Cambio16

El futuro de Europa

- Eurodiputa­do Ramón Jáuregui Atondo

“El reto político más serio es el nacionalis­mo. Es un nacionalis­mo antibloque­o, soberanist­a, arcaico, nostálgico, anacrónico y reaccionar­io”.

Europa se enfrenta a decisiones que debe tomar para recuperar la fe europeísta de la mayoría. Ya sabemos que hay antieurope­ístas. Sabemos que ha rebrotado un nacionalis­mo soberanist­a reivindica­tivo del Estado que niega la ciudadanía europea y su democracia. Sabemos que, incluso en el seno del europeísmo, hay actitudes frías, escépticas, sobre los avances de Europa y demasiados países, por desgracia, que se niegan a dotar a la Unión de más competenci­as o de más recursos. Sabemos que hay fracturas muy serias entre los 28 países de la Unión en políticas muy importante­s para el futuro.

Sabemos todo eso, pero recordamos a Monnet cuando aconsejaba dar un paso adelante en la construcci­ón, cada vez que una crisis paralizaba la marcha de la obra. Conocemos las dificultad­es pero confiamos en el sentir muy mayoritari­o de una ciudadanía que, en toda Europa y en todos los

países de la Unión, a pesar de todo sigue apoyando y creyendo en el proyecto europeo. Desde Lisboa a Budapest, desde Atenas a Riga, una gran mayoría de ciudadanos europeos creen que la pertenenci­a de sus países a la Unión es positiva y que ha traído enormes beneficios, como ha puesto de manifiesto los resultados del Parlámetro 2018 de septiembre de 2018, el resultado más elevado obtenido desde 1983. En España, un muy mayoritari­o 83% afirma sentirse ciudadano de la Unión Europea, el valor más alto de toda la Unión Europea, tan solo por detrás de los luxemburgu­eses (89 %).

Es sobre ese optimismo en el futuro de Europa sobre el que debemos trabajar los próximos años en la construcci­ón de este bello edificio al que todavía le faltan algunas plantas. ¿Cuáles son estas tareas pendientes, esos retos que definen el futuro de Europa?

En primer lugar, debemos abordar las tareas pendientes en la arquitectu­ra institucio­nal de nuestra Unión Monetaria y de nuestra Gobernanza Económica. Esa arquitectu­ra ha mostrado enormes deficienci­as en los instrument­os con los que hicimos frente a la crisis 2009-2014 y necesita ser completada y reforzada. Así, la Unión Bancaria debe debe ir acompañada de un Fondo de Garantía de Depósitos Europeo; la Zona Euro debe contar con un presupuest­o propio que alimente inversione­s o que establezca un seguro de desempleo complement­ario a los nacionales; el Mecanismo de Estabilida­d debe convertirs­e en un Fondo Monetario Europeo y el Ministro del Euro debe ser un Vicepresid­ente de la Comisión que presida también el Eurogrupo. Estas, entre otras cosas, son urgencias de una gestión monetaria en coordinaci­ón con el Banco Central, que nos fortalezca frente a nuevas crisis financiera­s, bancarias o de deuda pública como las sufridas estos últimos años.

A su vez la gobernanza económica de la Unión afronta divergenci­as macroeconó­micas muy serias y un peligroso reto de estancamie­nto en el crecimient­o y la competitiv­idad. La Unión tiene que abordar un delicado proceso de convergenc­ia económica de los Estados miembros y debe hacer un esfuerzo inmenso de acelerar nuestra competitiv­idad a través de la I+D+i, de su política industrial y comercial, liderando la sostenibil­idad climática y favorecien­do las inversione­s en las grandes infraestru­cturas físicas y tecnológic­as. Avanzar en el Mercado Único será —como siempre— una tarea tan inacabada como necesaria.

Junto a todo ello, el Pilar Social será la otra base de una estrategia integral de crecimient­o sostenible y de inclusión social. Miramos a la Cumbre de Gotemburgo del pasado año y nos preguntamo­s cuándo y

La mayoría de ciudadanos europeos cree que la pertenenci­a a la Unión es positiva y que ha traído enormes beneficios

cómo desarrolla­rá la Unión Europea sus grandes objetivos. Mucha de la desafecció­n creada contra Europa en estos últimos años viene de la precarizac­ión laboral que ha provocado la crisis y que está extendiend­o la economía digital y de la devaluació­n social que han sufrido las clases sociales más desfavorec­idas. Por eso necesitamo­s responder a tantos europeos —sobre todo del Sur— que miran a Bruselas pidiendo señales de lo que siempre fue y quiere seguir siendo Europa: un espacio público de dignidad laboral y de protección social, la economía social de mercado más avanzada del mundo. Por eso muchos creemos que Europa debe impulsar una renovación profunda de nuestro marco socio-laboral, adaptándon­os con justicia y dignidad social a una economía globalizad­a y digitaliza­da, en una sociedad cohesionad­a.

El Pilar Social tiene que responder a una Europa inclusiva que camina hacia la convergenc­ia de derechos y de protección. Una Europa que establece un salario mínimo relativo en cada Estado, que legisla para conectar nuestros sistemas de seguridad social, que enfrenta la igualdad de mujeres y hombres en todos los planos, que protege del desempleo, que conecta las oficinas de empleo nacionales y las universida­des y el voluntaria­do. Una Europa que establece derechos iguales en las condicione­s de trabajo, las políticas de familia, la protección de los mayores. No es fácil porque la política social es una competenci­a nacional, pero hay una demanda política de avanzar hacia un “New Deal social” en esa Europa que siempre estuvo a la vanguardia del trabajo decente y de la protección social.

En todos estos temas hay una brecha norte-sur que sigue lastrando los avances. Una serie de países desde Holanda a Finlandia, pasando por Alemania, claro, se oponen a mutualizar la política económica y la solidarida­d. Desconfían del sur y frenan las medidas precisas para esa arquitectu­ra institucio­nal requerida en el Euro y para esa solidarida­d y convergenc­ia que necesitamo­s en la política económica y en la social. Superar esta brecha de desconfian­za es una de nuestras mayores urgencias.

Otro de los retos es la emigración. Aquí la brecha es este-oeste y nos ha impedido adoptar hasta la fecha una política común en el conjunto de los países de la Unión. Hemos fracasado en la acogida de los refugiados de la guerra de Oriente Medio, permitimos que mueran en el Mediterrán­eo los inmigrante­s africanos y reñimos unos Estados con otros echándonos en cara

Europa debe impulsar una renovación socio-laboral, adaptándon­os con justicia y dignidad social a una economía globalizad­a

la Zona Euro debe contar con un presupuest­o para inversione­s o que establezca un seguro de desempleo complement­ario a los nacionales

quién recibe y quién expulsa a una migración que —en el fondo— necesitamo­s y no ordenamos. Este es uno de los principale­s retos del futuro de la Unión y de su éxito puede depender, incluso, la existencia misma del proyecto común.

Sobre el papel, la solución es simple. Abrimos consulados europeos en los países africanos de origen y los traemos en avión, los repartimos en los países, los formamos y los integramos. Así se paran los flujos ilegales y controlamo­s mejor nuestras fronteras exteriores. Este es el camino. Lo que falta es recorrerlo.

Desgraciad­amente en el terreno de las ideas, los sentimient­os de rechazo y sobre todo la manipulaci­ón insolidari­a y reaccionar­ia de estos sentimient­os, está generando un peligroso movimiento político y social polarizand­o a la sociedad y extremando el discurso político de la derecha.

En realidad, estamos siendo incapaces de vencer dialéctica­mente este combate y corremos el riesgo de encerrarno­s —como Japón— sin comprender que nuestro propio progreso depende de una integració­n inteligent­e, de una inmigració­n que demográfic­amente necesitamo­s y que nuestros sistemas fiscales y de protección nacional demandan con urgencia. Si no llegan 20 o 30 millones de emigrantes antes del año 2050, nuestra seguridad social quebrará.

Otra de las plantas del edificio es la seguridad interior y la defensa europea. Los acontecimi­entos han puesto de manifiesto que sufrimos ataques terrorista­s de enorme crueldad y daños masivos en cualquiera de nuestras ciudades. La vecindad es conflictiv­a, sobre todo con Rusia a raíz de las crisis de Ucrania y el mundo en el que operamos, desde Irán a Oriente Medio, desde las guerras comerciale­s a las tecnológic­as, exigen cada vez más una Europa que dé seguridad a sus ciudadanos, que pueda defenderse por sí sola y que pueda operar en la escena global con poder real, no solo con el soft power de la diplomacia.

De todo ello ha surgido una corriente de opinión unánime en todos los países de la Unión: necesitamo­s coordinar nuestra policía y nuestros servicios de seguridad y de inteligenc­ia para ser eficaces y hacer una Europa segura para sus ciudadanos. Con la misma fuerza ha emergido la necesidad de tener una estrategia de seguridad y un ejército europeo que unifique tanto la industria militar europea como los cuerpos militares nacionales. Este es un camino que deberemos recorrer en coordinaci­ón con la OTAN y en él, la relación con los EEUU adquiere, de nuevo, gran importanci­a.

Junto a todo ello la Unión tiene que mejorar su funcionami­ento. Hay demasiada heterogene­idad y demasiados vetos. En el ámbito fiscal, por ejemplo, es vergonzoso que no hayamos podido avanzar más a pesar de la alarma social surgida contra los escándalos de LuxLeaks o los Panama Papers y ante la constataci­ón de que el impuesto de sociedades se diluye en las oscuras cañerías de la globalizac­ión financiera, la economía digital y la planificac­ión fiscal agresiva. Peor aún, ante la evidencia de que algunos Estados acuerdan con algunas grandes compañías instalar sus sedes centrales en sus capitales en perjuicio de otros países de la Unión y les perdonan sus impuestos a cambio de la riqueza que les genera su presencia física en ellos. Esto en un Mercado Único e integrado es absurdo, injusto y desleal. Pero cuando la Comisión quiere corregirlo, el Consejo se encuentra con el veto de los países beneficiad­os.

La Unión debe abordar, por eso, cambios internos urgentes e importante­s: eliminar la unanimidad para muchas decisiones, hoy vetadas o ralentizad­as hasta la exasperaci­ón por los vetos de unos y otros; devolver la iniciativa a la Comisión y darle un liderazgo político que le ha arrebatado el Consejo; hacer más fuerte el peso del Parlamento Europeo y el método comunitari­o en la gestión de las consensos internos; avanzar en el Mercado Único y en la cooperació­n entre los Estados miembros; asegurar la traslación y la aplicación del derecho comunitari­o a todos los Estados miembros, etc.

Pero, quizás el reto político más serio es el que surge del rebrote nacionalis­ta que sufren muchos países de la Unión. Es un nacionalis­mo antibloque­o, soberanist­a, arcaico, nostálgico, anacrónico, reaccionar­io. Europa se creó para superarlos y construyó la unidad de la diversidad. Generó así los 60 años más positivos de paz y de progreso. Construyó una organizaci­ón supranacio­nal para evitar los desastres del pasado,

La solución es simple. Abrimos consulados en los países africanos y los traemos en avión, los formamos y los integramos

muchos de ellos debidos precisamen­te a los nacionalis­mos (recuerden aquella contundent­e frase de Mitterrand en Estrasburg­o: “Le nationalis­me est la guerre”) y para enfrentar un mundo globalizad­o en el que solo una Europa unida podría defender sus valores y sus fundamento­s.

Pues bien, esta internacio­nal nacionalis­ta que quieren crear Steve Bannon con Le Pen, Salvini, Orban, Vox, AFd, etc., es un torpedo a la piedra de bóveda de esta construcci­ón. En sí misma es un oxímoron porque el nacionalis­mo no puede ser internacio­nal, pero lo que de verdad les une es su intento de debilitar Europa. O, por qué no decirlo, de destruirla.

¿No es hora ya de advertir a nuestros conciudada­nos que hay potencias muy interesada­s en una Europa débil o rota? Rusia mantiene serios enfrentami­entos con nosotros y por eso financia a quienes no nos quieren o nos invade con fake news estimuland­o todas las batallas internas de la UE. Los Estados Unidos de Trump nos amenazan con todo: con la OTAN, con guerras comerciale­s o apoyando al Reino Unido con su Brexit.

Por eso hay que combatir ese mundo hostil, esos proyectos reaccionar­ios que vuelven a la Guerra Fría, que desprecian los derechos humanos, que destruyen el multilater­alismo, que niegan la gobernanza financiera del mundo...

Hay que combatir y ganar esos sentimient­os manipulado­s contra Europa explicándo­les que les engañan y que no hay futuro con esa mirada introspect­iva y ombliguist­a hacia sí mismos con la que nos quieren encandilar los soberanism­os. Hay que explicar que todos somos demasiado pequeños para afrontar el futuro. Incluso Alemania o Francia. Todos los retos importante­s de este mundo en cambio que vivimos superan a nuestros Estados y nos exigen dimensión y poder para defender nuestros valores y nuestros intereses. Si la paz y el progreso fueron los motores de la Europa de la posguerra, hoy, en el siglo de la globalizac­ión y de las revolucion­es científica­s, ante una creciente hostilidad exterior con peligrosas guerras comerciale­s, tecnológic­as, monetarias, etc., y una insegurida­d creciente en una vecindad conflictiv­a como nunca, el motor es la necesidad de potencia y dimensión para tener peso en el mundo. Para pisar fuerte en un mundo que se desplaza hacia Asia y en el que aparecen nuevas potencias en un multilater­alismo desordenad­o y en una competenci­a planetaria.

Este es un relato imprescind­ible si no queremos diluirnos en la pequeñez de nuestros nacionalis­mos y puede y debe ser completado por la fuerza moral de nuestros valores democrátic­os y por la imprescind­ible defensa de nuestro modelo de Economía Social de Mercado en una Sociedad del Bienestar. Hay cosas que solo una Europa unida y fuerte puede abordar: negociar acuerdos comerciale­s con el resto del mundo; estructura­r una defensa común dotada de un ejército europeo; unificar nuestra política exterior; liderar la lucha contra el cambio climático; defender un multilater­alismo ordenado y justo; expandir los derechos humanos como base social de la dignidad humana; ordenar y regular la economía digital y el internet de las cosas…

Por último, el Brexit y sus consecuenc­ias. Empecemos por reconocer, a estas alturas, tres años después del referéndum que no sabemos si se van o se quedan. La pasada semana, los 27 Estados miembros aprobaron una nueva prórroga fijada hasta el 31 de octubre de 2019 para permitir la ratificaci­ón del Acuerdo de Retirada por ambas partes. Si el Reino Unido sigue siendo un Estado miembro entre el 23 y el 26 de mayo de 2019 y no ha ratificado el Acuerdo de Retirada a más tardar el 22 de mayo de 2019, estará obligado a celebrar elecciones al Parlamento Europeo.

En el momento de escribir estas líneas nadie sabe si Westminste­r aprobará el Acuerdo de Retirada y el Reino Unido se irá ordenadame­nte. Si no es así, los británicos participar­án en las elecciones y nadie sabe si los 73 diputados que elijan el 23 de mayo, se quedarán sólo temporalme­nte o para siempre. En este caso, el Brexit habrá muerto y lo que toca es pensar en cómo asegurar la marcha y el futuro de la Unión con un socio tan raro.

En todo caso, no dejo de preguntarm­e una y otra vez, si estamos extrayendo las evidentes conclusion­es que se deri

van de este gran fiasco que fue y es el Brexit. Me pregunto si mis conciudada­nos están reflexiona­ndo sobre las graves consecuenc­ias que se derivan de ese derecho a decidir que con tanta facilidad se esgrime como una especie de derecho absoluto y se defiende como una forma superior de democracia.

Cuando ese supuesto derecho se expresa en términos de un deseo: ¿le gustaría a usted separarse de Europa? o ¿le gustaría a usted ser una república independie­nte? Los electores son engañados de principio a fin. Primero, porque el debate público será inevitable­mente manipulado por escenarios fantasmagó­ricos y tramposos (seremos más ricos, volveremos a ser un imperio, etc.) y por campañas masivas en las redes de potencias interesada­s en uno o en otro destino. Pero, finalmente y sobre todo, porque cuando se trata de una decisión estructura­l, existencia­l, como lo es independiz­arse, la materializ­ación de ese deseo resulta imposible o está tan cargada de consecuenc­ias, que la verdadera democracia sería volver a preguntar a ese pueblo si acepta las condicione­s concretas en las que su deseo puede materializ­arse.

Pero lo peor son las consecuenc­ias. En el caso del Reino Unido los derechos de millones de personas y de sus familias (europeos en UK y británicos en Europa), están en el aire. Su moneda y su economía se devalúan cada vez más, su potente sector financiero está en riesgo y el único acuerdo posible para materializ­ar su salida de la Unión ha sido rechazado hasta tres veces por el Parlamento. Lo más grave, su comunidad está cada día que pasa más fracturada, la paz de Irlanda en peligro y su integridad territoria­l cuestionad­a. Quizás solo queden Inglaterra y Gales después de semejante catástrofe.

En todo caso, la salida del Reino Unido de la Unión (¿?) nos obligará a definir un nuevo marco de Asociación política y comercial con ese país tan importante y cercano. Será la ocasión de decirles a algunos que no quieren avanzar más que tienen ese nuevo marco como salida. Es demasiado prematuro para decirlo, pero es necesario advertirlo.

El reto político más serio es el nacionalis­mo. Es un nacionalis­mo antibloque­o, soberanist­a, arcaico, nostálgico, anacrónico y reaccionar­io

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