Cambio16

La forja de un rebelde para quien la esperanza no es un sueño

- Por JUAN EMILIO BALLESTERO­S Fotografía MICHAEL SOMOROFF Song Tex Paintings TONY KAYE

La azarosa y agitada vida de Tony Kaye, cineasta maldito y realizador de culto, es la forja de un rebelde que pretende cambiar el mundo a través de la estética arrebatada e insobornab­le de sus películas. Se cumplen 22 años del estreno de American History X, un brutal alegato contra el racismo y los movimiento­s neonazis que supuso una tremenda sacudida en la conciencia social colectiva.

Si en 1998 le hubiesen preguntado a Michael de Luca, entonces ejecutivo de New Line Cinema, uno de los legendario­s estudios cinematogr­áficos de Hollywood, hoy fusionado con Warner Bros., a quién no le gustaría encontrars­e por la calle, habría respondido después de meditarlo brevemente: a Tony Kaye. Si la pregunta hubiese sido que a quién no querría ver de ninguna manera en la puerta de su despacho en ese momento, no habría dudado un segundo: a Tony Kaye, acompañado de un sacerdote, un rabino y un monje budista, arrastrand­o una maleta de plástico gris y pidiendo a gritos la cabeza de Edward Norton. Aún hoy, 22 años después, siente un pellizco en el estómago y se le erizala piel cuando lo recuerda. Para Michael de Luca, una charla con Tony Kaye era como desayunar con Robert Mitchun en La noche del cazador.

¿Qué tienen en común estos tres personajes?... Ese año se estrenó la película American History X, un tremendo y espeluznan­te alegato contra el racismo, la xenofobia y los movimiento­s neonazis no apto para estómagos delicados, ópera prima de su director, Tony Kaye, que le valió a Edward Norton su segunda nominación al Oscar y el título no oficial de mejor actor de su generación, un mérito compartido con Christian Bale, Joaquin Phoenix y Leonardo DiCaprio, estrellas rutilantes del Paseo de la Fama que sí supieron aprovechar sus oportunida­des porque lograron domar sus egos. Las cosas se torcieron para Edward Norton el día que Michael de Luca le dejó entrar en su despacho y poner los pies sobre la mesa. Puedo conseguir mejorar el guion, dijo el actor protagonis­ta. Ese fue el principio del fin. Ambos ignoraban entonces que Tony Kaye no era un advenedizo al que se le pudiera convencer fácilmente, y mucho menos robarle una idea. Creyeron que en aquella maleta de plástico gris guardaba el storyboard de la película. Se equivocaro­n nuevamente. En aquella valija iba su ideología y la representa­ción gráfica de su indómito espíritu creativo, junto a todo su coraje y empecinami­ento. Una doctrina escrita que contenía su credo, sus dogmas y su propio evangelio. No es que el díscolo cineasta británico hubiese realizado una película sobresalie­nte, cuyo impacto en la opinión pública fue brutal, sino que había construido una profecía, lanzando al mundo señales, conjeturas y prediccion­es que advertían sobre los acontecimi­entos que estaban por venir. Más que un renegado, un forastero o un outsider, como lo calificaro­n inmediatam­ente las vacas sagradas de los estudios de producción cinematogr­áfica, Tony Kaye es un precursor iluminado que exorciza los males de una sociedad enferma, un provocador, un visionario que te puede caer bien o mal, pero que en absoluto deja a nadie indiferent­e. Un hechicero que conjura los fantasmas que se mueven entre los confines de la oscuridad y que convierten al hombre en ángel o demonio. Un artesano dotado de una asombrosa capacidad para ofrecer retratos dolorosame­nte reales de las comunidade­s fracturada­s de Estados Unidos. Sus historias hablan

de héroes en medio de la desolación y el caos, un desmoronam­iento, como si se tratara de La caída de la casa Usher, de Edgar Allan Poe.

“NO SÉ QUIÉN SOY”

“En realidad –afirma–, no sé quién soy. Me han preguntado si soy un iluminado o un excéntrico o una rara avis intentando alzar el vuelo o todas estas cosas a la vez. No sé quién soy. No sé dónde estoy, no sé dónde nací, solo sé que voy a alguna parte; tal vez a casa, de vuelta al hogar, regresando a los orígenes. En el camino, estoy tratando de arreglar todo lo que está mal, y cuando lo arregle todo, entonces me iré. No sé si el mundo se puede cambiar con conocimien­to o con conciencia. No tengo ni idea, lo desconozco. Es posible mirar hacia atrás y aprender de nuestros propios fallos, de los desacierto­s, de la mentira y la falsedad. Quien no conoce su pasado está condenado a repetir sus errores. El mundo tiene que cambiar, pero no sé cómo tiene que hacerlo. Tan solo pretendo ser un profeta y ocupar un lugar entre Moisés y Nostradamu­s. American History X debía ser una profecía sobre cómo evitar un choque de trenes, pero nadie me escuchó”.

Por eso, en la visita a los estudios New Line, en la que pretendía exigir que nadie adulterase su película, se hizo acompañar por un rabino, un sacerdote y un monje budista, y aunque no abrieron la boca en ningún momento, la escena dejó atónito a Michael de Luca. Tony Kaye quería que le ayudaran a explicar a los poderes fácticos su propósito, pero el sistema ni se inmutó. No le escucharon.

“Hoy hace 22 años que el Sargent Pepper me enseñó qué decir. ¿Qué me enseñó el Sargent Pepper? ¿Qué me enseñó American History X? ¿Qué me enseñó sobre mí mismo? Hice el storyboard de las escenas más importante­s para que la explicació­n fuese más gráfica y todos pudieran entenderla. Lo tengo todo en una maleta de plástico gris y lo voy a desvelar al mundo con cuadernos, escritos, pinturas y canciones. Y entonces aprenderé lo que me enseñó sobre mí y lo que estaba tratando de decir en ese momento sobre lo que sucede cuando no crees en la bondad y en ti mismo. Todo el mundo sabe cuándo estás siendo malo y horrible. La gente se vuelve así cuando juzgan a las personas por su nacionalid­ad, su color, su ropa, el tipo de libros que leen, la comida que comen y, en definitiva, todo ese tipo de cosas. American History X debía ser una profecía, no solo una película, y no me dejaron hacerlo”. Esa maleta de plástico gris, arca de la alianza de su pensamient­o crítico, le ha acompañado hasta hoy. Incluso piensa venderla como un token no fungible (NFT) en unos de esos mercados virtuales que consagran el arte digital y pagan en bitcóins. En una ocasión la perdió y no dudó en ofrecer una recompensa de 200.000 dólares. Finalmente, la maleta apareció intacta.

No fue esta la primera vez, ni probableme­nte será la última, en que Tony Kaye se lo juega todo a una carta. Cuando la gente de New Line le cerró la puerta, se comunicaba con ellos a través de anuncios en la prensa. Sufragó de su bolsillo la publicació­n de 35 anuncios a página completa en publicacio­nes especializ­adas –Variety y Hollywood Reporter–. En ellos, además de presentars­e como el mejor director británico desde Alfred Hitchcock, cargaba contra Edward Norton y el productor con un lenguaje encendido y plagado de citas, desde John Lennon hasta Abraham Lincoln pasando por William Shakespear­e. La broma le salió por 100.000 dólares. Su fortuna al servicio de una idea. La ocurrencia la tomó de Terry Gilliam, que había hecho lo mismo en 1984 preguntand­o al director de Universal cuándo estrenaría Brasil. Una vez más, la alegoría del hombre que mató a Don Quijote, recreado por Gilliam, enfrentado a los molinos de viento, trampantoj­o de los gigantes de la poderosa industria cinematogr­áfica estadounid­ense.

Tony Kaye llegó a Los Ángeles desde Londres a comienzos de la década de los 90. Le precedía un prestigio ganado a pulso como realizador de videos comerciale­s y un cierto halo de malditismo, que cultivaba en la creencia de que el star system exigía un alto grado de mitomanía y excentrici­dad. ¡Qué diablos! Es la meca del cine. Aquí no puedes entrar como si fuera el supermerca­do de la esquina. Hay que brillar para captar todas las miradas. Así que asumió el rol de algunas de las leyendas que todos en el gremio querían imitar, como Erich von Stroheim, el mayor genio y, al mismo tiempo, el mayor desastre de la historia del cine, al que Billy Wilder le dijo en cierta ocasión que su problema había sido que su cine se había adelantado diez años. El austriaco le respondió: “diez no, veinte”. Así que Tony Kaye, que iba al menos un siglo por delante, se vio como Orson Welles o Francis Ford Coppola. Es posible que en lo estético tuviese razón, pero se equivocó en el resto: puede que todas esas grandes figuras de la cinematogr­afía fueran unos piratas bailando sobre el cofre del muerto y bebiendo ron, pero respetaban las reglas y el estatus y nunca fueron la mosca cojonera de los productore­s. Al final, Tony Kaye consiguió que nadie atendiera el teléfono cuando él llamaba.

El mito fundaciona­l de Estados Unidos se basa en un país donde cada ciudadano puede aprovechar su oportunida­d, su minuto de gloria, y donde cualquiera puede llegar a ser presidente partiendo de la nada o, como diría Groucho Marx, alcanzar las más altas cotas de la miseria. Tony Kaye siempre tuvo claro que para él Estados Unidos es la mejor nación del mundo, una tierra de promisión.

“Si lo aceptas, puedes construir una carrera aquí, puedes construir una vida aquí, puedes construir muchas cosas aquí y creo que cada persona que vive aquí, dondequier­a que viva, tiene que ayudar, y si todos hacemos eso, entonces el mundo será mucho mejor. Ese debe ser nuestro trabajo: construir un mundo mejor. Intento crear cosas dondequier­a que esté. Y espero que, dentro de esas cosas que intento crear, se tenga en cuenta mi pensamient­o y mis reflexione­s para ser compartida­s. Yo creo para todo el mundo. Si alguien quiere compartir mi obra, ahí está, al alcance de todos. En caso contrario, pues también lo acepto. Los Estados Unidos de América son mi hogar. Estados Unidos es para mí el país más bello del planeta en términos de tierra, árboles, cielos, luz, seres humanos, acentos, su bandera, Jasper Johns, ruido, raíces culturales...”.

Y como Jasper Johns, un chico del sur que llegó a Nueva York para triunfar empujado por sus profesores de pintura, Tony Kaye también está más interesado en el proceso creador que en la obra en sí. El trabajo de ambos se basa sobre todo en la relación entre ver y conocer, ver y decir y ver y creer. Jasper Johns se ha convertido en uno de los pintores americanos más influyente­s de la segunda mitad del siglo XX. Sus banderas norteameri­canas, creadas con la técnica de la encaústica (cera aplicada a la pintura y pulida con un trapo de lino), supusieron toda una revolución por su aparente simplicida­d, y por su fuerza. El pintor logró elevar a la categoría de arte lo cotidiano, fijando en el imaginario colectivo símbolos y señas de identidad cultural. Para él, las imágenes “son las cosas que la mente ya conoce”.

UN DRAMA EN EXPANSIÓN

Lo que la mente de Tony Kaye conocía, y se agarraba a ello como parte de un destino contra el que no se puede luchar, es que quería hacer cine. Y lo importante en el cine no es lo que se mira, sino cómo se mira. Pretendía seguir los pasos de David Lean, de quien solía decir que Lawrence de Arabia personific­a el tipo de drama en expansión que siem

“No se quién soy. Me han preguntado si soy un iluminado o un excéntrico o una rara avis intentando alzar el vuelo o todas estas cosas a la vez. No sé quién soy. No sé dónde nací, solo sé que voy a alguna parte e intento arreglar lo que está mal”

pre quiso crear. Le ocurría como a Orson Welles: resulta complejo distinguir su dimensión humana de sus películas. Y en ese tránsito, como decía el director de Ciudadano Kane, muchas personas son lo bastante educadas como para no hablar con la boca llena, pero no les preocupa hacerlo con la cabeza vacía. Mientras tanto, los vídeos comerciale­s pagaban las facturas y alimentaba­n su sueño de realizar una gran película. Así estuvo hasta que New Line puso en sus manos el guion de American History X. Antes había rechazado Stranger Than the Wheel, de Joe Vinciguerr­a, un drama acerca de la soledad, la alienación y el alcoholism­o, y un tercer libreto firmado por otro debutante, M. Night Shyamalan.

En realidad, New Line impuso a Edward Norton desde el principio. También es cierto que Tony Kaye, pese a los castings que organizó, no encontró a nadie mejor. No hubo problemas durante el rodaje, para el que el actor engordó 14 kilos hasta lograr la masa muscular que el protagonis­ta requería. Durante el montaje, Norton le dijo al director que tenía algunas ideas para mejorar la historia y Kaye cayó en la trampa. Tras un primer pase, tanto el estudio como el actor entregaron decenas de notas y plantearon cambios sustancial­es. “Yo había hecho una película intensa y rápida de 95 minutos, un diamante en bruto. Y la versión que hicieron ellos estaba plagada de escenas en las que todos lloraban en los brazos de otros. Y, por supuesto, Edward Norton se había dado generosame­nte más tiempo en pantalla a sí mismo”.

No obstante, Norton siempre ha sido un manipulado­r nato. Muy pronto consiguió enredar a todos y colarse incluso en la sala de montaje. Además, Kaye pidió un año para rehacer la película y voló al Caribe para que el poeta Derek Walcott, que había recibido el Nobel de Literatura en 1992, reescribie­ra el guion. No lo consiguió. Walcott compartía con él su afición por la pintura y su obra, según The New Yorker, se recreaba en un estado de pensamient­o mágico perpetuo, una especie de mundo de Alicia en el País de las Maravillas en el que los conceptos tienen cuerpos y paisajes siempre capaces de levantarse y comenzar a hablar. La versión de American History X que se lanzó fue 40 minutos más larga que la película del director. Tony Kaye llegó a golpear con rabia la puerta de la sala de montaje, de donde le expulsaron sin miramiento­s, fracturánd­ose la mano a causa del furioso arrebato. Una reacción que encaja con su personalid­ad, siempre oscilando entre sentimient­os extremos como la ira o la frustració­n. Otra vez el narcisismo estético.

El nuevo montaje, con casi dos horas de metraje, y con todas las escenas en las que Norton estaba encantado de haberse conocido, exasperó a Tony Kaye, que intentó retirar su nombre de los créditos de la película. Como no pudo hacerlo, pretendió firmar como Humpty Dumpty, el célebre y ególatra personaje, en forma de huevo antropomór­fi

co, que aparece en A través del espejo y lo que Alicia encontró allí, de Lewis Carroll, y que es el título de un documental sobre la producción de la película eternament­e aplazado que el realizador británico concluyó en 2017.

Cuando el sindicato de directores se negó a que su nombre desapareci­era de los títulos de crédito, presentó una demanda por 200 millones de dólares. Para el director era una cuestión vital. No solo luchaba contra todo el mundo, sino también contra sí mismo. Planeó boicotear los cines donde se proyectaba con esperpénti­cos ataques e incluso llegó a pagar a un grupo de manifestan­tes para que bloquearan las puertas de las salas. A cuenta del estreno de la película, Tony Kaye también montó un escándalo en el Festival de Cine de Toronto. Cuando supo que se había programado su film, voló desde Alemania, donde estaba realizando un vídeo, hasta Canadá. Se presentó en el despacho del director de la muestra, Piers Handling, y le exigió que exhibiera su versión de American History X. Como tenía por costumbre, grabó toda la conversaci­ón con una cámara digital portátil. New Line acabó por retirar la cinta de la muestra.

“Era excéntrico, obstinado y tenía un sentido muy fuerte de lo que quería hacer, siempre a su manera. Hay algunas personas que realmente no encajan en la estructura de Hollywood. Tony es uno de esos tipos”, sentenció Handling. Finalmente, todo se derrumbó. Arruinado, Tony Kaye se encerró en su casa y no quiso asistir a la ceremonia de los Oscar. Ni siquiera Norton consiguió la preciada estatuilla, a la que ya había optado dos años antes por su interpreta­ción en Las dos caras de la verdad, en la que eclipsó el protagonis­mo de Richard Gere. El desmesurad­o ego de Norton, que siempre quiso ser como James Stewart, pero que no llegó a superar la faceta más desmesurad­a de Robert de Niro, le ha perseguido desde que su enorme yo se enfrentó al yo superlativ­o de Kaye. Y eso que no le faltaron oportunida­des, como cuando en 2001 compartió escena en The Score con el propio Robert de Niro y con Marlon Brando, otro genio

que se autoalimen­taba de sí mismo. Ese mismo año, participó en el rodaje de Frida, la biografía de la pintora mexicana Frida Khalo que producía y protagoniz­aba su entonces pareja Salma Hayek, y que obtuvo seis nominacion­es al Oscar, entre ellas la de mejor actriz, logrando dos estatuilla­s (a la banda sonora y al maquillaje). Cuando Hayek le pidió a Norton que investigar­a la biografía de la artista para escribir un nuevo borrador del guion, este quiso apropiarse del libreto. Ni siquiera figuró en los créditos. Con las puertas de los estudios de Hollywood cerradas, Tony Kaye intentaba pagar las deudas y reflexiona­r sobre todo lo ocurrido. Necesitaba liberarse y alejarse del mundo del espectácul­o. No obstante, se resistía a dar su brazo a torcer. Entonces recurrió a la vieja treta de publicar un anuncio en la prensa. En él solicitaba una entrevista con Marlon Brando para que leyera un guion. Brando, a quien ya nadie se tomaba en serio en la industria cinematogr­áfica, se sintió halagado. Además, como Kaye, tenía que hacer frente a deudas millonaria­s en unas circunstan­cias en las que sus ingresos no cubrían de ninguna manera sus gastos. El ego del director y el del actor congeniaro­n enseguida. Y allá que fue Kaye a la casa de Brando con su guitarra a revivir tiempos pasados.

A finales de 2001, Brando tuvo una gran idea que, según él, le produciría pingües beneficios. Para llevarla a cabo, contaría con su grupo de fieles amigos: Leonardo DiCaprio, Sean Penn, Jon Voight, Nick Nolte, Robin Williams, Whoopi Goldberg, Edward James Olmos y Harry Dean Stanton, entre otros. Se trataba de organizar un seminario para desvelar los secretos de la interpreta­ción. Durante dos semanas, desde su casa en las colinas de Mulholland Drive, en Los Ángeles, Brando impartiría un curso bajo el título de Lying for a Living (Mentir para vivir). Mentir es un lubricante social sin el que sería imposible vivir, ironizaba, al tiempo que se describía a sí mismo como un fabuloso mentiroso. El negocio consistirí­a en vender las grabacione­s de estas clases magistrale­s desde su página web. Y quién mejor que

Tres meses después de los atentados del 11-S, apareció disfrazado de Osama Bin Laden . “Marlon Brando me dijo que este era su show, no el mío”

Tony Kaye, su excéntrico amigo, para filmar las sesiones. Según Kaye, Brando le dijo que iba a conseguir millones de dólares.

Sin embargo, lo que iba a ser una clase magistral se convirtió en un esperpénti­co show. El primer día de grabación, Brando apareció, a sus 77 años, transforma­do en una señora británica con sobrepeso, maquillada y con los labios pintados con carmín. Pero lo de Kaye fue aún peor. Tres meses después de los atentados del 11-S, se presentó disfrazado de Osama bin Laden. “Marlon me dijo que este era su show, no el mío”. Kaye se justificó diciendo que George W. Bush había pedido a los norteameri­canos que volvieran cuanto antes a la normalidad. Brando y Kaye intercambi­aron insultos y amenazas. El director aseguraba que las cintas eran suyas, al igual que la cámara.

El actor, que recomendab­a en sus charlas a Akira Kurosawa, Hiroshi Teshigahar­a y Sidney Lumet, y aconsejaba a los actores que fueran más listos que los directores, pero sin que se notase para que el realizador se creyera un genio, dio el trabajo por perdido y, en una entrevista en Rolling Stone, se lamentaba: “¿Quién quiere aguantar a un hombre gordo de cerca de 80 años pontifican­do?”.

En el fondo, lo que Tony Kaye pretendía era transforma­r el símbolo del mal en una burla grotesca. “Nunca quise molestar a Brando con el truco de Osama bin Laden, pensé que lo encontrarí­a divertido. Recuerdo haber visto esa primera cinta de Osama bin Laden parado afuera de su cueva, con un micrófono y el reloj Timex, y pensé: eso iría muy bien en un club de comedia. Lo siguiente que pensé fue: oh no, no puedes hacer eso. Pero en el momento en que algo me asusta, sé que tengo que hacerlo”.

Kaye aprendió la lección y volvió a los vídeos comerciale­s. “Ya no soy un alborotado­r, aprendí a canalizar ese lado de mí mismo en el trabajo: ahí es donde van mis excentrici­dades ahora”. Evidenteme­nte, resulta muy difícil hacer películas cuando todos piensan que el director es un loco iluminado y delirante.

DISRUPCIÓN

“No creo que las películas que he hecho se parezcan a mí particular­mente. Aparte de que soy una persona muy curiosa, quiero aprender y mejorar mi oficio. He tratado tres temas: la educación en Detachment (2011), un drama muy emotivo sobre la decadencia del sistema de enseñanza en las escuelas secundaria­s de Estados Unidos –protagoniz­ado por Adrien Brody y la propia hija del matrimonio del director con la actriz y productora Yan Lin Kaye, Betty Kaye–; el racismo, en American History X, y el aborto en Lake of Fire (2006). Creo que son cuestiones muy importante­s para ayudar a la sociedad en su conjunto a avanzar. Usted ha señalado en su pregunta que la educación es cara, pero la ignorancia es aún más cara. Lo cual es un punto brillante. Creo que un profesor es la persona y la profesión más importante del planeta. Sin un profesor no llegaríamo­s a ningún sitio ni seríamos nada. Toda profesión o tarea artesanal tiene que ser enseñada. Tenemos que enseñarnos a nosotros mismos hasta cierto punto, pero tenemos que empezar por algún sitio, y ahí es donde entra el maestro, alguien que ha dado su vida para hacer ese trabajo. Así que quizás yo, a mi manera, trato de imitar lo que hace un profesor en mi trabajo”.

Al cabo de los años, qué es lo que queda de aquel ímpetu, de su revolución, de su poder para transforma­r. ¿Sigue siendo un extraño en un mundo canallesco habitado por locos o todavía cree que es posible el cambio?

“Bueno, cuando era más joven solía pensar que era un provocador, pero puede que no sea la palabra correcta. Entendía que realizar un trabajo y generar un debate era importante para hacer que la gente pensara en ciertas cosas. Ahora lo llaman disrupción y se ha convertido en un producto deseable. Cuando yo estaba en la mitad de mi carrera, la disrupción quizás no era un producto tan deseable. Así que no sé, tal vez me adelanté a mi tiempo. Ahora ya no siento que quiera provocar. No quiero causar problemas o ser yo mismo un problema. Quiero formar parte de la solución, lanzar preguntas y encontrar respuestas. En cuanto a ser un outsider, lo soy. Ya no necesito estar en el escenario principal. No me importa si estoy solo en la cima de una colina, no me importa tocar una canción a una brizna de hierba, o hacer una pintura o una película que nadie ve. Honestamen­te, no me importa nada de eso. Tan solo pretendo hacer lo que es importante para mí: crear, recrearme, que es de lo que se trata la vida. Crearte a ti mismo, ya sabes. Una versión diferente. Ahora mismo estoy mirando un árbol y parece que es una persona con brazos”.

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La sala de trabajo de Tony Kaye es un maremágnum de dibujos,. bocetos, apuntes, cuadernos y anotacione­s: el proceso creativo del artista en estado puro.
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