Óscar Antonio Gonzalo
■ Hasta donde alcanza mi memoria, creo que aprendí a montar en bicicleta en mi pueblo, eso seguro. No tengo un recuerdo nítido de aquel momento que extravío y confundo en mi memoria con pasajes peregrinos de primos empujados por sus padres en aquellas antiguas motoretas en las que aprendías a mantener el equilibrio dando pedales de pie y tardabas un par de veranos más en poder sentarte en el sillín. Lo que sí recuerdo con nitidez son aquellos saltos que dábamos detrás del frontón con las californias algunos años más tarde, las carreras que hacíamos en las eras y los caballitos que nos marcábamos en la plaza del pueblo para impresionar a las chicas. En aquellos tiempos en los que no existían los cierres rápidos, las bicicletas venían todas con su llave multiusos y había parches en todas las gasolineras. Nosotros vivíamos pegados a nuestras bicis y pasabamos el rato subiendo y bajando la calle Mayor y haciendo derrapes frente a la puerta del ayuntamiento. Luego llegaron las bicis de montaña que todos llevábamos con esos horribles cuernos y el triángulo de herramientas cargado hasta los topes, en mi caso, de los trofeos ganados rompiendo palillos mondadientes con la escopeta de perdigones en las fiestas del pueblo. Y con estas ya hacíamos buenas kilometradas en los veranos aventurándonos en escapadas cargadas de anécdotas y buenos momentos.
Y ya de más mayor la de carretera, primero de aluminio que más tarde cambiamos por el carbono, y luego el grupo mecánico por el electrónico y ahora mi antigua bici por una con geometría más racional y con sillín antiprostático ¡jajaja! No recuerdo exactamente cuándo aprendí a montar en bici porque tengo la sensación de que llevo toda la vida dando pedales. Ahora bien, no os quepa duda de que de los que más disfruto es los que doy en el pueblo, con mis amigos de toda la vida.