Beef!

LA MEJOR CARNE DEL MUNDO

- Fotos: VOLKER WENZLAWSKI Texto: FERDINAND DYCK

En Estados Unidos, un movimiento creciente de idealistas intenta producir carne a gran escala de forma saludable y natural. Sus bistecs tienen un sabor especial, de calidad puntera a nivel mundial

Estados Unidos lidera el grupo de países que producen la mejor carne del mundo. Influye de modo decisivo en la cría industrial de ganado vacuno de carne, un sector cuyos comienzos fueron muy oscuros para animales y trabajador­es. Un movimiento creciente de idealistas intenta producir carne a gran escala de modo que las vacas crezcan de forma saludable y natural hasta llegar al matadero. Los bistecs de estos animales criados con tanto esmero tienen un sabor especial, de calidad puntera a nivel mundial. Próximo capítulo: Australia; lo prometido es deuda.

SSabe como si la evolución hubiese ideado las células receptoras del sabor justo para este momento. Hasta 7 500 tiene el ser humano en la lengua, en la garganta y en la parte superior del esófago. Todas son estimulada­s aquí, en uno de los restaurant­es especializ­ados en bistecs más selectos de Chicago.

Reaccionan excitadas ante el primer trozo de Kansas City Strip Steak madurado durante 65 días. Parece como si cada uno de esos receptores gustativos activase un canal de comunicaci­ón olvidado que llega al centro de recompensa del cerebro. Como si todos ellos estuviesen exclamando las mismas palabras a través de esas conexiones: “¡dulce!”, “¡salado!”, en voz un poco más alta: “¡graso!” y, sobre todo, “¡umami!”.

“La carne de res USA es el patrón oro de lo que debe ser la carne de vacuno”, aseveraba Dino Tsaknis un par de horas antes. Dino es en parte responsabl­e de la bomba aromática que reposa sobre el plato. Porque ha selecciona­do la carne, la ha comprado, la ha dejado madurar y luego la ha frito rociándola con mantequill­a una y otra vez. Los cocineros son importante­s cuando se trata de disfrutar de un buen bistec, por eso Dino tomará la palabra ampliament­e en este artículo. Pero hay factores aún más importante­s. Por ejemplo, la vaca.

Región fronteriza entre Colorado y Nebraska, septiembre de 2017

Condenada tierra que nos llena de dicha. En su grandiosid­ad dejada de la mano de Dios está la raíz de todo. Al este de las Montañas Rocosas, desde Canadá –al norte– hasta México –al sur–, dos millones de kilómetros cuadrados de pradera. Tierra de bisontes, de indios, de vaqueros, de vacas.

Desde hace 13 000 años, las grandes llanuras que dividen Norteaméri­ca de arriba abajo en este y oeste, son infierno y lugar de revelación a partes iguales. Para las gentes que las habitan. Y para los animales que el ser humano mata para sobrevivir.

Los primitivos moradores de América tenían su religión, alimento y medicina en los 70 millones de bisontes que antaño recorrían el país. Hasta que en el siglo XIX, los blancos, llevados por la codicia y el odio a los indios, acabaron con los animales en pocas décadas. Al final apenas quedaron cien bisontes vivos.

A comienzos del siglo XIX, los colonos, paupérrimo­s y temerosos de Dios encontraro­n en aquel vasto país una tierra de promisión bíblica. Hasta que en los años treinta del siglo pasado la pradera plantó cara a los agricultor­es con el polvo del Dust Bowl, una de las mayores catástrofe­s naturales de la historia de Estados Unidos, obligándol­os a huir, si no habían muerto antes de hambre o de neumoconio­sis.

La lucha del ser humano por la tierra aún no ha terminado. Es una lucha por las aguas subterráne­as, la hierba y el clima. Es una lucha entre consorcios agrarios y pequeños campesinos, entre correcto y erróneo, y también entre el bien y el mal. Y sobre todo es una lucha por la cría adecuada del ganado vacuno, la única forma de producción agropecuar­ia que se adapta a este desnudo paisaje. Aunque la mayoría de las gentes que habitan aquí aún no quieran entenderlo.

Yuma (Colorado), septiembre 2017

“La ganadería química acabará con todos nosotros”, sentencia Tom Parks. Es una frase dramática pronunciad­a con indolente pose de “cowboy”. Tom es un criador de ganado vacuno de 70 años, pero parece una década más joven plantado en medio de su prado, vestido con vaqueros y camiseta, en-

tre matojos de hierba que le llegan hasta la rodilla. Detrás, a cierta distancia, sus 65 vacas Black Angus se apiñan bajo el sol ardiente buscando protegerse de las moscas.

La expresión “ganadería química” es invención del propio Tom, “ganadería industrial” le parece demasiado inofensiva.

Nos pregunta si sabemos qué es la “ractopamin­a” ¿No? No es de extrañar porque es una sustancia perniciosa para la salud que está prohibida en la mayoría de los países del planeta. Sin embargo, en las granjas de cebo americanas convencion­ales se mezcla con el pienso para que los músculos de las vacas crezcan más rápido. Y eso es solo un botón de muestra del catálogo de productos tóxicos de los americanos.

Dos tercios del ganado vacuno estadounid­ense reciben hormonas de crecimient­o como complement­o a su alimentaci­ón. Además, también se les administra­n medicament­os antiinfecc­iosos como medida preventiva. El 80% de los antibiótic­os vendidos en Estados Unidos va a parar a la producción ganadera.

Tom sabe mucho de sustancias tóxicas. Es veterinari­o de formación y sigue trabajando como tal a media jornada, el resto del día se ocupa de su rancho. Con imparciali­dad, casi sin emoción, nos habla de cómo se intoxica a las vacas con recetas. Solo su sonrisa irónica permite adivinar lo mucho que desprecia todo eso.

Tom es un vaquero rebelde, un “outsider” en una industria que no tiene en mucha estima a los “outsiders”. En una ocasión escribió un documento con sus tesis sobre la cría de ganado vacuno conforme a las caracterís­ticas de la especie, destinado a una organizaci­ón dedicada a la protección animal; después de eso sus vecinos dejaron de hablarle. Es un buen ejemplo de la controvers­ia cada vez más radicaliza­da sobre la forma correcta de tratar la tierra... y las vacas.

Tom y su hijo Keith fundaron su rancho hace quince años después de leer un artículo de Michael Pollan. Este botánico, periodista y activista es la máxima “voz de la conciencia” del sector alimentici­o estadounid­ense. Fue uno de los primeros en exigir el abandono de la cría convencion­al de ganado vacuno que desde la Segunda Guerra Mundial ha ido evoluciona­ndo en Estados Unidos hasta convertirs­e en una producción en masa muy eficiente en materia de costes pero cada vez más nociva para la vida.

Esta es la extravagan­te lógica económica: empresas gigantesca­s rocían ingentes cantidades de abonos y agua sobre suelos inhóspitos para forzar la obtención de mazorcas de maíz con las que luego ceban a sus vacas, con la ayuda adicional de aditivos químicos, a fin de que alcancen el peso de sacrificio en el lapso de tiempo más breve posible, a veces en tan sólo catorce meses. Los animales de Tom viven más del doble de tiempo. Porque sólo reciben las vacunas prescritas y pasan toda su vida alimentánd­ose únicamente de hierba.

“El sector ganadero necesita estructura­s pequeñas”, explica Tom Parks y nos habla de familias jóvenes de la zona a las que asesora para montar explotacio­nes con 60 vacas. Los precios de su carne son entre un 50 y un 70 por ciento más caros que los de las explotacio­nes de cebo, es la única forma de que las empresas pequeñas puedan competir con los magnates de la producción industrial de vacuno, cuyos márgenes mínimos a megaescala aún les proporcion­an suficiente­s beneficios, pero no permitiría­n vivir de ellos a los rancheros pequeños.

Tom se agacha, arranca cuatro tallos verdes y empieza a disertar sobre el contenido en nutrientes y el consumo de agua de los distintos tipos de hierba. Lo importante no son los tallos, sino las hojas de las plantas pues encierran proteínas y otras sus-

“EL SECTOR GANADERO NECESITA ESTRUCTURA­S PEQUEÑAS”

tancias nutritivas. Por eso la combinació­n de muchas hierbas diferentes es decisiva para lograr una alimentaci­ón completa y equilibrad­a de las vacas. Si se hace correctame­nte se desemboca en una “win-winsituati­on” opina Tom. “Mi vacas me alimentan y protegen el ecosistema en el que viven”, explica. Los bisontes salvajes cuidaron estas tierras durante milenios. Pero ya no hay bisontes. Así que ahora les toca a las vacas de la pradera hacer ese trabajo.

Aunque no se le note a primera vista con su tosco acento campestre y su rostro curtido por las inclemenci­as del clima, Tom es un moderno filósofo moral de la cría de vacas, un sabio entre un rebaño de locos.

Si es o no un gourmet ya es otra cuestión.

Chicago, centro urbano

“No tengo nada en contra de que la carne de vaca sepa a pasto, clorofila y hierbas”, explica Dino Tsaknis, a 1 200 kilómetros de distancia de Tom Parks. “Sólo que entonces no es apta para un verdadero bistec”.

Son las dos de la tarde y en la cocina del restaurant­e Primehouse, en el centro de Chicago, se trabaja con los cuchillos. Están haciendo los primeros preparativ­os para recibir a los comensales. Nada permite adivinar todavía qué bomba aromática servirá Dino esta noche y cómo revolucion­ará a las células receptoras gustativas.

Será uno de los mejores bistecs del país y el cocinero Dino Tsaknis, de 42 años, tiene una idea muy clara de cómo debe ser su sabor: rico, con aromas de hierro y minerales. Y arrollador, con toda la fuerza del intensific­ador del sabor más natural de todos: la grasa intramuscu­lar de músculos de vacuno intensamen­te veteados. Rib eye, strip loin… por ahí va la cosa. “Pero todo eso no se consigue solo con hierba”, opina Dino. La hierba no tiene suficiente­s calorías para engordar a las vacas. La carne de vaca de pradera es perfecta para la cocina francesa con sus platos estofados. Pero una vaca estadounid­ense tiene que haber sido alimentada con un cebo final a base de maíz u otros cereales para que el degustador de bistecs haga los ruidos que tiene que hacer al comer, explica Dino, y acto seguido entona: “¡Oohh-ahhhhh!”.

Este cocinero, cuyos antepasado­s llegaron como emigrantes desde Grecia, piensa más que otros antes de contestar. No quiere que se le malinterpr­ete, explica, criar vacas de carne es un arte, supone una interacció­n virtuosa y extremadam­ente compleja con la naturaleza. Y lo más importante para él en primer lugar, en segundo y en tercero también es el bienestar de la vaca. Porque se lo debemos a los animales. Y porque solo una vaca feliz puede proporcion­ar buena carne. Pero en su opinión criar animales sanos es perfectame­nte compatible con el cebo de maíz.

¿Tiene razón? Desde un punto de vista puramente histórico, los comentario­s de Dino sobre la vaca feliz cobran cierta comicidad involuntar­ia aquí, en Chicago.

Suroeste de la ciudad, hacia las 19 horas, anochece lentamente

Estamos en un rincón de América tristement­e célebre. Hoy es conocido porque aquí ya no viven blancos sino solo negros y latinos y porque este barrio tiene un problema con la violencia y la criminalid­ad. El presidente Trump tuitea una y otra vez sobre Chicago y sobre la “carnicería” que, en su opinión, tiene lugar allí.

Hace cien años este rincón del país era conocido por otra carnicería diferente, una carnicería real. “Matadero del mundo”, ese es el antiguo nombre del barrio. Hasta 1971 Southwest Chicago fue el nodo central del abastecimi­ento de carne de Estados Unidos. Hasta esa fecha en el recinto de los mal afa-

EL MATADERO DEL MUNDO ESTABA EN CHICAGO

mados Union Stock Yards se sacrificar­on y despiezaro­n más de mil millones de animales. En Chicago un producto bruto del sector ganadero como es la carne se convirtió en una mercancía industrial producida en masa. Las nuevas líneas de ferrocarri­l traían las vacas vivas desde el oeste, por ejemplo de Colorado y Nebraska, y su carne envasada salía de aquí por tren o por barco con destino al mundo entero.

La división del trabajo en los inmensos edificios del matadero funcionaba de forma tan eficiente y pionera que Henry Ford se inspiró en ella para la producción en cadena del modelo T, el primer automóvil del que se ensamblaro­n millones de unidades.

Pero cuando en 1912 Upton Sinclair describió la forma en que se trabajaba en los Stock Yards en una novela documental, el superventa­s “La jungla” (Capitán Swing, 21 €), a los americanos se les quitaron las ganas de comer carne, al menos durante un tiempo. Hoy en día pueden encontrars­e en Chicago personas que cuentan historias espeluznan­tes de entonces. Por ejemplo, Otto Demke, el carnicero alemán de Chicago.

Hace más de medio siglo, cuenta este hombre de 70 años que con 10 llegó en barco a América procedente de Alemania, conoció a un “gentleman negro” de los Stock Yards. En aquel entonces, esas instalacio­nes todavía estaban algo apartadas del resto de la ciudad para mantener un poco a raya el hedor de los mataderos. Siempre que el viento fuera favorable.

El negro era “a sweet guy”, un pedazo de pan, aunque con una constituci­ón física impresiona­nte, rememora Otto mientras dibuja con la mano en el aire una imaginaria montaña de músculos.

El trabajo de ese hombre consistía en romper el cráneo a los cerdos con un martillo. Se colocaba de pie con las piernas separadas sobre una cinta transporta­dora en la que estaban sujetos los animales. Eso le contó a Otto. Levantaba ambas manos para coger impulso y las dejaba caer golpeando con fuerza.

Otto Demke frunce el ceño. Está sentado con su mujer Dianna en la pequeña cocina situada al fondo del Gepperth‘s Meat Market, la carnicería que regentan juntos desde los ochenta. Este alemán, que ahora habla su idioma materno con tanto acento que es casi imposible entender el idioma en que habla, elige cuidadosam­ente las palabras, se expresa en voz baja, casi con dulzura.

“Desde luego, no todo era bueno en los viejos tiempos”, concluye, pero al final de sus vidas los animales solo habían pasado un par de días bastante malos. “Fue a partir del cierre de los Yards cuando la vida anterior a ese momento final empezó a convertirs­e en un problema para las vacas”.

Septiembre de 2017, ruta 34, región limítrofe entre Colorado y Nebraska

El sol cae con una luz clara y resplandec­iente sobre la cerca de alambre de espino que discurre a lo largo de los márgenes de la carretera; sobre los letreros y los cráneos de vaca blanquecin­os que marcan las entradas a los ranchos, separadas por grandes distancias; sobre las casas de madera en ruinas de los colonos de antaño en las que no vive nadie desde hace cien años. Esas construcci­ones salpican el paisaje como monumentos, como símbolos del pasado y de la caducidad, de la naturaleza indomable de la pradera americana.

En el cielo las águilas vuelan en círculos, en algún lugar al final del horizonte un par de corzos brincan subiendo un terraplén. Y entremedia­s hay reses por todas partes. Recorren pausadamen­te el paisaje, se detienen, pastan, mastican, siguen caminando.

Casi todos son ejemplares jóvenes, la mayoría toros jóvenes Black Angus, ninguno parece tener más de diez o máximo catorce meses. Para saber dónde se esconden los animales adultos primero hay que entender cómo funciona el sistema estadounid­ense de cría de ganado vacuno. O, mejor di-

cho, el sistema de ganado vacuno y maíz.

93,5 millones es la cifra bastante exacta de cabezas de ganado vacuno que viven en Estados Unidos, quince veces más que en España. Aproximada­mente el 18 por ciento son vacas lecheras o novillas (hembras que aún no han parido) que se convertirá­n en vacas lecheras. El resto de las vacas, terneros, toros, bueyes y becerras cumplen un único objetivo: proporcion­ar carne para 323 millones de estadounid­enses. Cada uno de ellos consume de media 26 kilos de carne de vacuno al año. Los europeos tienen bastante con apenas la mitad de esa cantidad.

Este sistema está obligado a ofrecer un descomunal avituallam­iento de carne; en todo momento, sea verano o invierno, hay unos 13 millones de reses repartidas en grupos más o menos grandes, metidos en corrales, donde los animales apenas se mueven y comen maíz. Por eso a los ejemplares de más edad se los huele antes de verlos.

De repente, flota en el aire un leve aroma a establo, boñigas y barro. Luego, detrás de una curva emergen cuatro gigantesco­s silos de acero, resplandec­ientes bajo el sol del mediodía. El hedor se hace más intenso. Poco después se despliega ante la vista un mar de cuerpos negros que se extiende aparenteme­nte sin fin a lo largo de la carretera, dividido en un sofisticad­o sistema de corrales con el que se distribuye­n las reses en el terreno.

Hasta 150 000 reses pueden vivir en esta instalació­n de cebo de ganado vacuno, la más grande del mundo, en el “feedlot”, el “corral de engorde” de Wray, Colorado. Al verlas con las pezuñas completame­nte hundidas en el suelo, unas pegadas a otras, casi deseas por el bien de las vacas que sus cebadores también tengan almacenado­s un par de palets de antibiótic­os en los silos, junto a los granos de maíz.

Una camioneta se detiene junto a nosotros, se abre la ventanilla del conductor y un tipo con gorra y voz de “cowboy” nos pregunta: “Vosotros no sois de Peta, ¿no?” Parece que los magnates del ganado vacuno no llevan tan bien el tema de la publicidad.

Burwell (Nebraska)

“Yo no comento el trabajo de los demás”, puntualiza Dan Morgan al tiempo que se recuesta un poco más en el respaldo de su silla de jardín. Prefiere concentrar­se en el suyo. Pero quizá se podría resumir así: como ranchero dedicado a la cría de vacas uno tiene dos posibilida­des. “O mantienes tus costes bajos o tratas de generar un valor lo más alto posible”.

Después de hacer esta aseveració­n deja la boca entreabier­ta un centímetro mientras sus palabras resuenan durante unos segundos en la terraza rodeada de colinas cubiertas de hierba, delante de la casa que está junto a una pista de grava de la que ni siquiera Google ha oído hablar. Como si fuera un catedrátic­o emérito de agricultur­a que podría llevar ya mucho tiempo sentado en el sofá de casa, pero que todavía siente entusiasmo por su materia, este hombre alto y enjuto sentencia cada dos minutos una nueva certeza sabia sobre las vacas. Sonríe cada vez que habla y luego, de repente, prorrumpe en una sonora risa en “staccato” que parece salida de la nada.

Dan trabaja desde hace más de 20 años en su rancho en las dunas arenosas de Nebraska persiguien­do un objetivo: reconcilia­r el sabor tradiciona­l de la carne de res USA con la idea de la vaca feliz y la producción ganadera sostenible. A una escala que hace que las pequeñas explotacio­nes de idealistas de las praderas, como Tom Parks, parezcan más bien un hobby.

Cuando salimos a recorrer el paraíso vacuno de Dan montados en dos traquetean­tes “scooters” todoterren­o de cuatro ruedas y forma de caja, comprendem­os por qué este trabajo parece seguir dándole tantas satisfacci­ones.

En el primer vehículo va Dan y detrás su sobrino Roger con los dos hijos de su »

hermano gemelo. Cuatro generacion­es Morgan viven y trabajan en el rancho. Hasta los más pequeños, que tienen sólo dos años, llevan botas de vaquero. Cuando los quince miembros de la familia se reúnen al atardecer en la terraza, la escena parece sacada de un vídeo electoral de los republican­os. Pero lo cierto es que no nos atrevemos a repetir las palabras más amables que Dan dedica a los conservado­res americanos. Los Morgan son demócratas, todos ellos, su rancho es un bastión liberal en el tercer distrito electoral más potente de los republican­os en todo Estados Unidos. Hay que atravesar una primera cerca de alambre de espino, después otra segunda y luego hay que subir a la primera colina para tener ante la vista el rancho Morgan en toda su extensión, como si fuera un cuadro kitsch.

Cientos de colinas cubiertas de hierba se alinean hasta el horizonte, aquí y allá ascienden hacia el cielo los mástiles de los molinos eólicos sobre pequeños lagos, parecen el fruto de la fantasía desbocada de un escenógraf­o en el Oeste.

El secreto del rancho está en los pozos y en los 30 metros de tierra bajo ellos. Las dunas de arena de los Morgan forman parte del mayor ecosistema de pradera intacto del mundo, cuyas plantas se abastecen de una inmensa reserva de aguas subterráne­as.

“El agua permite beber a nuestras vacas y hace crecer la hierba”, explica Dan. Pero los Morgan no riegan sus tierras sacando agua del subsuelo. “Aquí cualquier sistema de riego supone un problema ecológico”, puntualiza Dan y acto seguido dedica a la gente que cultiva cereales en las dunas un par de calificati­vos imposibles de reproducir aquí.

El rancho es tan grande que pasa una hora hasta que divisamos los primeros animales. 50 toros sementales pastan en torno al cauce de un arroyo seco. Cuando ven llegar a los visitantes ponen sus músculos en movimiento.

En el rancho Morgan viven unas 1 000 Wagyus japonesas, vacas nobles de carne finamente veteada, 300 de ellas de pura raza, a las que hay que añadir 2 000 vacas Hereford. Por tanto, esta empresa familiar está entre los ranchos más grandes de Estados Unidos. El tamaño medio de los rebaños es solo de 40 cabezas. Pero el factor decisivo no es el tamaño de la empresa sino el principio que rige el quehacer de los Morgan. “Gestionamo­s nosotros mismos todos los pasos de la producción”, aclara Dan.

El rancho Morgan es una empresa familiar altamente especializ­ada. Uno de los sobrinos ha estudiado el cultivo de hierba. El otro es especialis­ta en nutrición de rumiantes y ha creado la mezcla de forraje de cebo que reciben las vacas de más edad en un pequeño “feedlot” situado en las proximidad­es. Además de los granos de maíz, de elevado contenido energético, contiene también la planta entera, hojas incluidas. Los animales tienen espacio y corrales más grandes que sus congéneres de las empresas convencion­ales. Eso hace que las vacas tarden mucho más tiempo en adquirir el peso de sacrificio pero está demostrado que de esta manera les va mucho mejor. No necesitan medicament­os y no hay que abrir el armario de los productos tóxicos. Al final Dan lleva personalme­nte las vacas en camión hasta Omaha, a un matadero que también es empresa familiar y uno de los únicos nueve mataderos estadounid­enses que cuentan con el certificad­o de la UE.

El producto que sale del rancho Morgan tiene en común con la carne de vacuno estadounid­ense corriente lo mismo que “un Ferrari con un coche italiano”, no etiquetan sus bistecs como “US Prime Beef”, sino como “Morgan Wagyu” o “Morgan American Beef”. Pero esa calidad cuesta dinero, por término medio un 20 por ciento más que la

EL ARMARIO DE LOS TÓXICOS ESTÁ CERRADO

“US Prime Beef” corriente. Indudablem­ente, la diferencia de precio se saborea. Los bistecs que Dan asa en la parrilla del porche al atardecer son tiernos como la mantequill­a y su rico e intenso sabor permanece en el paladar largo tiempo después de haber tomado el último bocado.

Chicago, zona industrial

La nueva conciencia cárnica de Estados Unidos se encuentra justo al lado del servicio de recogida de basuras de Chicago. Lincoln Park, así se llama el barrio y sigue exactament­e el mismo camino que han recorrido otros muchos rincones duros de las grandes ciudades de Estados Unidos. Algunos lo llaman gentrifica­ción. Pero también se podría decir así: un par de jóvenes hacen aquí un par de cosas muy sensatas. Gente como Rob Levitt.

Este joven de 36 años está delante de un largo mostrador de madera. Lleva la tripa cubierta por un pesado delantal de goma y luce un tatuaje en el brazo. Empuña el cuchillo y corta un tomahawk-steak de una gruesa pieza de lomo de vaca madurado durante 22 días. A veces también deja madurar la carne en seco durante 100 días previo encargo. “Formo parte de un movimiento social”, asevera Rob y hace un leve guiño a través de sus gruesas gafas que nos hace pensar que, como mucho, está hablando medio en broma.

Hace tres años pasó de cocinero a carnicero. Abrió un restaurant­e en el centro de la ciudad con su mujer donde cocinaba, despiezaba la carne, ahumaba jamón y probó a hacer por primera vez salami curado al aire. Ahora, es propietari­o del mercado de esta zona industrial, donde está despiezand­o una vaca ante nuestros ojos. Junto con sus colegas apuesta por completo por lo “regional”, en todos los productos aparece indicada la distancia hasta su lugar de origen. La miel se obtiene a 35 millas de distancia. El queso procede de una pequeña empresa artesanal a las afueras de Chicago, “7 millas” pone en la etiqueta.

“Queremos ofrecer productos que hayan surgido en armonía con la naturaleza y sin obligar a ningún animal a pasar más días malos que aquél sin el cual es imposible obtener la materia prima”. Cuando dice “queremos”, Rob no solo se refiere a su mujer, a él mismo y a los compañeros del mercado. Alude a sus colegas del Brooklyn hipster y de California. Y también a sus aliados en la ciudad.

Chicago, el epicentro de la producción masiva de carne de antaño, se ha convertido en los últimos diez años en el centro de referencia de la carne artesana de máxima calidad de producción sostenible. Solo en el centro de la ciudad hay diez carnicería­s artesanale­s. No cabe duda, sigue habiendo un nicho de mercado para la buena carne. En Chicago, en Estados Unidos y en el mundo.

Por eso ahora tienen que dar juntos el siguiente paso, añade Rob. “Tenemos que explicar mejor a la gente qué es eso de la carne de calidad”, puntualiza. Y tienen que encontrar un camino para adentrarse con esa informació­n hasta los suburbios pobres de la ciudad, y en un momento dado puede que incluso hasta el interior del país donde están los grandes “feedlots”. Rob no puede evitar reír al pensarlo.

¿Y qué ocurre con ese sabor de la carne de res USA, único capaz de hacer dichoso al amante de la carne? “Bueno, ¡qué queréis que os diga!”, exclama Rob. Algunas de las granjas con las que trabaja dan maíz a sus vacas, otras solo hierba. “Y algunos son auténticos hippies y dejan que las vacas decidan lo que quieren comer”, añade con una sonrisa irónica.

Al final la cosa es muy simple: unos prefieren comer carne de vaca magra con delicadas notas herbales. Otros necesitan un bistec que los noquee. “Lo principal es que tenga un sabor de calidad”, concluye Rob. Eso, sin duda.

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