MEMORIAS DE ÁFRICA
Las granjas privadas de fauna salvaje prosperan en Sudáfrica. Los turistas vienen para admirar antílopes –como impalas o kudús– y los cazadores para abatirlos. Hasta ese momento, los animales viven como si estuvieran en libertad. Hemos visitado un rancho
Las granjas privadas de fauna salvaje prosperan en Sudáfrica. Los turistas admiran antílopes y los cazadores los abaten
Poco después de medianoche un todoterreno traquetea a través del matorral sudafricano. En la plataforma de atrás van dos hombres. Rastrean la maleza con dos faros instalados detrás de la cabina del conductor. Al poco rato, un grupo de antílopes impala emerge en medio del cono de luz. Los animales se detienen, inmóviles, con la mirada fija en la claridad como si estuvieran hipnotizados. Todo ocurre a la velocidad del rayo: el vehículo se para, un disparo surca el aire pero apenas se escucha por efecto del silenciador. Un impala macho se desploma, el resto de la manada sale del estado de shock y huye.
Los dos hombres se bajan de un salto del vehículo y corren hacia el antílope. Malcolm Thomson, el tirador, ha dado en el blanco, justo en la cabeza. El animal ha muerto de inmediato. Es un cazador profesional que rara vez yerra el tiro. Eso es importante no sólo porque ahorra sufrimiento al animal. “Si queda herido y por sobrevivir sus músculos se contraen y la carne se endurece mucho”, explica Thomson. Además, “si el tiro alcanza otra parte del cuerpo se pierde mucha carne debido a la hemorragia”.
Mientras Thomson vuelve a cargar su Winchester calibre 0.243 con mira telescópica, sus ayudantes cortan el cuello al antílope para que se desangre. A continuación abren la pared abdominal, extraen las vísceras con cuidado y las arrojan al matorral. Thomson los sigue atento con la mirada, hay que hacer todo como es debido. “Para conseguir carne de buena calidad hay que desangrar y destripar al animal en un lapso de diez minutos”, explica este hombre de 49 años con mostacho y perilla. Ayuda a transportar el cadáver, de casi 50 kilos de peso, hasta el coche y a colgarlo del arco de la plataforma posterior. La caza ya puede continuar.
En la Reserva Pongola Game, una granja privada de la provincia de Kwazulu-Natal, junto a la frontera con Swazilandia, se abaten animales salvajes todas las semanas y se convierten en carne, salchichas y “biltong” (una especie de cecina) en la carnicería que forma parte de las instalaciones. El año pasado esta empresa cárnica produjo unas 100 toneladas de carne y productos de caza procesando para ello más de 2 000 impalas, kudús y facóqueros.
Sudáfrica cada vez tiene más apetito de carne de caza. Allí es de un sabor excelente, muy tierna y jugosa, pobre en grasa y rica en proteínas, minerales y vitaminas, además no tiene el regusto acerbo típico de este tipo de carnes. En 2016 los rancheros del país dedicados a la cría de animales salvajes vendieron unas 150 000 toneladas de productos de carne de caza, más que nunca antes. Y ahora tienen la exportación en el punto de mira. “Esta carne ofrece la mejor calidad bío, los animales se alimenlucha
¿EL MEJOR MOMENTO PARA CAZAR? DE NOCHE, DESPUéS DE LAS DOCE: LOS ANIMALES APENAS SE MUEVEN
tan de forma natural, no reciben antibióticos ni hormonas del crecimiento”, aclara Thomson.
Apenas una hora después ya cuelgan cuatro antílopes del arco del todoterreno. “El mejor momento para cazar es poco después de medianoche, entonces los animales apenas se mueven”, explica Thomson. “Además, con la intensa luz de los faros no son capaces de distinguir ni los coches ni las personas”. Eso es extremadamente importante porque esta reserva de animales salvajes recibe regularmente la visita de turistas que hacen safaris y quieren observar a los animales desde muy cerca. Si los antílopes asociaran los vehículos con la muerte huirían en cuanto oyesen el más mínimo ruido de motor.
El terreno de la granja ocupa una superficie de 7 200 hectáreas. El paisaje está salpicado de colinas, cubierto de espeso matorral y describe un armonioso declive hacia el río Pongola que da nombre a la finca y en el que habitan hipopótamos y cocodrilos. Karel Landman compró estas tierras a un granjero en 1973 para criar vacas en ellas. Pero en los años ochenta empezó a reducir sus rebaños y a reintroducir animales salvajes locales, entre ellos antílopes, jirafas, facóqueros, búfalos y rinocerontes. Ahora corretean libremente por esta finca vallada y pueden reproducirse sin trabas mientras la tierra ofrezca suficiente comida y agua. En este momento viven aquí unos 4 500 animales. Los cazadores furtivos tratan de entrar en la granja una y otra vez, sobre todo para matar rinocerontes cuyos cuernos alcanzan precios récord en el mercado negro. Por eso Landman ha formado una patrulla de vigilancia que hace la ronda junto a las vallas de la finca.
Karel Landman, un hombre delgado, musculoso y de pelo ralo de 67 años de edad, lleva pantalones cortos por la rodilla de color beis y una camisa de manga corta color caqui, el uniforme típico de los ranger y los granjeros de Sudáfrica. “Devolver la tierra a la naturaleza y ver cómo se reproducen estos magníficos animales da una gran satisfacción”, comenta y añade con una sonrisa. “Aunque lo cierto es que tomé esa decisión no tanto por idealismo o porque quisiera proteger la naturaleza. Se trataba ante todo de hacer negocio, como granjero de animales salvajes podía multiplicar por tres las ganancias por hectárea de terreno”.
Landman fue uno de los primeros rancheros de Sudáfrica en cambiar sus rebaños de vacas por manadas de animales salvajes. A comienzos de los años sesenta solo había tres granjas privadas en el Cabo centradas en la cría de especies salvajes. Según la constitución, en aquel entonces todos los animales salvajes eran un bien común, aunque vivieran en terrenos privados. Será en 1991 cuando el Parlamento sudafricano apruebe la Game Theft Act que permite la propiedad y cría de animales salvajes en granjas privadas, siempre que el terreno esté “convenientemente vallado”. Eso dio pie al surgimiento de ranchos de vida salvaje y desde entonces este sector de negocio experimenta un auténtico boom: actualmente existen en Sudáfrica más de 10 000 granjas privadas de este tipo que ocupan aproximadamente 20 millones de hectáreas de terreno, en las que viven entre 15 y 20 millones de animales salvajes. Baste decir, a modo de comparación, que en los parques nacionales y en las zonas protegidas por el Estado viven entre seis y siete millones de animales en una superficie de seis millones de hectáreas. Mientras el número de animales salvajes no para de crecer, los rebaños de vacas disminuyen, actualmente solo quedan unos 14 millones de cabezas de ganado vacuno.
Gracias a estos rancheros, Sudáfrica y la vecina Namibia son los únicos países subsaharianos en los que la población de animales salvajes ha experimentado un claro crecimiento durante los últimos 40 años. En África oriental, donde no existen este tipo de granjas, la población ha quedado reducida a la mitad en el mismo periodo de tiempo, en África occidental a la décima parte.
“Si la cría de animales salvajes se lleva a cabo de forma prudente y sostenible puede contribuir de manera importante a la conservación de la biodiversidad y a la protección de las especies”, apunta Andrew Taylor, director de investigación de Endangered Wildlife Trust, una organización de Johannesburgo dedicada »
a la protección de las especies. Los ranchos de vida salvaje reciben pocas críticas, que van dirigidas más bien contra los cazadores ineptos y los turistas de los safaris que a veces no son capaces de abatir un animal sin hacerle sufrir. La caza forma parte del estilo de vida sudafricano. La mayoría de los 250 000 cazadores del país no buscan trofeos sino la carne de los animales abatidos.
El hecho de que hoy en día las granjas de animales salvajes sean tan lucrativas se debe a la diversificación. Antes Landman vivía solo de la venta de sus vacas. Ahora tiene cuatro fuentes de ingresos diferentes: vende sus búfalos, kudús y antílopes nyala en subastas a otros granjeros y a zoológicos o reservas naturales protegidas que quieren aumentar sus existencias. Organiza safaris fotográficos para turistas que pernoctan en sus elegantes campamentos con vistas al río Pongola. En invierno llegan los cazadores: los sudafricanos, para reponer sus reservas de carne de caza, y los extranjeros, para llevarse trofeos. Y a eso hay que añaEn dir la producción de carne que cada vez cobra más importancia: la carne de caza se vende a establecimientos de restauración y hoteles de los alrededores o se sirve en los restaurantes del propio lodge. “Cuando un sector de negocio no marcha demasiado bien gano dinero con otro”, explica Landman.
Ahora el turismo flojea un poco pero la venta de carne funciona mejor que nunca. “Nuestra carnicería trabaja a pleno rendimiento”, comenta Kemp Landman, hijo de Karel de 40 años de edad. Lleva 16 dirigiendo la empresa cárnica alojada en varios edificios color terracota situados detrás de las oficinas de la granja. “Tenemos quince empleados que a menudo trabajan siete días a la semana. Y la demanda de nuestra carne no para de crecer”.
la sala de despiece de la carnicería, que parece un garaje de grandes dimensiones, dos antílopes impala cuelgan de una viga de hierro. Les han cortado la cabeza, las pezuñas y la tibia nada más desangrarlos. Ahora dos carniceros se disponen a desollarlos. Hacen cortes en la piel de las patas traseras y de la cola con cuchillos afilados y luego empiezan a tirar de ella con mucho cuidado. Tienen que repasar una y otra vez con las cuchillas las zonas donde la piel está demasiado adherida al tejido muscular. “En realidad es muy sencillo si sabes dónde tienes que meter el cuchillo”, explica uno de los hombres. Las pieles de los animales, de pelo castaño dorado, finas y muy elásticas, terminan en la basura porque no sale rentable trabajarlas. “La sal para curtir es demasiado cara y los precios de la piel son demasiado bajos”, explica Kemp Landman. “Si la vendiera no conseguiría ningún beneficio”.
Kemp Landman inspecciona a fondo los animales ya desollados, está obligado a ello por ley. Busca decoloraciones de la
EL RANCHO PRODUCE UNAS 100 TONELADAS AL AñO DE CARNE DE CAZA Y PRODUCTOS DERIVADOS
carne, examina los pulmones y los ganglios linfáticos, el hígado y los riñones. Si todo está en orden, estampa el sello oficial del inspector cárnico en la pata del animal. En él se lee en inglés y en afrikáans: “passed” - “rebotswe”. Se pesa y se identifica cada antílope. “Tenemos que saber cuándo y dónde se ha abatido al animal”, explica Landman. “Si algo no está en orden tenemos que poder precisar exactamente la procedencia de la carne”. Un impala macho adulto pesa entre 50 y 60 kilos. El tronco sin cabeza, piel ni entrañas pesa solo la mitad. Si el animal ha sido sacrificado de un tiro en la cabeza la carne supone aproximadamente el 60% del peso, por lo general entre 15 y 18 kilos. Si ha recibido el tiro en otro sitio se elimina la carne alrededor de la
herida y eso hace que se pierda cerca de kilo y medio.
A continuación los antílopes se guardan en la cámara frigorífica. “Al igual que la carne de vacuno, la carne de caza también tiene que madurar varios días para que esté tierna”, explica el jefe de la carnicería. “Dependiendo de la especie, lo mejor es que pase entre una y tres semanas a una temperatura comprendida entre dos y cinco grados como máximo”. El tiempo de maduración también depende de factores externos. Por ejemplo, si el animal ha sufrido mucho estrés justo antes de morir, la carne debe estar colgada más tiempo. Landman piensa que la muerte de un tiro en la cabeza es el mejor método de sacrificio porque “generalmente el animal no se entera en absoluto de lo que está pasando”. Y apostilla: “En cualquier caso no puedes reunir a estos animales como si se tratara de un rebaño de vacas para llevarlos al matadero”.
El auténtico corazón de la carnicería está separado de la cámara frigorífica por una pesada puerta. En una pequeña nave fuerempezar temente iluminada ocho empleados con batas blancas manejan con destreza los cuchillos. Descuartizan los troncos de los animales y cortan la carne en trozos sobre mesas de aluminio reluciente. En medio de la sala, Simangele Myeni, una robusta joven, tritura con una gran picadora carne de kudú y grasa de vaca para hacer salchichas. Al picadillo se le añade una mezcla de especias que contiene, entre otras cosas, sal, chile y pimienta y a veces un poco de ajo en polvo y almidón de maíz para ligar todo. Luego, Simangele Myeni inyecta la masa en intestinos naturales.
El maestro carnicero Mlungisi Mngomezulu, un hombre mofletudo con el cabello cubierto por una redecilla blanca como el resto de los trabajadores, supervisa toda la producción. “Antes de a trabajar en una carnicería hay que conocer la anatomía de los animales”, explica el fornido carnicero. “Entonces todo resulta muy sencillo”. Nos muestra cómo se hace, empuña el cuchillo y corta primero las piezas de solomillo pegadas a la columna vertebral del impala, que en el comercio cuestan entre 155 y 165 rands el kilo, unos diez u once euros al cambio. Fritos brevemente en una sartén de grill son de una terneza prácticamente insuperable. Luego le toca el turno al rosbif, el pescuezo y la paletilla. Mngomezulu coge una sierra para separar las costillas de la columna vertebral. “Las costillas de caza son un poco secas pero muy ricas”, murmura y a continuación pasa a las patas traseras.
La mayoría de la carne fresca va a parar a los dos restaurantes del lodge. El resto se vende en una tienda propia situada en la calle principal o se lleva directamente a carnicerías y hoteles de los alrededores. Esta empresa cárnica comercializa también productos elaborados como kebabs y hamburguesas y una docena de salchichas diferentes, en su mayoría de kudú, impala o facóquero. Por supuesto, la carnicería Leeukop también incluye en su oferta las típicas salchichas sudafricanas: las “braaiwors” o salchichas gruesas para asar, jugosas y de sabor intenso; la finas “droewors” se dejan secar al aire y se comen como piscolabis, casi siempre acompañando a una buena cerveza.
En Sudáfrica también es muy popular el “biltong”, una especie de cecina. Se elabora con vacuno o con caza y se conserva durante varios meses. Mngomezulu corta la carne del pernil del antílope en finas tiras de unos 15 centímetros de largo, luego las pone en una mezcladora junto con una combinación de chile y especias y deja que la carne gire dentro de la máquina hasta que queda »
AQUÍ HAY MÁS DE 10 000 GRANJAS PRIVADAS DE ANIMALES SALVAJES
cubierta de manera uniforme por el condimento. Entretanto Myeni lleva los trozos de “biltong” fresco al secadero. Introduce un pequeño gancho en cada una de las tiras y las cuelga del techo. Al mismo tiempo su colega Mpilo Sujayo extiende tiras de carne sobre una parrilla. Un ventilador sopla aire caliente en la sala, la temperatura de secado ideal está entre los 35 y los 40 grados centígrados. Al cabo de unas 18 horas el “biltong” ya está listo. Las “droewors” se secan a 20 grados en otra sala. La carne está mezclada con grasa de vacuno que no debe derretirse. Para que el secado vaya más rápido, en la cámara hay dispositivos que aspiran la humedad y varios ventiladores proporcionan la necesaria circulación del aire. Este proceso dura entre día y medio y dos días.
Los empleados de la carnicería están contentos de tener un trabajo fijo. La Reserva Pongola Game crea puestos de trabajo. “Antes, cuando todavía tenía vacas, daba empleo a ocho o diez personas, pero hoy en día son más de 100 y todos ganan mucho que los que trabajan con vacas”, explica Karel Landman. Actualmente en todo el país hay más de 100 000 personas trabajando en el sector del rancho salvaje. Pero podrían llegar a ser muchas más si Sudáfrica consigue abrir mercados de exportación en Europa o Estados Unidos. “Existen inmensos potenciales de negocio que apenas hemos empezado a aprovechar”, recalca Adri KitshoffBotha, gerente de Wildlife Ranching South Africa. Esta asociación de criadores de animales salvajes, a la que pertenecen unas 2 000 granjas, lleva años tratando de introducir en Sudáfrica leyes y estándares unificados que simplifiquen la exportación. Actualmente solo se venden unas 2 000 toneladas anuales de carne de caza al extranjero.
La Unión Europea establece una y otra vez prohibiciones de importación para la carne de caza sudafricana, unas veces por la gripe aviar, otras por la fiebre aftosa. Pero, aunque no surjan enfermedades, las exigencias que han de cumplir los exportadores de carne de caza son extremadamente complicadas. “En estos momentos solo tenemos dos productores certificados para la exportación a la Unión Europea”, explica Louw Hoffman, director del Departamento de Ciencia Animal de la Universidad de Stellenbosch y uno de los más importantes expertos en cría de animales salvajes de Sudáfrica.
En el catálogo de requisitos que hay que cumplir para obtener una certificación de la Unión Europea se describe con absoluta precisión cada detalle del sacrificio, desangrado, eviscerado y elaboración de la carne. Se especifica incluso el procedimiento para desinfectar los cuchillos y las características de la plataforma de los todoterrenos para el transporte de los animales muertos. Además más, para que se pueda conceder la certificación cada uno de estos puntos concretos debe ser verificado por las instancias administrativas competentes.
“El despliegue burocrático es tan inmenso y enrevesado que a los rancheros prácticamente no les merece la pena llevar a cabo todo el proceso”, explica Karel Landman. “Los requisitos de higiene que ha de satisfacer la carnicería no suponen realmente ningún problema. Pero, no obstante, ¿por qué tengo que enterrar los restos de carne en lugar de dejárselos a los buitres?”
Landman mira al cielo, sobre él vuelan en círculos un par de carroñeros esperando a que termine el turno de la carnicería, porque entonces siempre hay algo que comer.