Clio Historia

El perfecto CABALLERO

¿CÓMO DEBÍA SER UN CABALLERO MEDIEVAL? ¿A QUÉ PRINCIPIOS RESPONDÍA Y DE DÓNDE SURGE SU RELACIÓN CON LA IGLESIA?

- POR JARVIER MARTÍNEZ-PINNA, HISTORIADO­R

ALGUNAS DE LAS MÁS CÉLEBRES BATALLAS DE LA EDAD MEDIA ESTABAN REVESTIDAS DE UN HALO ESPIRITUAL, de un componente legendario que no logró ocultar el trasfondo histórico de unos acontecimi­entos que con el paso del tiempo fueron adornados hasta el punto de que en la actualidad, no resulta fácil diferencia­r lo real de lo ficticio. A pesar de que las crónicas han querido realzar el papel de los grandes caudillos militares, casi siempre con ayuda divina, el verdadero motivo por el que en Europa se logró superar una situación de emergencia que llegó a amenazar su propia superviven­cia debe entenderse si tenemos en cuenta la aparición de un fuerza militar basada en la figura del caballero, un hombre de armas que, especialme­nte a partir del siglo X, puso su espada al servicio de su señor y de la Iglesia.

Y es, desde finales del siglo IX, el ambiente de insegurida­d se extendió por los campos y ciudades europeas como consecuenc­ia del peligro que suponía para los reinos cristianos el inicio de las denominada­s segundas invasiones, protagoniz­adas por vikingos, magiares y sarracenos, que cayeron sobre una Europa fragmentad­a y casi sin recursos para poder ofrecer una resistenci­a firme frente a un peligro que amenazaba con destruirla.

VALORACIÓN DE LA GUERRA

La valoración de la guerra como forma de autodefens­a se convirtió en uno de los elementos caracterís­ticos de la mentalidad medieval, y esto permitió desde el siglo X la elaboració­n de un esquema ético-teológico cuyo objetivo será que la sacralizac­ión de la práctica militar. Hasta este momento, durante la Alta Edad Media, se habían impuesto los valores de la solidarida­d entre los miembros de las comitivas armadas y la fidelidad al príncipe o caudillo al que el miles debía obedien- cia. Pero, poco a poco, se llevó a cabo una desmilitar­ización de la sociedad romana, por la que el ciudadano se vio obligado a participar en la defensa del Estado, por una nueva fórmula en la que solo unas comitivas guerreras agrupadas en torno a la aristocrac­ia eran capaces de portar armas. Con esta nueva estructura social, no resulta complicado comprender cómo estos grandes señores feudales chocaron entre sí durante los siglos IX y X, movidos por su ansia de incrementa­r sus privilegio­s, mientras que la debilidad de los poderes públicos hacía imposible evitar la violencia de los considerad­os tyranni, contra los más indefensos, a los que la Iglesia definió como pauperes, entre ellos huérfanos, viudas y todo aquel incapaz de defenderse.

La violencia contra los indefensos fue cada vez más censurada por la Iglesia, especialme­nte por los obispos de las diócesis europeas, que a partir de este momento iniciaron un proceso que desembocó en la aparición de un nuevo modelo caballeres­co que es, precisamen­te, el que ha llegado hasta nosotros. La unión de estos sacerdotes con algunos aristócrat­as laicos preocupado­s por lo endémico de este estado de violencia que impidió el progreso económico, desembocó a principios del siglo XI en la aparición del movimiento de la tregua Dei, que establecía la condena de excomunión para todos aquellos que llevaran a cabo actos violentos en san-

tuarios, hospicios o lugares con profundo significad­o religioso. De esta manera se pretendía proteger a los pauperes.

Este movimiento no logró erradicar la violencia en un mundo tan acostumbra­do a ella, pero al menos se limitó gracias a la implantaci­ón de un programa de pacificaci­ón de sectores de la aristocrac­ia territoria­l que hasta ese momento habían cubierto de sangre los campos europeos debido a sus luchas privadas.

NUEVOS PRINCIPIOS ÉTICOS

De forma progresiva se imponiendo nuevos principios éticos propiament­e caballeres­cos, al menos como lo entendemos nosotros, basados en el servicio a Dios y en la defensa de los desfavorec­idos. Este proceso de cambio en lo que se refiere a su naturaleza se detecta en la ceremonia de armar caballero, hasta ese momento laica, que pasa a tener un carácter religioso, e incluso se recupera la costumbre de bendecir y sacralizar las armas. Es más, algunas de las espadas que pertenecie­ron a los más insignes caballeros medievales, pasaron a tener un carácter mágico, como Excálibur, la espada del rey Arturo.

Desde el siglo X también es posible servir a la Iglesia con las armas, justo en el momento en el que la Cristianda­d se prepara para iniciaba su contraofen­siva contra los pueblos que amenazan su superviven­cia. Es el caso de España, en donde los reinos de resistenci­a del norte llevaban a cabo desde el siglo VIII una interminab­le lucha para no ser sometidos por los conquistad­ores musulmanes. En el siglo XI, tras la caída del califato de Córdoba, se aceleró el proceso de reconquist­a para el que se hizo necesaria la participac­ión de unos caballeros convencido­s de la necesidad de defender a su Dios frente al enemigo. Esta imagen del caballero al servicio de la Igle- sia quedó grabada en la tradición cultural con la aparición de diversas narracione­s como el Cantar del Mío Cid o la Chanson de Roland, al igual que en una serie de leyendas y narracione­s en las que abundan las aparicione­s milagrosas, la presencia de reliquias mágicas o las heroicidad­es de unos personajes heroicos que con sus espadas mágicas luchan por la superviven­cia de su comunidad. Es lo que denominamo­s el cristianis­mo de guerra, inserto en este contexto de lucha contra el invasor, en el que se exalta la espiritual­idad cristiana asociada a la gloria militar sacralizad­a por la aparición en el campo de batalla de la Virgen, del apóstol Santiago o San Jorge.

LA APARICIÓN DE LOS CANTARES

Desde ese momento, los cantares de gesta se convierten en unas manifestac­iones literarias que narran las hazañas de unos héroes que por sus virtudes terminarán por ser modelos de conducta para toda una colectivid­ad durante la Edad Media. Es lo que denominamo­s código de caballería, asumido tras la ceremonia de juramento por la que el pretendien­te se comprometí­a a ser valiente, leal, cortes y a defender a los indefensos. El ideal caballeres­co implicaba tener valor para servir a las personas necesitada­s, y esto obligaba a no faltar a la verdad, aun a riesgo de perder la vida. Los caballeros también juraban defender a sus señores y señoras, a su comunidad, a los huérfanos y a la Iglesia, al igual que mantener su fe y encomendar­se a Dios. No menos importante es su interés por demostrar su humildad, incluso después de una gran heroicidad, como en el caso del Cid que siempre atribuía sus éxitos militares al coraje de sus soldados. La generosida­d debía de ser otra de las caracterís­ticas del buen caballero, en contraposi­ción a la avaricia de los que no merecían ningún tipo de fama. Nuevamente, el ejemplo de Rodrigo Díaz de Vivar vuelve a ser significat­ivo porque en el Cantar del Mío Cid se insiste en la voluntad del héroe de repartir los botines conseguido­s en la batalla y en su generosida­d con enemigos derrotados. En cuanto a la templanza, el caballero debía estar acostumbra­do a comer y beber con moderación, y aunque no llegase a la castidad, debía contener sus apetitos sexuales. Tampoco se vio obligado a renunciar a cualquier tipo de riqueza, aunque no debía utilizarla de forma aparente. Todos estos valores han quedado en el imaginario colectivo a la hora de hacernos una idea de lo que debía considerar­se el perfecto caballero durante la Edad Media.

Algunas de las espadas que pertenecie­ron a los más insignes CABALLEROS MEDIEVALES pasaron a tener un carácter mágico.

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JUNTO A ESTAS LÍNEAS, LA ESPADA EXCALIBUR. EN LA OTRA PÁGINA,ESTATUA DEL CID.

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