AMSTEL GOLD RACE
Mathieu Van der Poel provoca el delirio.
Cuando la lógica indicaba que ya era imposible que ganara, el holandés Mathieu Van der Poel nunca dejó de creer y acabó logrando un triunfo en la Amstel Gold Race, la clásica más prestigiosa de su país, que parecía no esperarle.
Que es especial se nota en todo lo que le rodea. En absolutamente todo. En su forma de ser. En su manera de correr, de ganar. En su valentía y su habilidad para adaptarse a todo. En su familia. Sobre todo, en su familia. Nieto de un mito, hijo de una leyenda. El destino parece empeñado en que Mathieu Van der Poel (Corendon-Circus, 24 años) se convierta en estrella del ciclismo, pero en estrella de verdad, de las que no son fugaces, de las que quedan para siempre, de las que dejan marcada su estela para los restos. Es un ciclista llamado a escribir una época. Más observando el empeño que pone en continuar con el legado de su abuelo, Raymond Poulidor, el querido Pou Pou, y de su padre, Adrie Van der Poel. Y es que hasta la afición parece sonreír con sus victorias más que con las de ningún otro. Y da igual si eres neerlandés, bielorruso o español. Tu cara regala una dosis de alegría al mundo cuando contempla cómo Mathieu, que es el actual campeón del mundo de ciclocross, que también tiene un bronce mundial en mountain bike y que tan sólo suma 24 añitos, hace de las suyas por cualquier rincón del mapa. Más aún si ese rincón está dentro de las fronteras de los Países Bajos, su casa, y en una prueba que no conocía un ganador local desde el lejano 2001 cuando se coronó Erik Dekker. Todavía resuenan los gritos del público que se agolpó para ver en directo la exhibición de Van der Poel en la Amstel Gold Race. Una completa. De garra y talento, pero también de confianza, de no agachar la cabeza cuando el horizonte amenazaba con tormenta para aprovechar cualquier claro que regalara el cielo. Vaya si lo aprovechó.
OFENSIVA TOTAL
Debía estar aburrido Mathieu cuando a un mundo de meta, a 43 kilómetros de completar los 265 del menú del día, quiso reventar la carrera. Con un ataque demoledor, de velocista de las rampas, saltó ante la incrédula mirada del resto.
Sólo Gorka Izagirre (Astana), vigente campeón español, pudo aguantar su brutal arrancada. La pareja no duraría mucho con ventaja sobre el pelotón -en cabeza aún marchaba una fuga de once que acabaría cayendo tres kilómetros después-, pero sirvió para abrir la caja de los truenos. A partir de ahí, la Amstel Gold Race fue para enmarcar, quedando para la historia como una de las carreras más entretenidas, sin lugar para el ciclismo defensivo que parece instaurarse en el pelotón moderno, aunque con tipos como Julian Alaphilippe, Egan Bernal o Mathieu Van der Poel vamos sumando motivos para la esperanza. Con Van der Poel y el mayor de los Izagirre cazados, la Clásica de la cerveza se volvió loca, quedando como damnificado el propio Mathieu, con las piernas cansadas por el esfuerzo reciente, vacío para resistir al empuje de los que ahora trataban de sentenciar la cita desde lejos. Entre ellos, un desatado Julian Alaphilippe (Deceuninck-QuickStep), quizás el principal candidato al triunfo en Valkenburg. “Intenté atacar en la subida al Gulperberg, así que luego no pude recuperarme para el Kruisberg, que era el siguiente, aunque tenía la esperanza de poder hacerlo, no lo conseguí”, explicaba después Van der Poel, que desapareció de las primeras posiciones cuando el liviano francés, al que tan bien le van los muros, voló a
37 kilómetros del final para quedarse sin más rival que Jakob Fuglsang (Astana). La lógica, por cómo se encontraba el escenario, decía que la Amstel se jugaría entre los dos equipos más potentes de la temporada. Como mucho, sólo tres invitados podrían sumarse a la fiesta, el rápido italiano Matteo Trentin (Mitchelton-Scott), el excampeón del mundo Michal Kwiatkowski (Team Sky) y el siempre peligroso Michael Woods (EF Education First), quien, fatigado, acabaría cediendo pronto. Pero es que el ciclismo es maravilloso porque es impredecible. Y ahí fue cuando empezó la fiesta del neerlandés. “Es que sentía que todavía me quedaba algo en las piernas”, dijo luego Van der Poel, que entonces marchaba en un tercer grupo, el que aglutinaba a los favoritos caídos por la cornada de Julian Alaphilippe.
UNA REMONTADA PARA ENMARCAR
“Tenía la esperanza de que empezaran a mirarse el uno al otro”. Por eso, Van der Poel, que parecía eliminado, descartado para brindar con cerveza al final de la dura y espectacular jornada, empezó a pedalear a fondo, sin esconderse. “Di todo lo que tenía dentro”, apuntó cuando ya había encontrado la puerta que da acceso a la gloria. “Por instinto, continué”. Por instinto, ese que diferencia a los grandes del resto, a los superhéroes de los mortales. Y ese que decidió que Mathieu, el nieto del eterno segundón, daría la vuelta a la situación para levantar los brazos en Valkenburg, para emular a su padre, que ganó la Amstel Gold Race en 1990, en un palmarés en el que también aparecen un Tour de Flandes, una Lieja, una Clásica de San Sebastián y dos etapas del Tour de Francia, entre otros logros. Antes, Kwiatkowski dejó a Trentin y alcanzó a la pareja de cabeza, que, como imaginaba Van der Poel, se dedicó a vigilarse y a olvidarse de la carrera. Tanto, que no sólo llego el polaco, sino también el grupo de Van der Poel, quien tiró, tiró y tiró hasta alcanzar a los de
delante a menos de 300 metros para que todo acabara. “Y sólo ahí, en los últimos 300 metros, fue cuando pude ver que todavía era posible conseguir la victoria”, señaló el todoterreno neerlandés, que guio a su grupo sin rechistar, como una auténtica bestia, sin solicitar un relevo. “No tengo ni idea de cómo lo he hecho”, dijo tras derrotar a Alaphilippe, Fuglsang y Kwiatkowski, quienes ni se enteraron de su presencia, sin tiempo siquiera de reaccionar, y también a sus compañeros de vagón, espectadores de lujo de la exhibición que Van der Poel, que ha cerrado su primavera de carretera con seis victorias y que ya piensa en el mountain bike, obsequió al mundo ciclista en una Amstel Gold Race que no olvidará jamás su hazaña.