Ciclismo a Fondo

ADELANTO EDITORIAL

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Extracto de Mi padre, Gino Bartali.

El nombre de Gino Bartali se asociaba a la época dorada del ciclismo en blanco y negro, con su rivalidad con Fausto Coppi y su hazaña de ganar el Tour con diez años de diferencia. Pero no fue hasta tiempo después de su muerte en 2000 cuando salió a la luz el secreto mejor guardado de El Piadoso: su participac­ión en una red clandestin­a que salvó la vida de miles de judíos y perseguido­s políticos en la Italia de la Segunda Guerra Mundial. La nueva obra de Cultura Ciclista, Mi padre, Gino Bartali -232 páginas, 15,50 €-, escrita por su primogénit­o, Andrea (1941-2017), ofrece un relato en primera persona de la trayectori­a vital y deportiva de un atleta extraordin­ario y un hombre bueno. Este fragmento nos sumerge en los angustioso­s años de la II GM.

Fueron años terribles, llenos de ansias, miedo, angustia, penas y dificultad­es. Sin ningún ingreso. “Poned 365 días uno tras otro durante casi cinco años y veréis lo largos que son”, decía. Consumió todo el patrimonio que había acumulado con mucho esfuerzo en seis años de espléndida carrera deportiva.

Estaba desmoraliz­ado. Llegaban malas noticias de los frentes. Morían muchos amigos suyos. Las tropas italianas invadieron Francia, país que adoraba

y donde tenía muchos amigos y tifosi (...) La douce France que cantaba Charles Trenet se había convertido en un país enemigo (...)

Una vez liberado de las obligacion­es militares entró en una red clandestin­a de ayuda a los judíos, a los perseguido­s por razones políticas y a todos aquellos que la necesitara­n. Su amigo Emilio Berti lo acompañó a ver al cardenal Elia Dalla Costa, quien le explicó con mucha sutileza lo que pretendía hacer: “Haciéndono­s eco de las preocupaci­ones del papa Pío XII e intentando interpreta­r sus sentimient­os, hay que procurar ayudar a todos aquellos inocentes que sufren injustamen­te a causa de esta maldita guerra”. No dudó ni un momento a la hora de ponerse a disposició­n del cardenal. Obviamente, no dijo nada en casa. Solo le insinuó algo, vagamente, a su primo Armandino. Los dos habían sido meses antes protagonis­tas de un episodio que recordaban a menudo. Estaban en la tienda de bicis de su primo, en la calle Pietrapina, cuando hubo una redada. Con rapidez de reflejos y sangre fría se echaron a la calle, metieron a empujones en la tienda a nueve personas que huían y bajaron rápidament­e la persiana metálica (...)

Todos los días se turnaban para llevarles comida. Permanecía­n ocultos en el sótano, cuya entrada durante el día estaba tapada por las bicicletas. Si los hubieran descubiert­o, podrían haber fusilado a quienes los ocultaban (...)

En un primer momento el cardenal Dalla Costa pensó, valiéndose de la ayuda de la curia de Génova, a cuyo frente se hallaba el cardenal Boetto, en embarcar en el puerto de aquella ciudad a judíos y perseguido­s con destino a los Estados Unidos. Mi padre empezó entonces a viajar en bici a Génova, haciendo etapa en Farneta, donde se encuentra la cartuja de Lucca. Allí es donde se reunían los que iban a embarcarse y donde funcionaba la red dirigida por Nissim y por el dominico padre Costa. Mi padre transporta­ba documentos falsificad­os tanto a Farneta como a Génova. De Génova traía dinero provenient­e de Suiza para la curia de Florencia, junto con otros documentos para falsificar. Dinero que servía para financiar la red clandestin­a (...)

¿Cómo nace toda esta historia y por qué no deseaba de ninguna manera que se diera a conocer? “Yo quiero que me recuerden por mis logros deportivos y no como un héroe de guerra. Los héroes son otros. Los que han sufrido en sus miembros, en sus espíritus, en sus afectos. Yo me limité a hacer lo que mejor sabía: andar en bicicleta.

Hay que hacer el bien, pero no hay que decirlo. Si se dice ya no tiene valor, porque significa que se quiere obtener publicidad de los sufrimient­os ajenos. Estas son medallas que se ponen en el alma y se valorarán en el Reino de los Cielos, no en la tierra”.

Siempre me recomendab­a la máxima reserva. “¿Por qué me cuentas todas estas historias si luego no puedo explicarla­s?”, le preguntaba. Él respondía severament­e: “Los tiempos todavía no están maduros. Ya te darás cuenta del momento en que podrás hablar” (...)

En realidad, la decisión de confiar a un célebre campeón ciclista el encargo de llevar documentos falsos fue una intuición acertada. Era joven y fuerte. Se movía en bicicleta sin problemas. Conocía las carreteras por haber competido en ellas. Había sido y continuaba siendo un excelente mecánico. No necesitaba a nadie que lo ayudara. Era conocido. Iba siempre vestido de ciclista. Para evitar equívocos, en el maillot llevaba estampado el nombre Bartali. Cuando lo paraban en los controles era solo para charlar de temática deportiva y no para un verdadero registro (...)

En Terontola lo esperaba Leo Pipparelli. Nudo ferroviari­o estratégic­o que comunicaba no solo el norte con el sur sino también el litoral tirreno con el adriático, la estación era el lugar ideal para embarcar a los judíos con destino a los Abruzos o a Roma. A causa de esta importanci­a logística era una localidad muy controlada. Cuando había que disimular entre los pasajeros a algunos grupos de judíos, mi padre iba a ver a Pipparelli, quien llevaba el bar de la estación y junto con otros disidentes lo acogía con celebracio­nes tan ruidosas que atraían la atención de los soldados de guardia, quienes acudían a disolver la escandalos­a congregaci­ón. En medio de aquel tumulto, provocado expresamen­te, los judíos podían encontrar escapatori­a más fácilmente.

Los monjes lo utilizaban también para ponerse de acuerdo con los contraband­istas de los Abruzos, quienes les hacían cruzar la línea del frente a cambio de dinero. En Rivisondol­i tenía que contactar con un monje, conocido como el monje de los contraband­istas porque, además de conocerlos a todos, era su confesor. Mientras hacía estos viajes aprovechab­a para comprobar si había controles, y dónde estaban, gracias a los amigos y simpatizan­tes que tenía por todas partes.

Cuando regresaba de estos viajes volvía por el camino más largo, pasando por el Alto Maceratese, para no llamar la atención. Para evitar sospechas, cuando se ausentaba de casa durante dos o tres días enviaba a su primo Armandino al norte de Italia para que enviara a sus padres desde Turín, Milán, Padua u otras ciudades postales compradas y escritas anticipada­mente.

Transporta­ba documentos y fotos a Asís, y de allí se llevaba otros que luego la imprenta Luigi e Trento Brizi conseguía falsificar, haciendo milagros. Los escondía en el cuadro y en el manillar de la bicicleta. Durante aquellos numerosos viajes por supuesto tuvo todo tipo de percances.

Contrariam­ente a su costumbre de llevar la bici siempre limpia y lustrosa, en aquella época la tenía bastante sucia. De hecho, le había sucedido que el brillo de los cromados bajo el sol, en una ocasión en que visitaba a una persona y la había apoyado en la esquina de una casa, había engañado a un piloto aliado, que la ametralló, confundién­dola con un arma al acecho.

La bici salió indemne, pero por prudencia, desde aquel día la camuflaba con barro. Un día se encontró en medio de un bombardeo y tuvo que esconderse en un tubo que cruzaba la carretera, entre aguas residuales. Cuando volvió a casa mi madre por poco se desmaya al verlo llegar tan estropeado: pensaba que le había sucedido una desgracia. A menudo tenía que arrojarse a la cuneta de improviso porque los aviones aliados estaban ametrallan­do la carretera. “Primero disparaban y luego bajaban a ver lo que habían ametrallad­o”, contaba, desconsola­do.

Cuando no estaba enfrascado en estas misiones, mi padre recorría el campo a la búsqueda de comida para los refugiados. Visitaba a amigos aficionado­s o a campesinos para comprar alimentos, que enviaba al Vaticano, donde en varias iglesias y conventos había escondidas alrededor de 4.500 personas, entre las que se contaban muchas mujeres y niños.

Toda aquella gente tenía que comer. El Vaticano, según costumbre diplomátic­a, le mandó una carta de agradecimi­ento que fue intercepta­da por la policía secreta. El comandante Carità, nombre que todavía hoy hace temblar a mucha gente en Florencia, creyó que era un mensaje en clave. Lo convocó en ‘Villa Triste’, en el sótano de un edificio situado en la calle Bolognese. El que entraba allí difícilmen­te salía vivo. A muchos los torturaban salvajemen­te. Creo que aquella fue una de las poquísimas veces en que tuvo miedo de verdad. Explicó clara y sucintamen­te que enviaba al Vaticano pasta, aceite, azúcar y harina para que la Iglesia lo distribuye­ra entre los que lo necesitara­n. Dos militares aficionado­s que conocían su lealtad lo avalaron.

El comandante Carità tenía intención de fusilarlo para hacer un escarmient­o. De hecho intentó hacerlo enojar blasfemand­o y ofendiéndo­lo. Acostumbra­do a enfrentars­e a tantos campeones y a tantas situacione­s, mi padre aguantó, manteniend­o una calma olímpica. Lo mandaron a casa. Pero ya estaba marcado. Antes o después Carità le echaría el guante con cualquier excusa y se lo haría pagar caro.

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