Ciclismo a Fondo

El ocaso del patriarca

- IVAN BASSO Texto Ainara Hernando Foto Graham Watson

En el momento en que, cuatro kilómetros a la cima de Pampeago, expiación y muerte alientan la mente, sufrimient­o y agonía pueden con el alma, Damiano Caruso se retira del grupo y deja a los favoritos desnudos de gregarios, cuando llega ese momento de la verdad para los líderes y es Michele Scarponi quien fustiga con el seguimient­o único de Ryder Hesjedal, Ivan Basso adivina el crepúsculo sobre el cielo del Val di Fiemme. El sol se pone allá atrás, entre las montañas y atardece en medio de su asfixia. Oscurece por siempre en el ahogo de su pena. Caruso, como Szmyd, como Capecchi y sobre todo como Agnoli, vienen tirando de Basso, del pelotón y del Giro desde Dinamarca como si llevaran la maglia rosa desde la primera etapa. Nada se les puede achacar y por eso cada día, especialme­nte los de montaña, al subir al autobús el patrón se inclina ante sus obreros con un "grazie ragazzi" y les da la mano, uno por uno. Nada de eso sirve cuando el sol se esconde, cuando el curso de las cosas, de la naturaleza y la vida, da paso al relevo generacion­al, cuando la primavera se tiñe inevitable­mente del marrón otoñal y luego del gris del invierno, cuando el esplendor y el apogeo se transforma en decadencia. Aquel Basso de 2010, el que a los pies del Zoncolan atacó y con su identidad diésel se hizo con el Giro, aquel Ivan de mayo de 2006 al que todos condecorab­an como la continuaci­ón fantástica de Lance Armstrong, ya no existe. 34 años y medio pesan. Hablan por sí solos tanto como ese no poder que de desasosieg­o invade el corazón en Cervinia, en Pian dei Resinelli, en Pampeago y sobre todo en el Stelvio, el mazazo. Sólo en la llegada a Cortina d´Ampezzo, con un fantástico e increíble descenso del Giau, Basso mostró credencial­es. El resto de montañas las pasó en penuria, viendo las espaldas de los adversario­s. Estar en el Giro ya era de por sí un logro, pues dos meses antes Ivan Basso apenas podía caminar producto de las caídas en París-Niza y Catalunya. En el Giro del Trentino, donde tenía que terminar de decidir su participac­ión en la corsa rosa, un perro se le cruzó en plena etapa. "No sé ni cómo me mantuve encima de la bicicleta", decía. Orgullo propio. Por eso, por lo mismo luchó hasta el final, hasta el Stelvio no se dio por vencido a pesar de que ya a sus pies partía con casi dos minutos perdidos en la general. "Todavía todo puede cambiar", se aferraba. Pero no. Él lo sabe, pocos hay tan inteligent­es. "Aquí habrá poco que inventar", se decía antes de la penúltima etapa. Sobre los 1.718 metros de altitud del Mortirolo ya sintió que "algo no iba bien". La luz del sol se escondía. Ocaso y declive. En el Stelvio no pudo más que "ir a la defensiva" y así... "así no se puede hacer nada". Constatar una decadencia. "A veces dar todo no vale para ganar. A veces se necesita la fuerza para reconocer una derrota", admitió el quinto clasificad­o en el Giro de 2012.

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