Una tormenta perfecta
Egan Bernal se llevó el Tour más loco de los últimos años, arropado por un Ineos que no fue el equipo intimidante de siempre. Alaphilippe honró el amarillo resistiendo casi hasta el final. Geraint Thomas y Kruijswijk completaron el podio de una edición sin triunfos españoles.
Un golpe arriba. Es un ataque. Una refriega que es como un volcán. Desata un terremoto en las últimas rampas del Col de l’Iseran, el techo del Tour de Francia con sus 2.770 metros. Y todo tiembla, el Tour se tambalea, toda Francia lo escucha. Y más allá, al otro lado del Atlántico, sus gentes se levantan, toda Colombia, orgullosa de su hijo más predilecto. Es Egan Bernal el culpable. Él es el estruendo. Salvaje embiste contra el Tour. Ya es hora de que todos se postren a sus pies porque es ahora, sí. Ya. Ha llegado su momento, comienza su era. Esa acometida salvaje y monstruosa suya a la que en un primer momento intenta poner coto Valverde y después, preso de la ventisca que ha desatado Bernal, no puede, claudica y desaparece, después de eso viene la réplica. Sucede abajo. Es como el eco entre los árboles. La contestación de la madre naturaleza al ciclista más espectacular del pelotón. Cuando Egan lanza ese golpe en el Iseran, la 19ª novena etapa del Tour, a las puertas ya de París, el valle que lo rodea y lo espera para auparle hacia su primer Tour de Francia no aguanta la emoción de verle pasar. Se desborda. Y se desata tanto como lo ha hecho el jovencito ciclista del Ineos trepando por su hábitat natural que son las montañas, desplegando sus alas para volar más alto que nadie. Y entonces pasa. Un choque, ¡bam! Rayos y truenos. La tormenta que se desata es también la perfección. Mientras Egan corona la cima y sin saber que ese va a ser el tiempo que marque su maillot amarillo, se tira a por el descenso, sus rivales ya no le ven pero la madre naturaleza sí. Lo tiene vigilado. Protegido. Y se desencadena la tempestad. Agua y granizo que hacen que ese volcán que es Egan Bernal haya hecho temblar a los Alpes. El valle se anega, las excavadoras corren todo lo que pueden para achicar el agua pero las piedras, como si de una lava que quema se tratara, se acercan tapando peligrosamente la carrera.
La madre naturaleza está diciendo que es él, que no quiere a nadie más dueño de su tierra, de estos bellos y agrestes Alpes y de todo el Tour. Es él, Egan Bernal, ella lo ha designado. El elegido. Y esa es la fusión perfecta. La naturaleza descontrolada y el ciclista desbocado. Fundidos los dos en uno. Allí se para la carrera, hasta aquí llega el Tour cuando Bernal está terminando el descenso del Iseran y no puede creerse lo que le están diciendo desde el coche que se ha colocado a su altura. “Para, ya no hay carrera. No se puede”. Necesita que se lo expliquen en castellano, que venga el presidente de la República Francesa si hace falta. Porque él no va a parar. Ya no va a hacerlo nunca más porque este es su Tour.
HONORABLE ALAPHILIPPE
Lo es ya. No puede tener mejor dueño. Y eso que candidatos, honrosos y dignos, merecedores, los ha habido como pocos años. El primero, casi a la altura de ese enjuto y desatado ciclista que va a marcar una época con el primer Tour que se lleva, es Julian Alaphilippe. Nadie honró el maillot jaune mejor que él. Cuando se vistió de amarillo en la tercera etapa todo entraba dentro de los cálculos. Una etapa perfecta para él, la de Épernay donde levantó los brazos después de una gran crono por equipos donde sólo les superaron el Jumbo-Visma, que comenzó el Tour arrasando tanto en esa segunda etapa como en la jornada inaugural con Mike Teunissen, e Ineos. Todo entraba dentro de lo normal. También que lo perdiese en La Planche des Belles Filles a favor del sorprendente y talentoso Giulio Ciccone. Pero Alaphilippe le cogió gusto al color amarillo, y dos días después lo quiso. Lo deseó tanto que volvió a vestirse con él. Y ya no lo soltó hasta que la tormenta de Bernal le azotó. Nadie esperaba nada de él. Ni siquiera él mismo. Pero llegó la contrarreloj de Pau y arrasó. Pudo hasta con Geraint Thomas. Por 14’’ le ganó la etapa. Y luego llegaron los Pirineos y aunque
sufrió, resistió. Y eso le hizo aún más grande, más poderoso. ¿Aguantará? Se preguntaba la caravana del Tour. Seguro que algún día revienta, pero…
PINOT, EMOCIÓN Y LÁGRIMAS
Ese pero, cada vez era una incógnita más grande. Detrás de él, su mayor amenaza venía, por fin y después de 34 años, de un corredor francés que, esta vez sí, tenía opciones reales, más que nunca, de ganar un Tour. Después de verse pillado por los abanicos camino de Albi y perder casi todas sus opciones, Pinot resurgió de sus propias cenizas. El ciclista débil y siempre enfermo, por fin veía la suerte, las piernas y todo de su lado. Los Pirineos fueron completamente suyos. De nadie más. Ni de un Movistar que empezó a hacer cosas inexplicables después de la caída de Landa, ni del Ineos, que de lejos no era ese Sky intimidante e invencible de otros años. Nairo Quintana fue designado por los telefónicos como el jefe de filas. Pronto falló. Cuando todo el equipo ahogó la carrera para seleccionar a los favoritos y hacer sufrir a Alaphilippe, el colombiano callaba sus malas sensaciones. Pero la montaña, la madre naturaleza, no permite falsedades. Es todo tan puro... Y Quintana acabó cayendo en su escalada al Tourmalet.
El coloso fue para Pinot. Nadie lo mereció más. Y de sus Pirineos salió a 1’50’’ de Alaphilippe. Y mejor, con la sensación de que este sí era su año. Así iba a ser hasta que en la primera jornada alpina se golpeó el muslo izquierdo con el manillar de la bicicleta. Dolor. No le dejaba ni subir las escaleras del hotel. Pesadilla. Se hizo tan insoportable que su honor se vio mancillado en la tormentosa jornada de Tignes. Allí Pinot no pudo más y entre lágrimas, con el corazón roto, tuvo que decir adiós al Tour. La cara más cruel del ciclismo.
DESCONCERTANTE MOVISTAR
Duro fue también ver a un Movistar Team que nunca supo a qué jugar. Que quiso abarcarlo todo y se fue sin nada. Bueno, con un triunfo fruto de un carácter raudo y libre como es el de Nairo Quintana y una clasificación por equipos que no maquilla ni de lejos el Tour de Francia que aspiraban a ganar. Ni Landa ni Quintana estuvieron a la altura. Uno por los excesos del Giro de Italia, que terminó pagando en las últimas jornadas de los Alpes, y el otro, el colombiano, por una ambición que se pasó de egocéntrica. Ninguno quiso trabajar para el otro. La evidencia saltó por los aires en la etapa unipuerto de Val Thorens, recortada por los efectos de las tormentas, en la que Quintana arrancó por su cuenta sin esperar a sus compañeros, después lo hizo Landa, sin gas, y el último fue Valverde, que de verdad podía haber ganado la etapa a un enorme Vincenzo Nibali. Porque se trata de eso, de campeones como Nibali, que hasta en medio de las derrotas renacen para llevarse un triunfo que le llena de toda la paz interior que le faltó en el Tour. O como Romain Bardet, inexplicablemente vacío, para quien lo más fácil hubiera sido renunciar a todo. Bajarse, olvidarse de este Tour maldito. Pero no. El ciclismo no trata de eso y por eso siguió adelante y tuvo su premio en forma de maillot de la montaña.
EL FUTURO Y EL PRESENTE
Ciclistas como Simon Yates, chispa estupenda, que supo esperar a su momento y le llegó por partida doble, en Prat d’Albis y Bagnères de Bigorre. Corredorazos como Thomas De Gendt (Lotto), dispuestos a emocionar con una fuga desde el km 0 y una cabalgada majestuosa. O su compañero Caleb Ewan, imperial en los sprints hasta París. Campeones, en definitiva, como Julian Alaphilippe, que llegó mucho más lejos de lo que él se hubiera imaginado y fundido terminó en Val Thorens, sin ni siquiera opciones de pelear por el podio ante el ritmo del Jumbo-Visma a favor de Kruijswijk, del que pocos se acordarán en la foto del podio de París. Del Tour de Loulou. Quién sabe lo que le deparará el futuro, clásicas, etapas o algo más. Lo que está claro es el presente. El hoy. Y se llama Egan Bernal.