ADELANTO EDITORIAL
Su nacimiento. Sus hazañas. Sus miserias. Ediciones JC - www.edicionesjc.com- y Álvaro Calleja vuelven a unir fuerzas -tras publicar Historias del Tour en 2017- para repasar la carrera de casa. La ronda española tiene por fin su libro con Historias de la
Nuestro colaborador Álvaro Calleja repasa la historia de la Vuelta a España.
UN PADRE OLVIDADO Y UN HÉROE TRÁGICO
En un país sin memoria, en el que se desdeña lo antiguo y se escupen ídolos, el ciclismo es un oasis, una religión que sabe cuidar con más cariño lo añejo, el misticismo que ha construido un juego peligroso y hermoso. Pero, aun así, hay figuras que quedan en el olvido. Como por ejemplo, la del creador de la Vuelta Ciclista a España. Si más allá de los Pirineos, Henri Desgrange, padre todopoderoso del Tour de Francia, es venerado, aquí Clemente López-Dóriga está perdido entre los papeles que hablan de la historia. Él, tras varios intentos de otros, fue el culpable de que hoy todos nos emocionemos cada final de verano. Desde la calle Conde de Peñalver de la capital empezó a construir una competición que no tenía, o eso creían, ningún futuro, pues España no era más que un mal intento de país, sin apenas hoteles y con las carreteras destrozadas. Logró su reto, inaugurando la prueba el 29 de abril de 1935, cuando desde la Puerta de Atocha salieron los primeros valientes de una Vuelta que se llevó un belga, Gustaaf Deloor, pero en la que los aficionados se enamoraron de su principal rival, Mariano Cañardo, un español al que le ocurrió de todo. Él fue el primer héroe trágico de una carrera que viviría durante años y años entre la incertidumbre y las bombas.
MISTERIO POR RESOLVER
El ciclismo es, a veces, una casa de locos. Un psiquiátrico en el que escuchas hechos de lo más rocambolescos. Un sanatorio que acoge pacientes que han presenciado todo tipo de situaciones. Un manicomio en el que por sus pasillos se cuentan historias protagonizadas por un ciclista borracho en dirección contraria al resto, un líder corriendo Mont Ventoux arriba o un cántabro triple campeón mundial atacado con perdigonazos en pleno pelotón. O, por ejemplo, la de un ganador de etapa que nadie entiende, uno que no aparece ni en la última página de la quiniela, uno que ni cargándose a tres cuartos del pelotón, eliminando a los especialistas y a los que no se defienden mal en la lucha contra el tiempo, habría subido al podio. De hecho, ni él mismo, el triunfador inesperado, se creía vencedor. Si un guionista redacta una escena idéntica para una película de ficción, acaba despedido antes siquiera de rodarla. Es lo que sucedió en la 15ª etapa de la Vuelta de 1981. Era 6 de mayo y Zaragoza sirvió de escenario para uno de los más desconcertantes de la historia del deporte de los pedales. Fue surrealista, absurdo,
esperpéntico. Dieron ganador de la contrarreloj a José Luis López Cerrón, actual presidente de la Real Federación Española de Ciclismo, pero la lógica decía que aquello era imposible, pues no era bueno en la disciplina y, para colmo, había sufrido una caída. “No lo entendía ni yo”, admitiría el protagonista, a quien le quitaron la victoria, aunque nadie logró demostrar qué había ocurrido.
HISTORIA DE PRIVILEGIOS Y ODISEAS
La Vuelta a España ha tenido una relación de amor-odio con los ciclistas extranjeros desde que abandonó la cuna. El noviazgo obligatorio con las estrellas de fuera también le ha estropeado, y casi roto, su matrimonio con las figuras locales. Cuando contentaba a unas, tan necesarias, las otras, tan imprescindibles, ardían. En sus primeros años, los forasteros se metían comilonas a coste cero para aguantar las etapas salvajes de entonces, mientras los de casa debían poner sus rácanas raciones de carne en remojo para que hubiera forma humana de ingerirlas. Que le pregunten al suizo que se vio obligado a abandonar en 1941 por atiborrarse de helado. Pero los extranjeros también sufrieron su dosis de caos. En los cincuenta, la selección británica tuvo que superar mil y un obstáculos para continuar en marcha. Un sobrecoste por el equipaje al aterrizar en Madrid les hizo quedarse sin dinero, por lo que se vieron obligados a pasarse toda la Vuelta comiendo plátanos y pan, tras llegar a la salida, en Bilbao, a bordo de un camión del ejército español. Mucho mejor no le fue al combinado soviético que acudió a la edición del 85. Se presentaron en la cita española sin tener ni la más remota idea de qué iba aquello. Ni conocían el recorrido, ni prácticamente a los participantes. Su director, que alineó a soldados, ingenieros y hasta profesores, entró en cólera al ver cómo eran las etapas, pues sus chicos no soportaban las montañas.
PASIÓN POR
PERICO
Su sonrisa perpetua; su mirada de niño travieso; su manera espectacular de entender el ciclismo; sus hazañas; sus miserias; sus despistes... Pedro Delgado te atrapa. Fabricado para crear pasiones, el segoviano jamás pasó desapercibido. Le ocurrió en el Tour, en el que ya desde su debut dejó huella con sus descensos de perturbado, y también en la Vuelta, en la que ilusionó a todo un país con su desparpajo y con la mágica jugada con la que cambió el destino de la edición de 1985. En la víspera de la última etapa,el escalador escocés Robert Millar tenía el triunfo final en sus bolsillos, pues sus principales contendientes, Peio Ruiz Cabestany y los colombianos Pacho Rodríguez y Fabio Parra, estaban muy distanciados en la clasificación. Con Pedro, que era sexto a más de seis minutos, nadie contaba. Mucho menos Millar, quien, con un toque arrogante, tenía claro que ganaría aquella Vuelta. Pero Delgado escondía otro plan para una etapa entre la histórica Alcalá de Henares, la ciudad de las letras, y Segovia, la Segovia de Perico, con un trazado rompepiernas de doscientos kilómetros por las montañas madrileñas. Hacía frío y llovía cuando el quijote español se propuso reventar la carrera en Cotos, donde empezaría a escribir una de las páginas más brillantes del más maravilloso de los deportes. Rodeado de nieve, congelado por las bajas temperaturas, impulsado por la fuerza de estar dibujando un día de leyenda,
Perico se creyó Coppi, se creyó Anquetil, se creyó Merckx, para diseñar uno de sus mejores vuelos, el que finalizó en su ciudad, en la Segovia del acueducto y sus románticas calles. Casi siete minutos le metió al líder, quien terminó desconsolado. Él, que había empezado la jornada invisible, sexto a un mundo de la gloria, era ahora el rey del mundo. Sus paisanos, al menos, así le hacían sentir.