Ciclismo a Fondo

MATEJ MOHORIC

Después de ganar dos arcoíris consecutiv­os como júnior y sub23, la perla eslovena del Bahrain-Merida arranca su sexta temporada con ganas de descubrir las clásicas de adoquines para encontrar su identidad como ciclista.

- Texto Ainara Hernando Foto Luca Bettini/Bettini Photo

El esloveno del Bahrain-Merida, sin hacer ruido, ya es un primer espada.

TENGO 24 AÑOS, PERO ME DICEN QUE APARENTO 30. 2019 será mi sexto año como profesiona­l y, aunque por edad soy muy joven, me empiezan a ver como uno de los veteranos del pelotón. Mis mejores años están por venir. Cada temporada siento mi cuerpo más fuerte. Pasé a profesiona­l con sólo 19, era un niño. Necesité mucho tiempo para adaptarme, el cambio fue muy grande.

NO SÉ QUÉ TIPO DE CORREDOR SOY. Me lo han preguntado millones de veces y no lo sé ni yo. Tengo claro que rápido no soy y que podría subir mejor con menos peso. También sé que soy ganador. Siempre he encontrado un modo de alzar los brazos, anticipánd­ome a los demás. Dicen que soy inteligent­e. Me veo un corredor para ganar etapas en las grandes vueltas. En la tercera semana siempre me he encontrado muy bien. También quiero probar en las clásicas de muros y pavés. Espero debutar en Flandes y Roubaix en 2019. Le tengo mucho respeto a las piedras; miedo, ninguno.

GANÉ DOS MUNDIALES SEGUIDOS. El de júnior en Valkenburg y el de Florencia como sub23, así que sólo me falta uno: el de profesiona­les. Si en diez años no lo he logrado empezaré a impacienta­rme. Aunque me encantaría, no me quita el sueño. Del primer Mundial recuerdo la emoción que sentí al cruzar la meta y que no podía creer lo que me estaba pasando. En Florencia ya conocía las sensacione­s, el protocolo, el podio... También fue especial, más que por la victoria por saber que era mi pasaje para subir a profesiona­les. Mi sueño se hacía realidad, demostrand­o que me había ganado un hueco entre los más grandes. Han pasado cinco años y todavía me recuerdan por los dos mundiales que he ganado.

DESCENSOS EN EL CUADRO. Muchos comentan que yo inventé lo de apoyarme en el cuadro en los descensos. Lo hago porque soy

muy perezoso. Cuando vivía en Kranj, mi casa estaba en lo alto de la montaña y la de mis amigos abajo, en el valle. No me apetecía esforzarme al bajar cuando quedábamos porque no quería estar muerto antes de vernos y luego no poder seguirles, así que me inventé esa posición; me cansaba menos y llegaba antes. No me gusta hacerlo en exceso, intento evitarlo porque quizá un niño lo ve, me copia y luego se cae.

LA ETAPA DE LA VUELTA FUE UN PUNTO DE INFLEXIÓN. Hasta que gané en Cuenca no confiaba tanto en mí mismo y ese día tuve la determinac­ión, las ganas de ganar y la creencia de que podía lograrlo. Aquel triunfo me empujó a querer más, confías en que puedes seguir haciéndolo. Antes nunca había pensado que podría ganar en una grande, y menos con 22 años. Creer en uno mismo es vital en el ciclismo. Gastas menos energías y estás más convencido cuando llega el momento de apretar. Pasado el tiempo, el mayor recuerdo que me queda es la tremenda dureza que tuvo la etapa en los primeros 120 kilómetros y lo que me costó entrar en aquella fuga. ¡Sufrí muchísimo!

UNA BICI DE ACERO PARA EMPEZAR. Un amigo que vivía cerca comenzó a montar en bici y todos quisimos imitarle. Así nos apuntamos a un equipo ciclista en el pueblo. Tenía doce años. La primera vez que fui me dieron una bicicleta de carretera muy vieja, de acero y con el cambio en el cuadro. Hasta entonces sólo usaba una MTB que mis padres me compraron en el supermerca­do. Al instante que me subí me gustó la sensación, estar en medio de la naturaleza y poder ir a donde yo quisiera sin necesidad de que nadie me llevase, sólo mis piernas. Fue amor a primera vista. Era un niño pequeñito y muy delgado, el fútbol y el baloncesto no se me daban nada bien y en la bici, aunque no era el mejor, cuando había subidas siempre estaba delante. Después, con quince años, mi cuerpo cambió y empecé a mejorar en el llano y en las bajadas.

SIEMPRE HE ENTRENADO MÁS

QUE NADIE. A veces, cuando mis compañeros se iban a casa, yo seguía pedaleando y los domingos, cuando todo el mundo descansaba, también salía a pedalear. Disfrutaba tanto como lo hago ahora. De pequeño aprovechab­a cualquier momento para entrenar, incluso antes de ir al colegio que aún no había amanecido. Le ponía luces a la bicicleta y salía a oscuras. Por mí, incluso en noviembre cuando tenemos vacaciones me haría seis horas. Pero sé que sería muy contraprod­ucente para mi cuerpo.

MI MADRE SUFRE. Nunca le gustó que eligiese el ciclismo, lo ve peligroso. Aunque no está muy contenta, ha terminado por aceptarlo porque ve todo lo que disfruto. Mi padre, en cambio, siempre ha asumido que, si era lo que me gustaba, debía seguir por este camino. En casa soy el mayor de cuatro, tengo una hermana menor y otros dos mellizos. Ahora estoy mucho tiempo fuera de casa y no les veo, entre las concentrac­iones, las carreras y porque mi residencia está en Mónaco, pero todos me siguen y están atentos a lo que hago en las carreras... menos mi madre. Sufre viéndome por televisión cuando compito y prefiere evitarlo. Lo entiendo. Si me caigo y ella está al otro lado de la pantalla, preocupada y sin poder hacer nada, lo pasaría muy mal.

LA BICI COMO PASIÓN. La bicicleta es mucho más que mi profesión: es mi modo de vida. En casa tengo una decena, las de carretera, la de enduro, la MTB, la de ciclocross... Y es mi medio de transporte, me gusta moverme con ella para sentir el aire fresco en la cara. Me considero una persona ordinaria que está viviendo su sueño. No soy ciclista para conseguir resultados, sino por el placer que me da montar en bici, pedalear y evadirme con ella. Me divierto mucho y eso es lo mejor de todo. Ganar o no, vendrá solo. Lo importante es estar bien en la vida. Cada momento que pasa no vuelve, y si no te sientes feliz es una pena.

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