El Velódromo
Pocas pruebas tienen una iconografía tan rica como la París-Roubaix. Asistir en vivo permite apreciar los matices que la distinguen del resto y la convierten en una cita ineludible, "la última locura del ciclismo" como acertadamente bautizaba hace décadas Jacques Goddet. Toda su narrativa de adoquín, traqueteo, polvo e incluso sangre confluye en el epílogo del Velódromo de Roubaix, una pista de hormigón al aire libre que acoge la meta desde mediados de los 40 con alguna pequeña interrupción por culpa de obras. El lugar fue rebautizado como Vélodrome André-Pétrieux a principios de este siglo, homenajeando a un personaje del deporte local que creó entre otros el Vélo-Club Roubaix, entidad que cuenta entre sus secciones con un equipo Continental, el Roubaix-Lille Métropole. A su lado se encuentra el famoso recinto de las duchas, un lugar para el que se organizan visitas guiadas y que según Fabian Cancellara "todo ciclista debería conocer". Los nuevos buses de los equipos, dotados con lo que el corredor necesita al finalizar, amenazan el futuro de este recinto, legendario pero cada vez menos frecuentado. "Habría que aparcar los buses al lado, así los mánagers obligarían a los ciclistas a salir a las duchas", dice Marc Madiot, otra leyenda de la carrera. Junto al André-Pétrieux se levanta Le Stab, un nuevo velódromo cubierto que rememora la figura de Jean Stablinski y hace funciones de sala de prensa improvisada para la Roubaix. Pero nada ha cambiado para el viejo recinto con este soplo de modernidad. Al Ayuntamiento de Roubaix llegan cada año decenas de peticiones de todo el mundo para acercarse a rodar por su anillo de hormigón y no es extraño ver a diario a ciclistas anónimos de cualquier condición pedaleando sobre él y levantando los brazos al pasar por la zona de meta junto a las gradas. Nada como sentirse en la piel del ganador en uno de los lugares más emblemáticos del ciclismo.