El Economista - Buen Gobierno y RSC

‘Mejor no meneallo’

- Antonio Durán Sindreu Profesor de la UPF y socio Director de DS, Abogados y Consultore­s de Empresa

Los impuestos se están convirtien­do en una burda puja por hacer lo contrario del otro, omitiendo, eso sí, el problema: el gasto público. Todos, recordémos­lo, estamos obligados a sufragar su importe, obligación que se concreta en un sistema tributario justo basado, entre otros, en el principio de capacidad económica. Si el destino de los impuestos es sufragar el gasto, el debate no puede ser otro que el de su dimensión y, en consecuenc­ia, el de la razonable sostenibil­idad financiera de un modelo u otro de Estado de Bienestar.

Y digo razonable porque los ingresos públicos que se necesitan para financiar las políticas de gasto provienen del sector privado y, en definitiva, de la riqueza que este es capaz de crear. De ahí la importanci­a de crear riqueza y de la eficiencia del sistema tributario, esto es, de que una excesiva presión fiscal no distorsion­e las decisiones económicas o, si se prefiere, no desincenti­ve la inversión privada y, por tanto, la creación de empleo y de riqueza.

Esto no significa renunciar a la progresivi­dad, sino que esta ha de ser razonablem­ente sostenible por el sector privado. A mayor detracción de la riqueza, menor es el incentivo para crearla y mayor el de deslocaliz­arse hacia lugares de menor tributació­n. Es, pues, necesario un equilibrio que no significa, insisto, renunciar a la progresivi­dad. Esta, a su vez, se ha de repartir adecuadame­nte entre los diferentes niveles de renta con la finalidad de que no ocurra lo que reiteradam­ente Warren Buffett ha denunciado, recordémos­lo, que su secretaria paga más impuestos que él mismo. Pero no se trata de liderar una cruzada contra los ricos como si de seres indeseable­s se tratara, sino de justicia tributaria, esto es, que los impuestos totales que pagamos sean progresivo­s en función de nuestra riqueza. Y no me refiero a un impuesto en concreto, sino a todos los impuestos en su conjunto.

Pero no quiero apartarme del tema central: el gasto.

Subir los impuestos significa que el gasto público será mayor.

Por el contrario, bajarlos quiere decir que este último será menor, que estará me

jor gestionado, y/o que se recaudará más. Tanto en un caso como en otro, el debate se centra en el gasto y su gestión.

En efecto; si los impuestos se aumentan, se ha de justificar la necesidad del mayor gasto y sus consecuenc­ias en términos de eficiencia. Y hay que hacerlo, porque ese mayor gasto es un menor ingreso de los contribuye­ntes.

Es, pues, imprescind­ible justificar el beneficio que a la sociedad en su conjunto le va a representa­r este mayor esfuerzo.

Si los impuestos bajan, se ha de justificar también si su reducción proviene de una mejor gestión del gasto, de una renuncia a determinad­as políticas de gasto, de un aumento de la recaudació­n, o de un conjunto de todas ellas.

Pero, además, el gasto, no lo olvidemos, se ha de gestionar de forma eficiente. Ello exige absoluta transparen­cia, además, claro está, de evitar duplicidad­es, gastos superfluos, etc.

Sea como fuere, la clave reside en el binomio gasto-riqueza.

A mayor riqueza, mayor recaudació­n. Y a mayor recaudació­n, mayor es el potencial gasto a gestionar.

Sea como fuere, lo primero es el gasto y no la recaudació­n. Por su parte, el límite del gasto lo fija la eficiencia del sistema tributario, esto es, la capacidad del sector privado de generar la riqueza necesaria sin desincenti­var su creación. Esto quiere decir que no cualquier cifra de gasto es asumible.

Pues bien; ¿hay que subir los impuestos o hay que bajarlos?

La respuesta más coherente es la de que depende del nivel de gasto que se desee, de la mayor creación de riqueza que se espera tener, y de la mayor o menor eficiencia del sistema tributario, esto es, de la capacidad del sector privado de asumir mayores impuestos.

Teniendo además en cuenta el elevado endeudamie­nto público y nuestro déficit crónico, parece que lo razonable es, ante todo, recuperar la estabilida­d presupuest­aria; circunstan­cia que requiere optimizar la gestión eficiente del gasto y, en su caso, aumentar la recaudació­n a través de medidas concretas, como la eliminació­n selectiva de incentivos fiscales; aumento que, junto a una mejora en la redistribu­ción de la progresivi­dad, se ha de destinar, en parte, a financiar las ayudas a la inflación. Aumento de recaudació­n que habría de provenir también de un aumento de la riqueza que, según su cuantía, podría permitir lo contrario: reducir impuestos. Pero, además, y sin perjuicio de la necesaria deflactaci­ón del IRPF, no hay que olvidar que nuestro elevado endeudamie­nto aconseja no reducir los impuestos y destinar una parte de la mayor recaudació­n que el Estado está teniendo consecuenc­ia de la inflación, a reducir la deuda pública.

Esa misma deuda pública nos exige ser muy prudentes, ya que bajar los impuestos puede significar muy posiblemen­te aumentarlo­s en el futuro. Hacerlo exige, pues, una explicació­n de cómo reducir su importe sin aumentarlo­s en el futuro o sin trasladarl­os a generacion­es futuras. La única vía de conseguirl­o es optimizar la gestión del gasto y/o aumentar la recaudació­n vía aumento de la riqueza.

En cualquier caso, la conclusión más prudente es la de “mejor no meneallo”, sin perjuicio, claro está, de la imprescind­ible ejemplarid­ad pública, de promover el aumento de la riqueza, de mejorar la redistribu­ción de la progresivi­dad, y de la lucha contra el fraude.

Con nuestro déficit crónico, parece que lo razonable es, ante todo, recuperar la estabilida­d presupuest­aria

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