INSECTOS
Los insectos forman parte de la dieta de uno de cada cuatro habitantes del planeta… y puede que pronto de la tuya. Ya hay empresas emergentes que se abren paso en el mercado europeo comercializando proteínas en polvo procedentes de gusanos y langostas. Ad
La granja de insectos más moderna del mundo se encuentra en Tailandia. Acompáñanos a visitarla.
Hora de comer en el mayor piso compartido de Asia: siete millones de bocas hambrientas piden ser saciadas. Un hombre joven que se protege la boca y la nariz con una mascarilla camina entre estanterías de varios metros de altura empujando un contenedor con ruedas en el que se apilan finas bandejas de plástico. El lugar es oscuro y polvoriento, el trabajador va acompañado por una colega, ambos sudan mientras se inclinan entre las estanterías y empiezan a repartir las bandejitas que contienen un preparado a base de soja, arroz y harina de pescado. Las meten en unos cajones de plástico azules, aproximadamente de un metro de ancho, en cuyo interior se oye pulular y crepitar. “Aquí está vuestra comida”, susurra la mujer, “¡ahora haced el favor de poner muchos huevos!” Un ruido estridente y uniforme llena el aire de esta nave de ocho metros de altura, como si miles de violines tocaran incesantemente la banda sonora de Pero no son violines, sino el sonido que emiten más de siete millones de langostas que habitan en las estanterías del Cricket Lab, en el norte de Tailandia, un cajón tras otro, seis hileras superpuestas, dieciocho estanterías pegadas unas a otras. Aquí viven más animales que habitantes tiene Bangkok, la capital. Pero esto es solo el punto de partida de un gran plan que un día saciará a la población de todo el planeta. Actualmente esta es la mayor granja de insectos del continente, una de las más grandes del mundo y quizá la más moderna de todas.
“La llamamos ‘la colonia’”, explica Nicolas Bery, un musculado francés al final de la treintena, mientras nos enseña su fábrica, “la cría de estos animales funciona a las mil maravillas. Hemos conseguido cuadruplicar nuestra producción en tan solo un año”. Hace cuatro años este empresario y aventurero fundó con dos socios una empresa emergente que tiene como propósito nada menos que llevar a cabo una revolución: el Cricket Lab quiere comercializar insectos a gran escala »
En cada cajón de plástico viven 15.000 langostas que se cosechan cada cuatro semanas
en el mercado mundial. Lo que empezó como un proyecto de Kickstarter se ha convertido en una red con presencia en cuatro países, estrategia de marketing e inversiones millonarias. El corazón de la empresa se encuentra a las afueras de Chiang Mai, la segunda ciudad más grande de Tailandia, cerca de la frontera con Birmania. Allí se crían, cosechan y convierten en polvo fundamentalmente langostas de antenas largas. Gran parte de la mercancía se embarca rumbo a Europa donde ya es posible adquirirla en algunos supermercados, en forma de barritas energéticas, crackers proteínicos y harina de grillos. Si nos atenemos a lo que cuentan Bery y los cofundadores del proyecto, esto solo es el comienzo. “El mundo ha cambiado”, se lee en la página web de la empresa, el cambio climático y la superpoblación requieren buscar nuevos caminos a la hora de obtener alimentos. La proteína animal procedente de insectos es una solución, se puede producir en todo el planeta de forma eficiente y respetuosa con el medio ambiente bajo determinadas condiciones técnicas.
Es cierto que hoy en día estos bichos ya forman parte de la dieta habitual de dos mil millones de personas: en África y Sudamérica las termitas, los escarabajos y las larvas de hormigas se consideran una exquisitez, muchos japoneses adoran las cigarras fritas y en zonas rurales de Tailandia a la gente le gusta comer coleópteros acuáticos y chinches gigantes. Pero se consumen sobre todo como piscolabis o acompañamiento, la gente sigue saciándose con arroz, maíz, pan o carne de animales más grandes. Los insectos son pequeños, se recolectan en el entorno natural o se crían en pequeñas cantidades, casi siempre como segunda fuente de ingresos de los agricultores. Y precisamente eso es lo que se han propuesto cambiar Cricket Lab y otros proyectos similares de Canadá, Estados Unidos y Suiza: su objetivo es la cría de gusanos y grillos a gran escala y el procesamiento de los animales para obtener una materia prima que se pueda emplear en la elaboración de muchos productos finales diferentes, algo parecido a lo que ocurre con la soja o la harina de pescado.
Por eso los empleados de la fábrica de Chiang Mai siguen caminos radicalmente nuevos a la hora de criar insectos. La instalación se puso en funcionamiento a comienzos de 2018, los métodos de trabajo se documentan con precisión y se mejoran constantemente. Allí donde al principio sólo había un par de cajas hoy se apilan más de 800 cajones en estantes que llegan hasta el techo. En cada uno de ellos viven unos 15.000 animales, sus viviendas son cartones de huevos vacíos acoplados entre sí como en las construcciones prefabricadas. En su interior las langostas domésticas se arrastran revueltas unas con otras sin objetivo aparente, anidan en las profundidades del cartón, bullen hacia la superficie para aparearse y se abalanzan sobre las bandejas de comida o las fibras de coco remojadas que colocan los dos empleados sobre los cajones. Al cabo de aproximadamente una hora ya han suministrado alimento a una parte de los animales y ya pueden cosechar el resto.
Un par de scooters se detienen delante de la fábrica, situada junto a una de las grandes arterias de salida de Chiang Mai, cuatro empleados más entran en el edificio y se ponen guantes y mascarillas. Sacan los cajones llenos de insectos de la estantería a la que no se ha alimentado hoy y los llevan a una nave vecina donde hay un contenedor clasificatorio plano tan grande como dos mesas de billar. Vuelcan con brío el contenido de cada cajón en el contenedor, los cartones de huevos caen sobre la rejilla del fondo y cientos de animales ruedan revueltos unos con otros. Una nube de polvo de alimento y porquería envuelve a los trabajadores que ahora golpean entre sí los cartones con mucho cuidado para que caigan todos los animales. Una vez vacíos, los cartones se apilan para después venderlos a los campesinos que los utilizan para llevar los huevos de sus gallinas al mercado.
Pasan casi dos horas vaciando un cajón tras otro sobre la instalación de clasificación que ofrece una estampa que parece sacada de una película de aven
turas en la jungla: una alfombra de color marrón grisáceo compuesta por cientos de miles de animales vagando sin rumbo que acaban deslizándose lentamente por una pendiente donde un empleado los espera con una pala. Mete las langostas en un cubo, las pesa y luego las echa en una bolsa de plástico transparente tan grande como un paquete de cereales de desayuno tamaño
familiar. A continuación cierra por soldadura la bolsa –que se nota templada y bullente al tacto– y la coloca con docenas de otras bolsas dentro de un gran arcón frigorífico. A menos 25 grados el cerebro de las langostas pasa rápidamente al modo hibernación, los animales se duermen, pierden el conocimiento y se congelan. Al cabo de una hora ya no se mueve nada dentro de las bolsas de plástico. Cuando trabajan a pleno rendimiento los empleados del Cricket Lab cosechan tres toneladas y media de langostas al mes, lo que equivale a casi un cuarto de millón de ejemplares diarios.
¿Qué se siente al matar tantos animales cada día? Lo cierto es que las personas que controlan este proceso no tienen formación como matarifes, son jóvenes, algunos han estudiado agronomía, otros son operarios auxiliares. ¿Tienen mala conciencia? “Si fueran animales más grandes puede que sí”, explica una empleada. “Pero, al fin y al cabo, los seres humanos tenemos que comer algo. ¡No podemos alimentarnos sólo a base de verduras!” No es la única que piensa así en Tailandia. Aproximadamente a una hora de coche del Cricket Lab encontramos el mercado de Lamphun, una espesura de carpas y puestos del tamaño de un campo de fútbol. Todos los días viajan hasta aquí gentes de toda la región para adquirir sus viandas. En las mesas de los vendedores hay chinches gigantes junto a ciempiés, gusanos de la harina y saltamontes. Larvas de avispa vivas se enroscan en sus nidos antes de acabar rehogadas en una cazuela y servidas como comida. Una mujer con un mandil empuña un cucharón y llena una bolsa con ensalada de langostas; son animales oscuros adultos de unos dos centímetros de largo. Fritas y aliñadas con salsa de soja y hojas de kratom son un piscolabis picante muy apreciado por los lugareños, perfecto para acompañar una cerveza por la noche delante del televisor. Tienen un sabor sala
do y terroso que recuerda al pan negro de centeno o a los boletus. Un matrimonio se lleva un paquete de gusanos de seda y langostas jóvenes. “Están muy ricos, los comemos a diario”, comentan y desaparecen entre el bullicio del mercado.
El negocio de los insectos permite vivir bien a la vendedora. Regenta su puesto desde hace 30 años y sabe cómo convencer a los clientes: “¡Comer por lo menos 20 gusanos de seda al día aumenta la inteligencia!, ríe como si no creyera en absoluto tales aseveraciones pero sabiendo que con ellas consigue que la gente compre sus productos. Los insectos resultan apetitosos, no están sucios ni aplastados. La vendedora los mete amorosamente en pequeñas bolsas de plástico que luego cierra con un nudo pero dejando dentro mucho aire para que lleguen intactos a casa, igual que una exquisitez de una feria de delicatessen.
Pero es inútil buscar harina de grillos en este mercado. ¿Barritas energéticas, pasta hecha con insectos, langostas como alimento saciante? En un primer momento la vendedora sacude la cabeza perpleja, luego recuerda que una vez vio un reportaje sobre el tema en la televisión. Dice que le parece una idea realmente interesante pero para desarrollar un proyecto así hace falta tener mucho dinero en la mano. Ella está satisfecha con los 9.000 bahts diarios, unos 250 euros, que consigue con sus ventas, es más de lo que ganan otros comerciantes.
Los criadores de insectos locales también están satisfechos con su negocio. 50 kilómetros más al norte hay una pequeña colonia de langostas que viven al aire libre. No están metidas en cajones apilados sino en piletas de cemento provistas de rejas y protección para la lluvia. Aquí también utilizan cartones de huevos acoplados como si fueran las planchas de un edificio prefabricado, aunque cada animal dispone de mucho más espacio que en el Cricket Lab. A la hora de la comida la campesina agarra el machete y trocea una calabaza, luego mete las rodajas en las piletas junto con mazorcas de maíz. Un minuto después la verdura se ha vuelto negra, cubierta por completo por los animales. “He aprendido el oficio de mi madre”, nos cuenta la criadora, “nuestra familia lleva más de 20 años en el negocio de los insectos”. Los escarabajos, las langostas y los gusanos son bocados muy populares en Tailandia desde hace siglos, pero antes casi siempre eran de “cosecha silvestre”, es decir, se recogían de los árboles y las matas de la selva. En los años 90 empezaron a aparecer las primeras granjas en las que se deja que los animales pongan huevos y se los sacrifica sistemáticamente al cabo de seis semanas, casi siempre ahogándolos. Este tipo de explotación se ha convertido en un negocio muy potente con unos 800 kilos de producción mensual. ¿Expandirse, exportar? “¿Para qué?”, responde la campesina, “nuestros productos tienen buena fama entre la población, producimos delicatessen, no mercancía en masa”. En el otro extremo del planeta hay un hombre que piensa de forma un tanto diferente. Radek Husek es un checo nervudo al final de la veintena que se frota los ojos un poco adormilado junto a su escritorio en la oficina de una empresa emergente en Kreuzberg. »
Pero en cuanto hablamos de insectos
se espabila por completo. Este antiguo estudiante de la London School of Economics es el segundo cofundador del Cricket Lab junto con Nicolas Bery y dirige desde Berlín el marketing y la venta de los productos. Fundó sus primeras empresas emergentes cuando solo era un adolescente y en 2013 tuvo una experiencia reveladora. En aquel entonces la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación publicó un informe titulado Edible Insects, en castellano “insectos comestibles”, que exponía detalladamente las posibilidades que se abrían para la alimentación del futuro. “La harina de grillos es la materia prima del futuro”, explica Husek, “no hay ninguna otra fuente de proteínas animales que se pueda producir de forma tan sostenible y eficiente. Miren esto” dice al tiempo que nos muestra los datos: para producir 100 gramos de proteínas de carne de vacuno se consume 2.000 veces más agua que para producir la misma cantidad de proteínas de insectos. Y la cantidad de gases de efecto invernadero que surge durante la producción de carne es 100.000 veces mayor.
A esto hay que añadir el bienestar animal que hace que la cría de insectos se encuentre en un estadio mucho más avanzado que la cría de ganado vacuno: “Los científicos dan por sentado que las langostas no
son capaces de sentir dolor”. Pero más importantes aún son las ventajas económicas: Husek señala un gráfico que muestra los costes de cría para obtener una determinada cantidad de proteína animal. La carne de vacuno requiere doce euros, los pollos seis euros y las langostas por ahora nueve euros. Pero está seguro de que ese importe bajará muy pronto hasta los cuatro euros en el Cricket Lab. ¿Por qué? Pues porque hemos tenido un siglo para optimizar la relación costes/beneficios de la cría industrial de pollos mientras que en el caso de los insectos acabamos de empezar. “Sé que parezco demasiado entusiasta”, comenta mientras presiona la
pantalla con el dedo “pero ¡para mí la cosa está tan clara!”.
De hecho este joven manager ya ha cosechado sus primeros éxitos. Desde que se puso en funcionamiento la fábrica de Chiang Mai a comienzos de 2018 el rendimiento mensual de la harina de insectos por cada cajón de plástico se ha multiplicado por cuatro. Gracias a técnicas como el secado por pulverización, la harina es cada vez más fina y firme y ya se puede emplear para hacer pan o en la producción de pasta.
Husek no espera que en el futuro los europeos se atiborren de escarabajos. Tampoco quiere prohibir comer carne a nadie: “Si uno se presenta como apóstol de la moral no tiene la más mínima oportunidad. No tenemos nada contra el consumo de carne, solamente queremos aportar más variedad y de esta forma prevenir futuros problemas alimentarios”.
El mundo de la política ya ha detectado este potencial: a comienzos de 2018 en Europa entró en vigor el nuevo reglamento novel food de la Unión Europea que permite el comercio con insectos. En países como Alemania, Holanda y Suiza existen ya cerca de una docena de empresas que procesan insectos o los crían a pequeña escala. Estos productos todavía espantan a muchos europeos pero antes o después la venta de harina de grillos podría experimentar un auténtico boom. Así que es muy posible que al final la fábrica de Chiang Mai se convierta en el modelo de una verdadera revolución.