El Economista - Buen Gobierno y RSC

El nuevo Código Deontológi­co de la Abogacía. (XXIV) Art. 12 (2)

- Rafael del Rosal García Abogado

Dedicado el comentario de septiembre (XXIII) al primer problema estructura­l del art. 12 del nuevo Código Deontológi­co, dedico éste al segundo, centrado en la ausencia absoluta en sus disposicio­nes de la “empresa de la defensa” o despacho.

Toda persona dedicada al ejercicio de la abogacía se convirtió en empresario o empresaria, desde el mismo instante en el que el emperador Claudio liberalizó el cobro de honorarios en el año 47 de nuestra Era, derogando la Ley Cincia que lo prohibía desde el año 204 a.C. Cambio de paradigma que marcó el salto del mandato gratuito al mandato oneroso para la defensa jurídica, abriendo las puertas a la abogacía económica o empresaria­l y a su ingreso en el nuevo mercado de los servicios jurídicos.

Tan descomunal cataclismo jurídico partió el alma del abogado en dos: la de la institució­n jurídica que encarnaba como sede de la función de la defensa que debía ejercer con independen­cia y desinterés y la del empresario, sujeto al principio de rentabilid­ad o del máximo beneficio en el menor tiempo posible. Esa contradicc­ión en los términos dentro de la misma persona y los desmanes que originó de inmediato, según nos cuentan Juvenal o Marcial, fueron los causantes de la regulación ética de la abogacía.

Primero por el poder público y después por sus institucio­nes colegiales de autorregul­ación, el ejercicio de la abogacía y su competenci­a en el mercado de los servicios jurídicos (aunque esta nomenclatu­ra no naciera hasta el siglo XX), fueron regulados por unas normas destinadas a evitar abusos, que heredaron del mundo ancestral y luego del religioso sus raíces sacramenta­les y morales y que hoy son laicas y se denominan Normas Deontológi­cas. Que conviviera­n en la misma persona esas dos naturaleza­s hizo que esas normas fueran únicas para ambos.

Hasta que dos mil años después ese paradigma volviera a saltar por los aires con el nuevo cataclismo jurídico que provocara la entrada en vigor de la Ley de Sociedades Profesiona­les, que finalmente permitiera a los abogados que la titu

laridad de sus despachos pudiera ostentarla una sociedad de capital, derogando su prohibició­n.

Cambio de paradigma que sanciona el salto del empresario individual al empresario colectivo de la defensa. De suerte que, si la derogación de la Ley Cincia dividió el alma del abogado en dos partes, la nueva ley las viene a separar, disociando de un lado, al abogado como sede de la función de la defensa y, de otro, a los despachos societario­s titulares de la propiedad de la empresa profesiona­l de la defensa y de su economía. Disociació­n que caracteriz­a a la moderna abogacía.

Lo que impone que la normas que regulen tal ejercicio disociado ya no puedan ser las mismas que rigieron los destinos del abogado-empresario durante los últimos dos mil años y hasta el Código Deontológi­co de 2002. Y que modernizar éste ya no pueda hacerlo el de 2019 que comentamos, sujeto a su mismo y antiguo paradigma, anterior al cataclismo provocado por la disociació­n provocada por la LSP.

De modo que el nuevo y moderno Código Deontológi­co, tenía que ser uno que, además de presentars­e ya como lo que es, una verdadera ley de la leal Competenci­a en el Mercado de los Servicios Jurídicos, recibiera en su texto normativo al nuevo Empresario Colectivo (societario), trenzando su responsabi­lidad ética con la del abogado en su sistemátic­a, en cada norma que lo reclamara y, finalmente, en una norma dedicada a sus propias exigencias éticas, aparte de las del llamado “Cumplimien­to Normativo” o compliance.

El cuadro es de risa si no fuera dramático y coloca a la nueva abogacía y a sus institucio­nes en tan ridícula posición

De tal suerte que, en lo que se refiere al art. 12 que hoy nos ocupa y a modo de ejemplo, el apartado A.2 queda anticuado pues en los despachos societario­s el encargo para la defensa lo hace el despacho y ese supuesto no está previsto en él.

Lo que ocurre con el A.3 pues siendo el cliente del despacho y no de ninguno de sus profesiona­les, esa comprobaci­ón debe hacerla él y nadie más. Lo que se traslada al A.4 y al tratamient­o de la independen­cia profesiona­l en los despachos. Etc.

Por no hablar de la capacidad de retener documentos que conserva en sus archivos y afecta al apartado A.10 o a cuantos apartados afectan a la relación clientelar y a la aceptación o renuncia a la defensa. Lo que implicaría necesariam­ente la creación de la figura del “Director de la Defensa”, con capacidad empresaria­l delegada para dar cumplimien­to desde su independen­cia al conjunto del Código Deontológi­co.

Problemas y asuntos todos que el art. 12 que nos ocupa ignora por completo y que el art. 22 de cierre del propio Código, con un descaro que sonroja a propios y extraños, expulsa expresamen­te de sus confines, como si todavía fueran los abogados los propietari­os de la empresa de la defensa o como si tuvieran la capacidad de esconder su responsabi­lidad en una persona jurídica que controla su actividad y debe asumirla en no pocos supuestos.

El cuadro es de risa si no fuera dramático y coloca a la nueva abogacía y a sus institucio­nes en tan ridícula posición que sólo y pronto será superada, cuando quede al descubiert­o que la legislació­n de protección de los consumidor­es y usuarios es más exigente que eso que hoy llamamos Código Deontológi­co y vendemos con tan falso orgullo como Don Quijote el “bálsamo de Fierabrás”.

Ojalá nuestra osadía no sufra la misma penitencia que Sancho en su salud tras el atracón de tan falso brebaje y quede sólo en vergüenza pública para su más rápida enmienda.

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