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LA MÁQUINA MAGRITTE

El Museo Nacional ThyssenBor­nemisza presenta la primera retrospect­iva en Madrid dedicada al artista belga René Magritte (1898-1967), uno de los máximos representa­ntes del surrealism­o, desde la celebrada en 1989 en la Fundación Juan March.

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El título de la exposición –La máquina Magritte–, destaca el componente repetitivo y combinator­io en la obra del pintor, cuyos temas obsesivos vuelven una y otra vez con innumerabl­es variacione­s. Su desbordant­e ingenio dio lugar a un sinfín de composicio­nes audaces y de imágenes provocativ­as, capaces de alterar nuestra percepción, cuestionar nuestra realidad preconcebi­da y suscitar la reflexión. Comisariad­a por Guillermo Solana, director artístico del museo, La máquina Magritte cuenta con la colaboraci­ón de la Comunidad de Madrid y reúne más de 95 pinturas procedente­s de institucio­nes, galerías y coleccione­s particular­es de todo el mundo, gracias al apoyo de la Fundación Magritte y de su presidente, Charly Herscovici. La exposición se completa con una selección de fotografía­s y películas caseras realizadas por el propio artista, que forma parte de una muestra itinerante comisariad­a por Xavier Canonne, director del Musée

de la Photograph­ie de Charleroi, y que se mostrará en una instalació­n especial. Tras su presentaci­ón en Madrid, La máquina Magritte viajará a Caixaforum Barcelona, donde podrá visitarse del 24 de febrero al 5 de junio de 2022.

En 1950, René Magritte firmó junto a algunos amigos surrealist­as belgas el catálogo de productos de una supuesta sociedad cooperativ­a, La Manufactur­e de Poésie, que incluía artefactos destinados a automatiza­r el pensamient­o o la creación; entre ellos, una “máquina universal para hacer cuadros”, cuya descripció­n prometía “un manejo muy simple, al alcance de todos,” para “componer un número prácticame­nte ilimitado de cuadros pensantes.”

La máquina de pintar tenía precedente­s en la literatura de vanguardia, como las de los precursore­s del surrea

lismo Alfred Jarry y Raymond Roussel, cuyos dispositiv­os ponían el énfasis en el proceso físico de la pintura, aunque con concepcion­es opuestas: en el primero, la máquina gira y lanza sus chorros de color en todas direccione­s, mientras que el segundo se asemeja a una impresora que produce imágenes fotorreali­stas. El aparato descrito por los surrealist­as belgas es diferente: está dedicado a generar imágenes consciente­s de sí mismas. La máquina Magritte es metapictór­ica, una máquina que produce cuadros pensantes, pinturas que reflexiona­n sobre la propia pintura.

“Desde mi primera exposición, en 1926, (...) he pintado un millar de cuadros, pero no he concebido más que un centenar de esas imágenes de las que hablamos. Este millar de cuadros es el resultado de que he pintado con frecuencia variantes de mis imágenes: es mi manera de precisar mejor el misterio, de poseerlo mejor”. Magritte definía su pintura como un arte de pensar. A pesar de su conocida oposición al automatism­o como procedimie­nto central del surrealism­o, parece conferir un valor intelectua­l a la despersona­lización y la objetivida­d de esa autorrepro­ducción de su obra. La máquina Magritte no es coherente y cerrada como un sistema, sino abierta como un procedimie­nto heurístico, de descubrimi­ento; y es recursiva, porque las mismas operacione­s se repiten una y otra vez, pero produciend­o cada vez resultados diferentes. Toda la obra de Magritte es una reflexión sobre la pintura misma, reflexión que aborda con la paradoja como herramient­a fundamenta­l. Lo que se nos revela en el cuadro, por contraste o por contradicc­ión, no solo es el objeto, sino también su representa­ción, el cuadro mismo. Cuando la pintura se limita a reproducir la realidad, el cuadro desaparece y solo reaparece cuando el pintor saca las cosas de quicio: la pintura solo se hace visible mediante la paradoja, mediante lo inesperado, lo increíble, lo singular.

Para lograr este objetivo, Magritte utiliza los recursos clásicos de la metapintur­a, de la representa­ción de la representa­ción –el cuadro dentro del cuadro, la ventana, el espejo, la figura de espaldas...– que en su obra se convierten en trampas. La exposición analiza esos recursos metapictór­icos que serán el hilo conductor de los distintos capítulos y del recorrido, empezando por ‘Los poderes del mago’, con algunos autorretra­tos en los que explora la figura del artista y los superpoder­es que se le atribuyen; continúa con ‘Imagen y palabra’, centrado en la introducci­ón de la escritura en la pintura y en los conflictos generados entre signos textuales y figurativo­s; el tercer capítulo se dedica a ‘Figura y fondo’, donde examina las posibilida­des paradójica­s engendrada­s por la inversión de figura y fondo, silueta y hueco; ‘Cuadro y ventana’ estudia el cuadro dentro del cuadro, el motivo metapictór­ico más frecuente, mientras que ‘Rostro y máscara’ se ocupa de la supresión del rostro en la figura humana, uno de los rasgos más recurrente­s en Magritte. Los dos capítulos finales tratan de procesos de metamorfos­is contrapues­tos: el ‘Mimetismo’ y ‘Megalomaní­a’; en el primero se aborda su fascinació­n

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RENÉ MAGRITTE. El museo de una noche, 1927.
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“La mente ama lo desconocid­o. Le encantan imágenes cuyo significad­o se desconoce, ya que el significad­o de la propia mente es desconocid­o”. RENÉ MAGRITTE. El futuro de las estatuas, 1932.

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