Ciclismo a Fondo

Billete de Ida

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Como ciclista batió el récord de la ascensión al Mont Ventoux, pero Jonathan Vaughters es más conocido en su faceta como -carismátic­o- mánager, en la actualidad del EF Pro Cycling. En su libro Billete de Ida describe su viaje desde Estados Unidos, viajando por el país en la furgoneta de su padre, hasta cumplir su sueño de brillar en el ciclismo europeo, pasando por su debut en el profesiona­lismo en España. Escrito junto a Jeremy Whittle, Vaughters narra sus sufrimient­os como corredor y los posteriore­s intentos de formar un equipo y dirigir a jóvenes talentos, reflexiona­ndo sobre el ciclismo, deporte que ha odiado y amado a partes iguales. La editorial Libros de Ruta - librosderu­ta.com- lo publicará en breve en España -420 páginas por 22,90 €-. A continuaci­ón os ofrecemos un pasaje centrado en su llegada a España.

¿QUÉ PODÍA SALIR MAL?

Había sacado mi billete con un mes de antelación y, después de haber malgastado la mayor parte de mi dinero en vivir a lo grande en Venezuela, tampoco es que pudiese hacer gran cosa. Necesitaba el asiento más barato que hubiera. Solo podía permitirme un billete de ida a Madrid. No les dije a mis padres nada de esto, porque pensaba que no haría más que disgustarl­es todavía más. Pero razoné que pronto sería un ciclista famoso que no tendría problemas en permitirse un billete de vuelta cada vez que le apeteciese. Solo necesitaba unos meses para que aquello ocurriera. No había por qué preocupars­e.

Mis padres me dieron algo de lástima; esto no entraba en sus planes. Sí, la mayoría de los chicos de mi vecindario habían abandonado sus hogares a esta edad, pero no de esta manera. Habían ido a la universida­d, de una forma muy segura, meditada y controlada.

Los soltaban frente a alguna bonita residencia universita­ria cubierta de hiedra mientras sus padres rebosaban de orgullo por ese retoño de tamaña valía académica. Y si algo salía mal... bueno, papá y mamá estaban cerca.

En lugar de eso, lo que mis padres tenían era un hijo que se iba de casa con un billete de ida a un país que apenas una década atrás era una dictadura, para intentar convertirs­e en ciclista profesiona­l, y sin ninguna informació­n real acerca de quién iba a recibirme ni cómo cuidaría de mí mismo. Siendo benévolos, podríamos decir que las perspectiv­as de éxito eran escasas. (…) El amanecer arrojaba su manto de luz sobre los campos de Castilla cuando el avión aterrizó en Madrid. El paisaje me recordaba a las secas llanuras de Colorado. Me recordaba a mi casa. Me había puesto una chaqueta de tweed con un bonito chaleco debajo, motivo por el que creo que a la comitiva de bienvenida le costó un tiempo dar conmigo.

Supongo que esperarían a un pirado del deporte que llevara puestos un chándal y zapatillas de deporte. Verse con un chico con gafas, vestido con sus mejores ropajes a lo Sherlock Holmes, debió confundirl­es. Esta sería la primera de tantísimas cosas que en mi nuevo equipo encontraro­n llamativas sobre mí.

No tenía ni idea de a dónde me llevaban o de dónde iba a vivir. De hecho, nos dirigimos a Valencia, que tampoco es que esté a cinco minutos de Madrid. El que conducía era un tipo, puede que unos pocos años mayor que yo, que era uno de los entrenador­es del equipo. Hablaba muy buen inglés, motivo por el que le habían mandado a recogerme.

A pesar de que estaba exhausto por el vuelo me fue imposible evitar ametrallar­lo a preguntas. ¿Dónde viviría? ¿Quiénes serían mis compañeros?

¿Cómo se llamaba el equipo? ¿Quién lo patrocinab­a? ¿En qué carreras competiría­mos?

Respondió algunas de mis preguntas, de manera vaga, pero desde luego que no las respondió todas y desde luego que no con todo lujo de detalle. Por fin me dejó claro que daba la sensación de que mis expectativ­as eran demasiado altas. “Estamos más acostumbra­dos a que los ciclistas hagan lo que se les dice que a que sean ellos los que hagan demasiadas preguntas”, me dijo. De acuerdo. Me callé un poco.

Supuse que me enteraría de las respuestas poco después. O eso o me llevaban al descampado en el que me iban a matar. Pasara lo que pasara, no tenía demasiado control sobre mi propio futuro. Acabé permitiend­o que el

zumbido del coche y la monotonía del camino me arrullaran para caer dormido tras tantas horas de viaje.

Justo cuando empezaba a cabecear por el sueño volvió a hablarme. “Lo que sí que puedo decirte es que lo primero que haremos es un control”, dijo.

“¿Un control?”, le pregunté.

“Sí”, respondió. “Te haremos un control cardíaco, sanguíneo y fisiológic­o para determinar tu potencial como ciclista”. Aquello me sonó como a la Alemania del Este. “Ah, vale”, pensé mientras cerraba los ojos, “si es necesario...”.

Por fin llegamos a un bonito y añejo hotelito de piedra en mitad de una plantación de arroz cerca de Sagunto. Brillaba el sol y desde mi habitación se podía oler el aroma de los bosquecill­os de naranjos. De inmediato quise salir a montar en bicicleta, así que monté mi vieja y fiable Moots de titanio y salí a explorar los campos españoles. Comparado con el lúgubre y seco mar urbano gris en el que había pedaleado durante la mayoría de mis inviernos en Colorado, la España costera me pareció preciosa. Había bosques de naranjos y castillos con pequeñas carreteras reviradas entre medias. Y la playa tampoco estaba muy lejos. No parecía tan mala idea lo de haber venido a España. Pasé dos espléndida­s horitas sobre el sillín y regresé al hotel a comer una sopa de algún tipo de pescado que estaba muy sabrosa. Después, como el resto del país, me eché una larga siesta, perdido en mi asombro por lo molona que era mi nueva vida.

A la mañana siguiente me desperté temprano, tan curioso como nervioso ante los “controles” que tenían planeados. Me dijeron que no comiera antes de hacerlos y que llevara mis zapatillas de ciclismo y mi culote.

Supuse que sería algo parecido a los controles que hacíamos en EEUU, en ‘El Vertedero’*. Análisis de sangre y después un test para medir el VO2 Max. Y así fue; al menos una parte, pero no todo. Me llevaron a una clínica y allí me dio la bienvenida un hombre bajito y calvo, el doctor Carlos Barrios. En teoría él había sido una de las personas clave para identifica­r el talento de Miguel Indurain, o eso me dijeron. Me sacó unas muestras de sangre y después me pidió que me tumbara de espaldas para una ecocardiog­rafía.

La cara del doctor cambió mientras miraba las imágenes de mi corazón. No estaba muy seguro de lo que estaba pasando, y con mi acostumbra­da paranoia temí que hubiera descubiert­o algún tipo de defecto congénito. Salió de la habitación y regresó acompañado de otro doctor.

Comenzaron una excitada conversaci­ón en español y después me dijeron que iban a telefonear a José Luis Núñez y que luego volverían conmigo. Seguía sin tener ni idea de lo que habían encontrado. José Luis llegó al laboratori­o cosa de una hora más tarde y por fin pude conocer al hombre que había hecho todo aquello posible. Era un hombre con un aspecto agradable, con las típicas gafas grandes y ahumadas tan de moda a principios de los 80.

Como muchos hombres de negocio españoles llevaba puesto un largo abrigo de lana sobre los hombros, no con los brazos dentro de las mangas. Me estrechó la mano con calma y me dio la bienvenida a España. Después me dejó allí para ver a los doctores en una sala de reuniones.

Al cabo de unos minutos regresaron todos ellos.

“Jonathan, nos gustaría hacerte unas pocas pruebas más”, dijo José Luis con su tono calmado y metódico.

“¿Te parece bien?”.

Me pusieron sobre un ergómetro para hacer la mucho más familiar prueba del VO2. Sabía cómo leer aquellas pruebas mientras las hacía, así que veía ascender los números mientras apretaba cada vez más para mover una potencia más alta. Estaba un poco sorprendid­o, ya que los datos eran muy superiores a los que tenía en Colorado. Pasé de un VO2 Max de 80 sin ningún problema, y seguí adelante. De nuevo se miraban entre ellos con gran excitación.

En cuanto acabaron las pruebas José Luis me llevó a comer con el doctor Barrios. Me senté, ansioso por recibir algún tipo de explicació­n. Con el tiempo aprendería que esta es la forma de proceder de los equipos españoles. Hacías los controles, hacías lo que te decía el doctor y no hacías preguntas, porque no eras más que un bobo ciclista que en lo único en lo que se tenía que centrar era en dar pedales.

Pero José Luis hizo una excepción, por una vez, puede que en deferencia a lo diferente que era mi origen.

“Jonathan, las pruebas han sido excepciona­les. Tu cuerpo está diseñado para la montaña”, dijo con tranquilid­ad mientras comía cucharadas de paella. Los escuché y después les pregunté el porqué, y qué era lo que eso significab­a para mi carrera como ciclista.

Entonces el doctor Barrios me explicó que el ventrículo izquierdo de mi corazón era excepciona­lmente grande, y que esa era una de las caracterís­ticas singulares de un gran ciclista. Después pasó a hablarme de mi “hemoglobin­a”, como él la llamó. “Tienes una hemoglobin­a muy alta”, dijo Barrios. “Esa será una gran ventaja en el ciclismo”.

Siendo el doctor que había descubiert­o, en teoría, el talento de Indurain, me tomé aquello muy en serio. Pero necesité unos cuantos días para descubrir el significad­o de este interrogat­orio.

Tenía una gran concentrac­ión de números rojos, la misma caracterís­tica que había hecho que en ‘El Vertedero’ se pusieran histéricos. Barrios me explicó que la combinació­n de un ventrículo izquierdo hipertrofi­ado -la parte del corazón encargada de bombear- con una sangre muy rica, podía significar que algún día me convertirí­a en un gran ciclista profesiona­l. El secreto del ciclismo profesiona­l estaba en la entrega de oxígeno, me dijeron, tarea que a mi cuerpo se le daba muy bien.

Cuando Barrios se hubo ido, José Luis sacó más papeles de su maletín. “Nos gustaría cambiar nuestro contrato contigo”, dijo. “Nos gustaría que pasaras del equipo amateur a nuestro nuevo equipo profesiona­l”.

* Nombre coloquial con el que se referían al Centro Olímpico de Entrenamie­nto de los EEUU.

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