El perfecto CABALLERO
¿CÓMO DEBÍA SER UN CABALLERO MEDIEVAL? ¿A QUÉ PRINCIPIOS RESPONDÍA Y DE DÓNDE SURGE SU RELACIÓN CON LA IGLESIA?
ALGUNAS DE LAS MÁS CÉLEBRES BATALLAS DE LA EDAD MEDIA ESTABAN REVESTIDAS DE UN HALO ESPIRITUAL, de un componente legendario que no logró ocultar el trasfondo histórico de unos acontecimientos que con el paso del tiempo fueron adornados hasta el punto de que en la actualidad, no resulta fácil diferenciar lo real de lo ficticio. A pesar de que las crónicas han querido realzar el papel de los grandes caudillos militares, casi siempre con ayuda divina, el verdadero motivo por el que en Europa se logró superar una situación de emergencia que llegó a amenazar su propia supervivencia debe entenderse si tenemos en cuenta la aparición de un fuerza militar basada en la figura del caballero, un hombre de armas que, especialmente a partir del siglo X, puso su espada al servicio de su señor y de la Iglesia.
Y es, desde finales del siglo IX, el ambiente de inseguridad se extendió por los campos y ciudades europeas como consecuencia del peligro que suponía para los reinos cristianos el inicio de las denominadas segundas invasiones, protagonizadas por vikingos, magiares y sarracenos, que cayeron sobre una Europa fragmentada y casi sin recursos para poder ofrecer una resistencia firme frente a un peligro que amenazaba con destruirla.
VALORACIÓN DE LA GUERRA
La valoración de la guerra como forma de autodefensa se convirtió en uno de los elementos característicos de la mentalidad medieval, y esto permitió desde el siglo X la elaboración de un esquema ético-teológico cuyo objetivo será que la sacralización de la práctica militar. Hasta este momento, durante la Alta Edad Media, se habían impuesto los valores de la solidaridad entre los miembros de las comitivas armadas y la fidelidad al príncipe o caudillo al que el miles debía obedien- cia. Pero, poco a poco, se llevó a cabo una desmilitarización de la sociedad romana, por la que el ciudadano se vio obligado a participar en la defensa del Estado, por una nueva fórmula en la que solo unas comitivas guerreras agrupadas en torno a la aristocracia eran capaces de portar armas. Con esta nueva estructura social, no resulta complicado comprender cómo estos grandes señores feudales chocaron entre sí durante los siglos IX y X, movidos por su ansia de incrementar sus privilegios, mientras que la debilidad de los poderes públicos hacía imposible evitar la violencia de los considerados tyranni, contra los más indefensos, a los que la Iglesia definió como pauperes, entre ellos huérfanos, viudas y todo aquel incapaz de defenderse.
La violencia contra los indefensos fue cada vez más censurada por la Iglesia, especialmente por los obispos de las diócesis europeas, que a partir de este momento iniciaron un proceso que desembocó en la aparición de un nuevo modelo caballeresco que es, precisamente, el que ha llegado hasta nosotros. La unión de estos sacerdotes con algunos aristócratas laicos preocupados por lo endémico de este estado de violencia que impidió el progreso económico, desembocó a principios del siglo XI en la aparición del movimiento de la tregua Dei, que establecía la condena de excomunión para todos aquellos que llevaran a cabo actos violentos en san-
tuarios, hospicios o lugares con profundo significado religioso. De esta manera se pretendía proteger a los pauperes.
Este movimiento no logró erradicar la violencia en un mundo tan acostumbrado a ella, pero al menos se limitó gracias a la implantación de un programa de pacificación de sectores de la aristocracia territorial que hasta ese momento habían cubierto de sangre los campos europeos debido a sus luchas privadas.
NUEVOS PRINCIPIOS ÉTICOS
De forma progresiva se imponiendo nuevos principios éticos propiamente caballerescos, al menos como lo entendemos nosotros, basados en el servicio a Dios y en la defensa de los desfavorecidos. Este proceso de cambio en lo que se refiere a su naturaleza se detecta en la ceremonia de armar caballero, hasta ese momento laica, que pasa a tener un carácter religioso, e incluso se recupera la costumbre de bendecir y sacralizar las armas. Es más, algunas de las espadas que pertenecieron a los más insignes caballeros medievales, pasaron a tener un carácter mágico, como Excálibur, la espada del rey Arturo.
Desde el siglo X también es posible servir a la Iglesia con las armas, justo en el momento en el que la Cristiandad se prepara para iniciaba su contraofensiva contra los pueblos que amenazan su supervivencia. Es el caso de España, en donde los reinos de resistencia del norte llevaban a cabo desde el siglo VIII una interminable lucha para no ser sometidos por los conquistadores musulmanes. En el siglo XI, tras la caída del califato de Córdoba, se aceleró el proceso de reconquista para el que se hizo necesaria la participación de unos caballeros convencidos de la necesidad de defender a su Dios frente al enemigo. Esta imagen del caballero al servicio de la Igle- sia quedó grabada en la tradición cultural con la aparición de diversas narraciones como el Cantar del Mío Cid o la Chanson de Roland, al igual que en una serie de leyendas y narraciones en las que abundan las apariciones milagrosas, la presencia de reliquias mágicas o las heroicidades de unos personajes heroicos que con sus espadas mágicas luchan por la supervivencia de su comunidad. Es lo que denominamos el cristianismo de guerra, inserto en este contexto de lucha contra el invasor, en el que se exalta la espiritualidad cristiana asociada a la gloria militar sacralizada por la aparición en el campo de batalla de la Virgen, del apóstol Santiago o San Jorge.
LA APARICIÓN DE LOS CANTARES
Desde ese momento, los cantares de gesta se convierten en unas manifestaciones literarias que narran las hazañas de unos héroes que por sus virtudes terminarán por ser modelos de conducta para toda una colectividad durante la Edad Media. Es lo que denominamos código de caballería, asumido tras la ceremonia de juramento por la que el pretendiente se comprometía a ser valiente, leal, cortes y a defender a los indefensos. El ideal caballeresco implicaba tener valor para servir a las personas necesitadas, y esto obligaba a no faltar a la verdad, aun a riesgo de perder la vida. Los caballeros también juraban defender a sus señores y señoras, a su comunidad, a los huérfanos y a la Iglesia, al igual que mantener su fe y encomendarse a Dios. No menos importante es su interés por demostrar su humildad, incluso después de una gran heroicidad, como en el caso del Cid que siempre atribuía sus éxitos militares al coraje de sus soldados. La generosidad debía de ser otra de las características del buen caballero, en contraposición a la avaricia de los que no merecían ningún tipo de fama. Nuevamente, el ejemplo de Rodrigo Díaz de Vivar vuelve a ser significativo porque en el Cantar del Mío Cid se insiste en la voluntad del héroe de repartir los botines conseguidos en la batalla y en su generosidad con enemigos derrotados. En cuanto a la templanza, el caballero debía estar acostumbrado a comer y beber con moderación, y aunque no llegase a la castidad, debía contener sus apetitos sexuales. Tampoco se vio obligado a renunciar a cualquier tipo de riqueza, aunque no debía utilizarla de forma aparente. Todos estos valores han quedado en el imaginario colectivo a la hora de hacernos una idea de lo que debía considerarse el perfecto caballero durante la Edad Media.
Algunas de las espadas que pertenecieron a los más insignes CABALLEROS MEDIEVALES pasaron a tener un carácter mágico.