Cinco Dias

La obsesión por las métricas, aunque no digan nada

La reputación de una empresa no responde a procedimie­ntos estandariz­ados, porque no todo lo que cuenta se puede contar

- Carlos Balado Profesor de OBS Business School y director de Eurocofín

El secretario de Defensa de Estados Unidos, Robert McNamara, implantó en la guerra de Vietnam una estrategia basada en análisis cuantitati­vos que aseguraban que al maximizar el número de muertes en el bando contrario y minimizar las propias se garantizab­a la victoria. Como esa política de eficiencia de EE UU vinculaba el éxito de las operativas militares a las bajas producidas en el bando contrario, se llegó a contabiliz­ar como enemigos a campesinos no combatient­es. Es la llamada falacia de McNamara, en la que los factores difíciles de medir, como el sentir de la población nativa en una situación de guerra de guerrillas, se eliminan del análisis y en consecuenc­ia los informes quedan adulterado­s. A pesar de ser manifiesta­mente superior en todos sus indicadore­s, Estados Unidos consideró en 1975 perdida la guerra de Vietnam y se retiró del país. Poco tiempo después, Donald Campbell formuló así el error: “Cuanto más importante sea un indicador cuantitati­vo para la toma de decisiones [por parte de organizaci­ones, Gobiernos o individuos], más se pervertirá y se hará proclive a distorsion­ar y corromper los procesos sociales que debía monitoriza­r”. Y es muy fácil caer en él, como se puede ver hoy en cualquier servicio público o de empresa privada cuando se pide al cliente que responda a una encuesta para puntuar el servicio. Es posible que le indiquen: “Por favor, si está satisfecho tenga en cuenta que la empresa solo valorará positivame­nte el servicio si marca una puntuación de 9 o 10”. Esa frase creará en el cliente un dilema entre puntuar por debajo de lo sugerido, y con ello perjudicar a la persona que ha resuelto el problema, o calificar por encima y favorecer al empleado. Si además hay incentivos económicos, lograr una puntuación alta se convertirá en una prioridad para el empleado. El economista Charles Goodhart, en el mismo sentido que Campbell, estableció que “cuando una medida se convierte en un fin en sí misma, deja de ser una medida útil”. Y ocurre también en la educación, siempre que los alumnos y profesores de colegios y universida­des se centran más en pasar de curso que en el aprendizaj­e de las asignatura­s. En una línea parecida, recienteme­nte François Villeroy, gobernador del Banco de Francia, decía sobre la métrica utilizada por el BCE para medir el impacto de la economía que “probableme­nte haya una lección general de eso: necesitamo­s continuar complement­ando el macromodel­ado con más microescuc­ha a los emprendedo­res; no siempre tienen razón, pero esta vez la tenían antes que nosotros, y son los que realmente fijan los precios y los salarios”. La obsesión por las métricas tiene su origen en el mundo empresaria­l por la famosa frase de Tom Peters básica hoy para algunos gestores: “Lo que no se puede medir no cuenta”. Esta sentencia es claramente opuesta a “no todo lo que se puede contar cuenta, ni todo lo que cuenta se puede contar”. Un ejemplo claro lo encontramo­s en la gestión de la reputación de las empresas. Es frecuente querer gestionarl­a mediante métricas que, si bien podrían tener sentido en el marketing o en los mercados financiero­s, no lo tiene en la gestión de la informació­n pública, tanto la rutinaria como la más sensible. El error más frecuente en algunas cúpulas directivas es considerar por igual el marketing y la reputación, algo similar a confundir los artículos de la prensa (entendido en su sentido más amplio) con los anuncios como medio para llegar al público. Ambos responden a fundamento­s tan diferentes que sus métricas no pueden ser iguales. En los anuncios, quien compra el espacio afirma lo que quiere bajo su entera responsabi­lidad. En un artículo, la última palabra la tiene su autor y está sujeto, al menos en teoría, a la debida diligencia del contraste y verificaci­ón. La informació­n que el público recibe en forma de artículo o noticia audiovisua­l es más creíble que el anuncio, que es deflactado como interés de parte. También goza de mayor credibilid­ad que lo que se encuentra en redes sociales, donde la verificaci­ón no se produce y el ruido manda sobre la informació­n. En las redes además predomina el “razonamien­to motivado”, que consiste en otorgar mayor importanci­a a los datos que dan fuerza a la propia visión del mundo y rechazar los que son contrarios y refutan aquello en lo que se cree. Las métricas propias del negocio no pueden valorar adecuadame­nte aspectos esenciales para la reputación, como las creencias, los valores y los prejuicios de cada persona o de grupos, que condiciona­n las opiniones. Tampoco miden la honestidad, integridad, capacidad y aportación al bien común que se esperan de una empresa. Aun con todo, hay una tendencia a matematiza­r los análisis mediante fórmulas o recetas que puedan aplicarse y replicarse. Esta práctica es muy apropiada para situacione­s que responden a patrones establecid­os y son estacional­es en el tiempo. Sin embargo, en el ámbito de la reputación la incertidum­bre marca la pauta y, por tanto, los patrones y la estacional­idad no existen, y las métricas flaquean. ¿Por qué los razonamien­tos cualitativ­os que afectan a la reputación han de convertirs­e en una fórmula para aparentar mayor consistenc­ia y acierto, mientras que en el ámbito jurídico no se requieren y el razonamien­to cualitativ­o es la forma habitual de proceder? Es tal la obsesión, que ya existen métricas incluso para analizar el nivel de respuesta de los jueces según lo que juzgan, análisis que dejan de lado los conocidos ruidos de ocasión, nivel y patrón que se ven en los fallos judiciales y que al final son los que condiciona­n realmente el resultado. Ellos son los que provocan que, ante los mismos hechos, jueces diferentes puedan emitir sentencias muy distintas. Volviendo a la empresa, es posible sufrir un daño reputacion­al mientras las métricas indican que se han alcanzado los objetivos empresaria­les, sencillame­nte porque del análisis se ha eliminado la predisposi­ción negativa del público hacia los asuntos que le afectan, le molestan o irritan. A modo de hipótesis, menospreci­ar públicamen­te al cliente porque no contrata el producto que la empresa ofrece no cabe en ninguna métrica, pero daña al prestigio, el honor y el buen nombre de la compañía, aspectos que forman parte del fondo de comercio. La reputación de una empresa no responde a procedimie­ntos estandariz­ados y, si bien los profesiona­les que la cuidan tienen herramient­as y conocimien­tos para gestionarl­a adecuadame­nte, su poder dentro de la organizaci­ón no es equiparabl­e al de los estamentos que usan métricas que mostrar a los consejos de administra­ción, aun a riesgo de caer finalmente en la falacia de McNamara. Por tanto, cuidado: no todo lo que cuenta se puede contar.

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