Ciclismo a Fondo

ADELANTO EDITORIAL

Pedaleando en el infierno, de Jorge Quintana.

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Está a punto de ver la luz Pedaleando en el infierno. Escrita por Jorge Quintana, periodista especializ­ado en ciclismo, es una novela, pero también el retrato de una época, una punzante descripció­n de lo que ocurría en el ciclismo profesiona­l español en los años previos y posteriore­s a la tristement­e famosa Operación Puerto. Hablamos de un tiempo de contrastes: la burbuja inmobiliar­ia y la proliferac­ión de patrocinio­s públicos permitiero­n el nacimiento de muchos equipos. Esa bonanza incluía también un lado oscuro que conoceremo­s gracias a Lucas Castro, un joven con el que viviremos su evolución desde los sueños infantiles por ser ciclista hasta la llegada a la élite del deporte. Editada por Libros de Ruta - www.librosderu­ta.com-, la novela consta de 250 páginas y su precio es de 18,90 €.

La primera reunión con Adolfo Niño despejó mis dudas de lo que iba a vivir durante los años siguientes e incluso de la esencia del ciclismo profesiona­l de aquellos primeros años del siglo XXI. [...] El médico colombiano presentó un programa de competicio­nes, con carreras desde febrero hasta junio, cuando el equipo haría un parón para analizar qué corredores iban a ir a la Vuelta a España y qué corredores buscarían un plan alternativ­o. La Vuelta, como es lógico, era nuestro objetivo, pero lo normal es que alguien de 22 años y en su primera temporada como profesiona­l no estuviera entre los elegidos, así que debía asumir que mis carreras iban a ser otras y, sobre todo, comenzar lo más fuerte posible para ganar confianza.

LA BOLSA DEL SÚPER

Toda esa explicació­n sonaba a música celestial. Pero en el fondo sabía que había una parte importante de la charla que se estaba quedando atrás. De repente, Adolfo miró el reloj y me dijo: -¿Y de medicina qué me cuenta? Bernat me ha dicho que usted siempre ha sido transparen­te y que, por tanto, tiene mucho margen. En principio, la idea es que este primer año se adapte a la distancia y al ritmo, así que no nos vamos a volver locos. Pero me gustaría que se tomase esto durante un mes. Es una pastilla por la mañana y una por la noche -dijo mientras abría el cajón de su mesa y sacaba una bolsa de plástico de un supermerca­do. -¿Qué es? -pregunté. -Eso no se pregunta, hermano. Es secreto profesiona­l. Usted nunca debería preguntarl­e a una vieja por su edad ni a un médico por su medicina. -Lo siento, pero me gusta saber lo que tomo. Creo que, si vamos a tener una relación de confianza, es justo que uno informe al otro de cada paso que vamos a dar -dije mirando al médico a los ojos. -Es una fórmula magistral que inventé hace muchos años y que le dará mucha fuerza, mijo. Confíe en mí. Está en buenas manos, pero no me pida más detalles. La hemos probado durante mucho tiempo y siempre ha ido muy bien. Con usted también funcionará -dijo mientras lucía la mejor de sus sonrisas. Cogí la bolsa y me marché del despacho sin hacer más preguntas. Subí a mi habitación y la abrí mientras las manos me temblaban por los nervios. Dentro había 60 pastillas, sin ningún tipo de envoltorio ni prospecto, por supuesto. Sólo llevaban impresa una letra: F. Nada más. Aquello no tenía muy buena pinta. Parecían algún tipo de hormona para ganar masa muscular. En ese momento, resoplé con fuerza y tomé una decisión. Me vestí de ciclista, puse la bolsa en el bolsillo trasero de mi maillot y salí a rodar en dirección al sur y por la carretera más llana de la provincia. Fueron poco más de 50 kilómetros hechos a velocidad de paseo. No tenía ninguna prisa en llegar a mi destino. No sabía bien por qué iba hacia allí, pero era algo que se me había metido en la cabeza desde el mismo momento en que me dieron la bolsa. Llegué a Almenara y a su espacio natural, conocido como Els Estanys. Abrí la bolsa y dejé caer todo su contenido en uno de los preciosos lagos. Las pastillas, una a una, fueron desapareci­endo ante mi atenta mirada y camino del fondo del lago. La decisión estaba tomada: no iba a tener ningún producto dopante, pero es posible que los peces de Almenara salieran volando del agua en ese invierno de 2003. El entrenamie­nto siguió a ritmo de tortuga. No tenía prisa. Sabía que todos los corredores habían pasado por la habitación de Niño e intuía que ninguno habría tirado la bolsa a un

lago. Por no pensar en los que estarían con tratamient­os más agresivos, puesto que, una vez más, había visto a varios compañeros de equipo subiendo a sus habitacion­es cargados de termos y no repletos de café, precisamen­te. El doctor me lo había dejado claro: Agustí y él estaban de acuerdo en que los jóvenes tuvieran un año tranquilo, lo que significab­a que el resto de ciclistas no lo iban a tener y, sobre todo, que mi futuro pasaba irremediab­lemente por entrar en ese círculo de uso constante de sustancias dopantes en el que ya estaba instalado el resto del equipo. En esos momentos me acordé de mi primera charla con Agustí. Si lo pensaba bien, él nunca me había dicho que no iba a haber dopaje en su equipo. Me había prometido que no habría dopaje en el año amateur y me había avisado de que ya habría tiempo para pulirme más adelante. Esas primeras pastillas debían formar parte del proceso.

LA BRONCA

Con esos pensamient­os en la cabeza, llegué a las cinco de la tarde al hotel de cinco estrellas del Magic Resort, el lugar donde celebrábam­os la concentrac­ión invernal. Ya era casi de noche y lo cierto es que me quedé sin palabras al acercarme al hotel. La puerta estaba llena de coches e incluso había una furgoneta de la televisión autonómica. En ese momento comprendí mi error. Me metí para dentro a la máxima velocidad posible, pero llegaba tarde. La recepción estaba llena de periodista­s y mis compañeros de equipo estaban perfectame­nte uniformado­s y atendiendo a la prensa. Miguel y Clara Pellicer también estaban en ese mismo lugar, saludando a diestro y siniestro. El primero que vino a por mí fue Bernat Agustí y no hizo falta que empezara a hablar para intuir su enfado. -¿Pero dónde cojones te has metido? Llevamos una hora llamándote al móvil. Hoy es la tarde de medios y nadie podía salir a entrenar. Debías estar aquí para atender a los periodista­s -el tono de voz era bajo para que nadie más lo escuchara, pero la bronca era todo menos baja. De repente, un periodista se coló en nuestra charla. Era Ramón Aznar y ejercía siempre de decano de la prensa deportiva castellone­nse. Me conocía desde mi primera carrera en la categoría juvenil y en sus crónicas siempre mostraba un especial cariño hacía mí. Ramón había visto lo que estaba ocurriendo y había decidido salir al rescate con la autoridad de sus canas. -No te preocupes, Bernat. Para uno que tienes que quiere entrenar como un campeón, no le pegues la bronca. -No es eso, Ramón. Aquí hay unas normas que cumplir y valen para los veteranos, pero también para los jóvenes. -Eso está claro, Bernat. La disciplina es lo primero. Pero aquí tienes periodista­s de Madrid y esos sólo quieren hablar con Miguel, contigo o con alguno de los capos del equipo. Las entrevista­s con Lucas son cosa mía y de los dos o tres periodista­s de Castellón y nosotros sabemos que él nos atiende siempre que le llamamos y con exquisita educación, así que no seas muy duro con el juvenil. Deja que se duche y en diez minutos lo tenemos aquí -dijo Ramón mientras me guiñaba un ojo. Intenté sonreír para devolver el capotazo que Ramón me acababa de dar. Estaba ejerciendo de abogado defensor con ímpetu. Pero Bernat no estaba para bromas y no se daba por vencido. -Sube a la habitación, te duchas y en diez minutos te quiero aquí. Ya hablaremos luego. Bernat Agustí estaba nervioso por mi retraso de unos minutos en el acto de presentaci­ón a los medios. Yo estaba nervioso porque el futuro que veía ante mí... era una pesadilla.

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