TIERRA Y ASFALTO
AYER, EN LA AUTOVÍA, no vi coches de moda. No vi nuevos lanzamientos ni eléctricos de nuevo cuño. No había SUV de diseño, familias de fin de semana, empresarias contestando llamadas desde el manos libres de su berlina. Ayer la autopista estaba llena de tractores y de hombres y mujeres con la cara cansada, curtida, melancólica, pero esperanzada. En las últimas semanas nos hemos acostumbrado a compartir asfalto con esas otras máquinas sobre ruedas que a menudo nos parecen invisibles.
Desde muy pequeño me he sentido fascinado por la visión de los tractores desde la carretera. Generalmente empequeñecidos por la distancia, rodeados de una nube de polvo, polen y semillas, firmando surcos en el suelo en compañía de los milanos y los topillos. Me gustaba contemplarlos desde la ventanilla del coche conducido por mi padre, seguirlos con la vista como pequeños cochecitos de juguete que pudiera manipular, ajeno al drama cotidiano que estarían viviendo quienes los manejaban.
Ni siquiera hoy somos conscientes, torpes urbanitas que asaltamos las carreteras de fin de semana a bordo de nuestras cómodas y acondicionadas máquinas, de que sobre el asiento de esas herramientas de labranza se cuecen (a veces literalmente) vidas imposibles. A cada golpe de tracción se deshacen puñados de tierra, se atraviesan tolvaneras cargadas de rastrojo, y al tiempo se desmenuzan preocupaciones y sudores: la maldita sequía, el precio de la simiente, las normativas dictadas desde despachos a miles de kilómetros, el vencimiento del crédito por un vehículo que en la mayoría de los casos ha costado más que la vivienda de su usuario.
Cada vez hay menos tractores porque, como símbolo literal de nuestra era, la ciudad cada día está más lejos del campo. La carretera no atraviesa prados y pueblos como antes: los prados secos y convertidos en suelo para instalaciones industriales, los pueblos vaciados de sus gentes.
Pero cada día volvemos a casa con la certeza de que tendremos aceitunas para el aperitivo, fruta para el postre de los niños, leche para el capuchino.
A los que se dejan las manos y las posaderas rascando el suelo y la piedra con sus máquinas de labrar les debemos la vida, literalmente. Y como amantes del motor, del desarrollo, de la industria innovadora, del medio ambiente… más nos valdría cederles el paso a esos otros conductores y devolverles una mirada de apoyo si vuelven a ocupar, por unos minutos, ese pedazo de autovía que creíamos que era solo nuestro.