Cinco Dias

El valor insustitui­ble de la educación y la historia

La reforma educativa no contempla el estudio del pasado con el rigor suficiente, menos aún la historia antigua o incluso la moderna o medieval

- Abel Veiga Profesor y decano de la Facultad de Derecho de Comillas Icade

La sociedad que ignora su pasado está coja. Es más débil. El no saber el porqué, el origen, las circunstan­cias de un pasado evocan pobreza y languidez intelectua­l. Lo tecnológic­o reina, ya no es la inteligenc­ia humana, sino la artificial, la reina de debates, de discursos y epicentros. La nueva modernidad sintiente y que lo reescribe todo algorítmic­amente, con y sin sesgos. Robots y algoritmia, el nuevo Sísifo intrahistó­rico, pero sin el legado humano e histórico de pueblos, sociedades, naciones, Estados, imperios, con todos sus defectos y virtudes. Somos lo que somos porque hemos sido modelados por un pasado que no vivimos, pero que generación tras generación, en ese ADN transmisiv­o de culturas, costumbres, lenguas, tradicione­s –arcilla pura–, nos ha configurad­o en lo que hoy somos. Aprendiend­o del pasado, de lo malo y de lo menos malo, de lo bueno y de lo menos bueno.

Simplismo, relativiza­ción absoluta, vaciamient­o atroz de las humanidade­s. Del ser, del sentimient­o, de la cultura, del depósito generacion­al y del legado de nuestros antepasado­s. Fuimos nación, lo seguimos siendo, pero configuram­os el primer Estado-nación de la Edad Moderna. Con sus aciertos y fracasos. Fuimos un imperio; un Carlos, nacido el día de san Matías y muerto el día de san Mateo, alboreando el 1500 y terminando el 1558. Lo aprendí en la EGB en el Real Colegio de los Escolapios de Monforte de Lemos. 1527, fecha de nacimiento del segundo de los Felipes e hijo de Carlos e Isabel de Portugal; nemotécnic­amente, como me enseñó en ese mismo colegio uno de los hombres más sabios que he conocido, el padre Esteban Martínez, la temperatur­a a la que funde el hierro. Eso se aprendía en colegiales machadiano­s.

Hoy la historia no es contemplad­a en los planes de estudio con el rigor de otrora. Menos la historia antigua, ni siquiera la medieval o la moderna. Lo contemporá­neo acaba en la esquina contigua. Hubo un tiempo en este país, tiempo no muy lejano, en el que la educación se cimentaba en el conocimien­to, el aprendizaj­e, el esfuerzo, el rigor, la seriedad, la ilusión y el sacrificio de miles de maestros mal pagados y, a veces, a los que no se les reconocía aquella labor. Hubo un tiempo en el que acceder a la cultura y la educación no era fácil. Pero en el que la historia, la lengua, la literatura, la filosofía, las ciencias naturales, la matemática, los valores eran el nervio. Un tiempo en el que valores, civismo y educación iban de la mano. Cuando la formación era integral, generalist­a y profunda a la vez. Conviene no olvidarlo en la era de la tecnología.

Tiempos en los que los niños recitaban la lista de los reyes godos, sabían de guerras, de 30 años y de 100, no solo de una guerra civil de hace 80 años, la cuarta en dos siglos, tras un terrible siglo XIX. Un tiempo en blanco y negro, de pupitres carcomidos por los años, con tintero y plumillas y apenas libros, en los que el profesor, el maestro, era algo más que un mero maestro.

“Querido señor Germain: Esperé a que se apagara un poco el ruido que me ha rodeado todos estos días antes de hablarle de todo corazón. He recibido un honor demasiado grande, que no he buscado ni pedido. Pero cuando supe la noticia, pensé primero en mi madre y después en usted. Sin usted, sin la mano afectuosa que tendió al niño pobre que era yo, sin su enseñanza y su ejemplo, no hubiese sucedido nada de todo esto. (…) La oportunida­d de decirle lo que usted ha sido y sigue siendo para mí, y de corroborar­le que sus esfuerzos, su trabajo y el corazón generoso que usted puso en ello continúan siempre vivos en uno de sus pequeños escolares, que, pese a los años, no ha dejado de ser su alumno agradecido. Lo abrazo con todas mis fuerzas. Albert Camus”. Estas son las palabras que escribió días después de conocer la noticia de haber sido galardonad­o con el Nobel de Literatura Albert Camus. Lo escribió a su maestro, su profesor de primaria.

Hace poco más de un mes la Universida­d Pontificia Comillas invistió como doctor honoris causa a Nuccio Ordine, uno de los grandes intelectua­les europeos. El humanismo solo tiene una patria, el mundo entero. Pocas veces en mi vida académica he escuchado un discurso más bello, profundo, limpio, vibrante, apasionant­e, donde se reivindica el papel de la educación, el valor, la palabra, el humanismo, el arte, la literatura, la música.

Ordine es un genio con una obra escrita y publicada en una treintena de idiomas. Uno de los mayores eruditos en la vida y obra de Giordano Bruno, reducido a cenizas en Campo de Fiori y cuya sombría y misteriosa estatua impresiona a quien visita Roma.

La hondura de su discurso solo comparable a la frescura de su palabra, el acierto, el foco y el enfoque han sido soberbios. Un aldabonazo que resuena a veces en las cajas vacías de silencios y donde todo sigue una partitura económica y sus dictados. Teorías económicas, algunas que han impuesto sus principios también en el mundo de la educación. Añadió: “Querría empezar hablando de la educación. Por desgracia, asistimos en silencio, desde hace décadas, a la degradació­n de la educación. No faltan profesores y estudiante­s que, por distintas razones, han expresado y expresan el malestar de quienes viven la realidad de escuelas y universida­des que hace tiempo perdieron su función esencial: formar ciudadanos cultos, solidarios, dotados de sentido crítico y con una auténtica conciencia civil”.

Se puede decir de otra manera, pero no más claro. “Más allá de las buenas intencione­s, me parece evidente que las escuelas y universida­des se ven obligadas a trabajar exclusivam­ente para obtener buenas clasificac­iones. Sin resultados no hay financiaci­ón. En otras palabras: los que no aceptan los criterios están condenados a sucumbir. El sistema que mide no se limita a medir. “Inteligenc­ia, valentía, fortaleza de ideas y conviccion­es, simpatía y generosida­d a raudales bien aderezadas de la humildad que solo los grandes atesoran.

Hubo un tiempo en este país, no tan lejano, en el que la educación se cimentaba en el esfuerzo, la seriedad, la ilusión y el sacrificio

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