas en salazón. Al lado hay una cuerda de tender la ropa en la que se prepara una especialidad local: pulpo seco, muy apreciado para mordisquear delante del televisor. Para ello simplemente se cuelga el animal fresco al sol durante horas, como si fuera una camiseta mojada, y luego se corta en trozos pequeños. Las viejas tinajas de barro apiladas junto al muro del muelle llevan los nombres de los pescadores que han faenado alguna vez con ellas. Documentos de un tiempo pasado las han apartado ahí pero aún no las han quitado de en medio.
Dahmen captura unos quince pulpos al día. Antes conseguía más pero entonces los colegas aún no tenían esas redes de plástico que se pierden una y otra vez y pasan años flotando en el mar sin dejar de atrapar animales. ¿Y qué pasa cuando se pierde una tinaja? Pues simplemente queda un trozo de arcilla en el agua.
Se acercan dos colegas, hablan de sus asuntos pesqueros, hacen chistes: en lugar de tinajas Dahmen también podría usar zapatos para pescar. Ríen, Dahmen sonríe molesto. Le preguntan: “¿Por qué no usas una red?” Dahmen empieza a explicarles: la sobrepesca, la destrucción de su medio de vida, el respeto por el mar. Ellos asienten: “No somos idiotas”. Pero cuando el precio baja, la inflación sube y la familia aumenta: más redes, más animales, más dinero. Él tiene razón. Ellos tienen razón.
Y por si eso fuera poco nos explican que los tiempos son ahora más duros para todos los pescadores, también para aquellos que pescan con redes, desde la llegada de un cangrejo que mata a cientos de cefalópodos jóvenes. Parece ser que procede de Libia lo que le ha hecho acreedor del poco glorioso apodo de “Daesh”, palabra árabe que designa a la milicia terrorista del “Estado Islámico”. “Malditos bichos”, exclama uno de los hombres. Escupe, se monta en su moto y se marcha traqueteando con los colegas en el asiento de atrás.
Dahmen sigue trabajando. Solo. Su padre, de 85 años, sufrió una fractura del cuello del fémur hace un par de años y dejó de pescar. En aquel entonces ha-
cía salidas más largas, pasaba una semana entera en el mar. Ahora Najar Dahmen está desde las siete de la mañana hasta más o menos la una del mediodía sentado en su bote frente a la costa. Y con eso debe bastar. “Porque uno no vive para trabajar”, explica. Tiene dos hijas, de 12 y 19 años. Ellas son también uno de los motivos por los que no pasa más de dos días seguidos en el océano. Tampoco le gusta pescar de noche, hace demasiado frío y es demasiado peligroso. Su barca solo es un poco más grande que él. Cada ola se convierte en una amenaza que puede costarle la vida.
CCuando ha terminado de apilar todas las tinajas en la barca, un coche se detiene al lado. Un colega baja de él. Quiere pedirle consejo. Va hacia el maletero, lo abre y le muestra su botín: una tortuga marina, captura prohibida. Está patas arriba con la cabeza arqueada hacia atrás. “¿Qué vas a hacer con eso?““No lo sé”. “¿Quieres comértela?” “No”. “¿Tienes un acuario?” “No”. “Pues entonces….” El hombre coge la tortuga y la pone en el suelo. El animal vuelve a la vida y trata de escapar. “Mmmm .... ”, murmura Dahmen. “¡En fin!” .... ”, se lamenta el hombre. Coge a la tortuga por la pata izquierda, la lleva hasta la dársena y la arroja al agua. Durante unos instantes el animal hace esfuerzos por recuperarse y después se aleja nadando. Dahmen se encoge de hombros. “Mi padre conoce a todos aquí”, explica, “y todos saben que soy su hijo”. El “friki”. El que pesca con tinajas de barro. Dahmen se hace a la mar y arroja las tinajas al agua. Las recogerá mañana. A mediodía hay espaguetis. Comen espaguetis a menudo. “Al final siempre tenemos para comer lo que más les gusta a los niños”, explica Dahmen.
A diferencia de otros países árabes, la pasta tiene aquí una larga tradición. 140 kilómetros en línea recta separan Túnez de Sicilia, el país tiene once millones de habitantes y 65 de olivos, es el mayor exportador mundial de dátiles y ha sido colonizado y gobernado por fenicios y romanos, vándalos y otomanos, españoles, franceses y árabes. Antaño Túnez fue un importante centro de la cristiandad y una de las mayores áreas de asentamiento judío. Y su cocina refleja todas esas influencias diversas. Por eso se come queso y pasta. También es tradicional su actitud más bien liberal frente al alcohol. Túnez es un gran productor de vino pero además en el país se elabora cerveza y se destila aguardiente.
Dahmen enciende un cigarrillo. Le gusta fumar pero solo cuando su madre no le ve. No quiere preocuparla. Suena el teléfono, es su mujer. ¿Qué le parece esta combinación: pasta para los niños y pulpo para los demás? Dahmen se queja, todavía no ha capturado ninguno. “Pues cómpralos”, le contesta su mujer. Dahmen obedece y va al local del intermediario. Allí también le toca aguantar frasecitas impertinentes: “¡Vaya, el pescador de las tinajas! Es un placer verte por aquí, no es de extrañar que tengas que comprar a otros. ¿Por qué no intentas atraer a los animales cantando?” Dahmen sonríe: “Ya verán a dónde les lleva todo eso”.
Compra tres piezas y una maza de madera. La suya se ha roto. Para ablandar la carne correosa de los pulpos hay que golpearlos suavemente con una maza de madera, nos explica, por lo menos durante media hora. Después se lava el animal en agua con sal y se cuelga al sol para que se seque. A continuación se sacan las entrañas de la bolsa corporal, se le da la vuelta y se enjuaga, se recortan los ojos, se retira la piel y se extrae la boca en forma de pico. Los pulpos se cortan en trozos, se cuecen o se fríen y luego se pueden servir con gambas pero siempre acompañados de batatas, tomates, garbanzos, pimiento, puerro y cuscús.
El reparto tradicional del trabajo dicta que el hombre pesca y la mujer cocina. Pero en casa de Dahmen la preparación del pulpo es todo un acontecimiento familiar: madre, hermanas, la hija menor, el vecino que trae té, dos amigos del padre provistos de dátiles, tres amigas de la mujer, dos jóvenes de la vecindad que solo quieren echar un vistazo... Todos ayudan y comparten la comida.
Dahmen está sentado en el centro, más por casualidad que por su posición dentro de la familia. Todos ríen, hacen chistes, una de las hermanas empieza a cantar. La hija de Dahmen se levanta y desaparece dentro de la casa, va a traer una sorpresa. Todos están intrigados, el ambiente es alegre ¿Alegre?... bueno, dicen los más mayores, el gobierno debería hacer más. Todos están de acuerdo: necesitamos puestos de trabajo. El futuro no puede ser pescar pulpo, ni con vasijas ni con redes. “Yo tampoco puedo cerrar los ojos ante esa realidad”, corrobora Dahmen.
Lo cierto es que Túnez está considerada como la nación más competitiva del continente, la mano de obra está relativamente bien formada; la OCDE lo clasifica como país emergente. El 75 por ciento de sus exportaciones tiene como destino la Unión Europea. La nueva Constitución de febrero de 2014 garantiza la libertad de conciencia y de culto y la equiparación del hombre y la mujer. El artículo 6 garantiza incluso el derecho a no profesar ninguna fe, caso único en el mundo árabe. Pero entre 3 000 y 6 000 tunecinos, dependiendo de las fuentes de información, están luchando en Siria, un par de cientos en Libia y otros en Yemen y Malí. Los yihadistas son uno de los mayores productos de exportación del país en
cifras tanto relativas como absolutas. Porque, a pesar de la revolución, no ha habido muchos cambios. Los problemas sociales son grandes, las perspectivas pequeñas. Sin embargo, en el tejado de la casa de Dahmen hay instaladas células solares. Y lo mismo ocurre prácticamente en cada vivienda. Y donde hay movimientos sociales y manifestaciones también hay una sociedad civil.
Dahmen se levanta. Sale a la puerta de casa y mira a su alrededor. No hay nadie. Enciende un cigarrillo. “Soy un pescador que pesca con tinajas, soy el pasado”, apunta.
Su hija pequeña se acerca, lleva puestas unas zapatillas de color rosa, con un estampado de ositos y un corazón grande. Sostiene en la mano el resultado de un examen. Trabajo de la asignatura de informática, 18 puntos sobre 20. Quizá me convierta en profesora, comenta, quiero hacer algo que sirva de ayuda. Habla francés con fluidez y domina el árabe clásico. Se adentra en el patio, mientras Dahmen la sigue con la mirada. Después, tira el cigarrillo al suelo. Al pasado le sigue el futuro. “No puede ser de otra manera”, explica.