MARIA MITCHELL, la gran astrónoma norteamericana
HACE DOSCIENTOS AÑOS, UN DÍA DE AGOSTO DE 1818, NACÍA UNA MUJER QUE ESCRIBIRÍA UNO DE LOS CAPÍTULOS MÁS ESPLÉNDIDOS DE LA HISTORIA DE LA CIENCIA. MARIA MITCHELL APRENDIÓ A AMAR LAS ESTRELLAS DE LA MANO DE SU PROPIO PADRE, QUIEN NO TUVO REPAROS EN ENSEÑARLE TODOS LOS SECRETOS DEL UNIVERSO A SU HIJA. MARIA MITCHELL PASARÍA A LA POSTERIDAD POR HABER DESCUBIERTO UN COMETA Y RECIBIR EL RECONOCIMIENTO INTERNACIONAL A SU CARRERA, ADEMÁS DE HABER DIRIGIDO EL PRIMER OBSERVATORIO DEL VASSAR COLLEGE, DEL QUE SALDRÍAN OTRAS GRANDES CIENTÍFICAS DE LOS ESTADOS UNIDOS.
MARIA MITCHELL NACIÓ EL 1 DE AGOSTO DE 1818 EN LA PEQUEÑA ISLA DE NANTUCKET, situada a unos cincuenta kilómetros del estado de Massachusetts, un hermoso y alejado lugar que vivía de la pesca de las ballenas. Su población, mayoritariamente cuáquera, eran abiertamente contraria a la esclavitud y defendía la igualdad entre hombres y mujeres.
En Nantucket se decía que la madre de Maria, Lydia Coleman, había leído todos los libros que había en la isla. De hecho, habría dado el nombre de María a su hija en honor a una escritora inglesa, Maria Edgeworth, que había conocido en las dos únicas librerías de Nantucket en las que trabajó en su juventud, y en las que devoró todas las páginas que tuvo a su alcance. Lydia, que también había trabajado como profesora en la escuela cuáquera de la isla, encontró en William Mitchell algo más que un esposo. Estudiante de Harvard, William
compartiría con Lydia un proyecto de vida familiar basado en la igualdad y en la pasión por el conocimiento.
Lydia y William tuvieron diez hijos de los que solo uno falleció en la infancia, algo muy poco habitual en aquella época. Maria fue la tercera, la segunda hija. Sus hermanos y hermanas la recordarían como una magnífica lectora y narradora de historias. En un hogar rebosante de sabiduría, las veladas discurrían con lecturas de novelas o retos matemáticos que se convertían en juegos.
Los hijos e hijas de los Mitchell se disputaban el papel de ayudante de su padre, astrónomo de profesión quien delegaba a sus pequeños la tarea de contar segundos con su cronómetro mientras observaba el paso de alguna estrella o la lejanía de un planeta en las largas y oscuras noches de Nantucket. Maria Mitchell creció asumiendo como algo natural las matemáticas y la astronomía, y pronto se convirtió en la sombra de su padre, quien transmitió su pasión por el Universo a todos sus hijos, sin pararse a distinguir si eran hombres o mujeres.
Así que la primera escuela de Maria y sus hermanos fue la terraza de su hogar, en la que su padre era el gran maestro de astronomía, así como la larga mesa de la cocina, en la que Lydia, entre pucheros, enseñaba a sus hijos e hijas los primeros rudimentos de letras y números. Ambos enseñaron a los pequeños Mitchell no solo lecciones de álgebra o gramática, sino que les inculcaron la pasión por pensar y descubrir todo lo que el mundo y el Universo les podía deparar. Lydia y William enseñaron a sus hijos a pensar y a hacerse preguntas.
LA PEQUEÑA AYUDANTE
De todos sus hijos, William descubrió pronto en Maria una mente excepcional y un espíritu insaciable de conocimientos. Con apenas once años se había convertido en la orgullosa ayudante de su padre, emulando a su admirada astrónoma alemana Caroline Herschel. Maria sintió desde muy pequeña la pasión por el Universo y las matemáticas y supo ver en planetas, astros y nebulosas la belleza de los números. Maria y William se convertían en un equipo indisoluble cuando subían al tejado del humilde hogar de los Mitchell en el que se erigía uno de los telescopios más potentes del momento. Allí, su padre la trataba como una compañera de estudio más que como una hija.
Maria Mitchell tuvo la suerte de tener un padre que creía fervientemente en la igualdad intelectual entre hombres y mujeres defendida por los cuáqueros. En cierta ocasión, un autor cuáquero escribió en el Nantucket Inquirer: "¿La imaginación de las mujeres es menos intensa que la de los hombres? Si la respuesta es 'no', ¿por qué tendríamos que negar a sus mentes el privilegio de contemplar las incontables órbitas de luz plateada que se mueven en un magnífico silencio a través de la profunda e ilimitable extensión de los cielos?". Idea que defendía incondicionalmente William Mitchell.
En esta atmósfera excepcional, Maria Mitchell no fue una rara avis, era una joven más que disfrutaba sumergiéndose en el estudio de las ciencias, lo que le permitió crecer como científica de manera natural y considerarse astrónoma de pleno derecho sin que nadie lo cuestionara.
En 1830, William Mitchell abrió una escuela privada en la que iba a enseñar al mismo número de chicos que de chicas, entre ellas, su propia hija. Maria asistió a las clases de su padre hasta que se incorporó a la academia Cyrus Pierce, en la que consiguió su primer empleo como maestra a los quince años.
APRENDIENDO Y ENSEÑANDO
En 1835, siguiendo los pasos de su padre, Maria Mitchell decidió fundar su propia escuela y aplicar todo lo que había aprendido de William. Maria quería enseñar a sus alumnos, hacerles pensar y encontrar en el conocimiento una auténtica pasión. Su escuela, como anunciaba el Nantucket Inquirer, estaba abierta a todas las niñas que quisieran aprender a "leer, escribir, deletrear, geografía, gramática, historia, filosofía natural, aritmética, geometría y álgebra".
La escuela fue todo un éxito, pero, para desgracia de sus alumnas, Maria
MARIA SINTIÓ DESDE MUY PEQUEÑA la pasión por el Universo y las matemáticas, y supo ver en los planetas, astros y nebulosas la belleza de los números.
estaba destinada a alcanzar metas más elevadas. Un año después de emprender su proyecto educativo, recibió una oferta que no podía rechazar, el de bibliotecaria del prestigioso Atheneum de Nantucket. Aquel mismo año de 1836, su padre fue nombrado director del Pacific Bank, situado en la calle principal de Nantucket. Los Mitchell dejaban su pequeño hogar de la calle Vestal para trasladarse a la planta superior del banco. En su tejado, William se embarcó en el apasionante proyecto de construir un observatorio mucho más amplio.
Maria había alcanzado un magnífico equilibrio en su vida. Trabajaba en el Atheneum, estudiaba largas horas y ayudaba a su padre en el nuevo observatorio. Aún tenía tiempo para participar en un club literario formado por veintidós hombres y veintidós mujeres.
Hasta 1857, Maria Mitchell vivió esta existencia tranquila, pero intensa en su amado hogar de Nantucket, en el que transmitió a sus habitantes, sobre todo mujeres, su pasión por la ciencia y el conocimiento.
EL COMETA MARIA
Tras las largas jornadas de trabajo y estudio, Maria se refugiaba en el observatorio de su hogar, donde esperaba que se hiciera de noche para escudriñar el Universo ataviada exclusivamente con una pequeña lámpara de aceite de ballena y un cuaderno de notas para apuntar todo lo que
observaba a través del telescopio. Fue así cómo el primero de octubre de 1847, Maria observó en el cielo una línea borrosa que identificó con un cometa. Para ella fue una alegría, pero cuando su padre se dispuso a hacer público el descubrimiento de su hija, ella se negó. Como explicó una de sus hermanas, Anne, simplemente se limitó a decir que "ahí estaba, ¿como no iba a verlo? No hay ningún mérito en ello".
Finalmente, el descubrimiento fue publicado en distintas revistas científicas y terminó siendo conocido como "El cometa de la señorita Mitchell", en contra de la propia Maria que recibió el reconocimiento de la comunidad científica de los Estados Unidos y de Europa. Llegó incluso a recibir la prestigiosa medalla de oro a los descubrimientos astronómicos concedida por el rey de Dinamarca.
Maria había pasado de ser una bibliotecaria y aprendiz de astrónoma respetada en la pequeña isla de Nantucket a convertirse en una auténtica estrella de la comunidad científica. En junio de 1848 lograría ser la primera mujer elegida miembro honorario de la Academia Americana de las Ciencias y las Artes. Pocos meses después recibía una oferta de trabajo que no podía rechazar y que le permitió continuar con su trabajo en el Ateneo de Nantucket y sus observaciones astronómicas. La Armada Norteamericana le encomendó la tarea de calculadora para el Nautical Almanac, una publicación que recopilaba información relacionada con la posición de los astros para ayudar en la navegación. Hacia mediados del siglo XIX, Maria Mitchell se había convertido en astrónoma profesional de los Estados Unidos con una larga lista de reconocimientos a su espalda. En aquellos años fue invitada a formar parte de algunas de las instituciones científicas más importantes de su país como la Asociación Americana para el Desarrollo de la Ciencia o la Sociedad Filosófica Americana.
CONQUISTANDO EL MUNDO
Maria había llegado a la treintena siendo una mujer económicamente independiente, que se había convertido en una reputada astrónoma. Sin embargo, su vida no encajaba con el modelo de vida reservado para las mujeres de su tiempo. En su casa, sus hermanas y hermanos habían empezado a dejar huecos difíciles de llenar. Se habían casado y formado sus propias familias. Sus amigas, como ya hicieran su madre y sus hermanas, habían abandonado sus respectivas carreras para dedicarse a lo que únicamente se esperaba de ellas, ser esposas y madres.
EN JUNIO DE 1848, Maria Mitchell lograría ser la primera mujer elegida miembro honorario de la Academia Americana de las Ciencias y las Artes.
A pesar de tener el ferviente convencimiento de no haber nacido para el matrimonio, la soledad empezaba a hacer mella en su persona. En la década de 1850, Maria decidió dar un paso importante en su vida, dejar su trabajo en el Ateneo de Nantucket y prepararse para viajar lejos de casa. En 1856, Maria pidió referencias a varios científicos de Yale, Harvard y de la sociedad smithoniana para preparar su viaje a Europa, adonde quería ir en calidad de astrónoma. Quería aprender de primera mano todas las novedades científicas de los más importantes astrónomos del Viejo Continente.
El 22 de julio de 1857, Maria se embarcaba en el Arabia, en el puerto de Nueva York, rumbo a Liverpool, primera escala de un largo viaje que la llevaría por las principales ciudades europeas, en las que conocería a los más eminentes científicos de su tiempo y visitaría los más grandes observatorios, como el de Greenwich, en Inglaterra, o el Pulkova, en Rusia. Maria disfrutó de un cálido recibimiento allí donde iba, pues su fama la precedía. Maria conoció a algunos de los familiares de Caroline y William Herschel y tuvo el honor de ser recibida en su casa de Florencia por Mary Somerville, considerada "la reina de las ciencias".
Cuando Maria llegó a Roma, siguiendo los pasos del gran Galileo, se topó con una desagradable situación. Su condición de mujer le vetaba el acceso al observatorio del Vaticano. Maria nunca había tenido un especial sentimiento político ni de lucha social, desde su infancia había vivido en un mundo relativamente igualitario, pero esta era la primera vez que no podía entrar en un espacio científico simplemente por ser mujer. Maria no estaba dispuesta a marcharse de la Ciudad Eterna sin pisar con sus femeninos pies el observatorio. Y lo consiguió. Aunque con una absurda condición: solamente podía permanecer allí mientras fuera de día. Después de pasarse largas veladas junto a su padre y otros científicos en los Estados Unidos y Europa observando el Universo en los momentos más precisos, durante las horas nocturnas, los prejuicios religiosos le negaron ese privilegio. Aquel hecho la marcaría para siempre, despertando en ella sus reivindicaciones feministas.
SUEÑOS Y DESESPERANZAS
En el verano de 1858 Maria regresaba a su hogar en Nantucket convertida en otra persona. Había ganado en autoconfianza y había encontrado un nuevo reto en su vida. Además de continuar con sus investigaciones científicas, iba a trabajar para conseguir un mejor acceso de las mujeres a la educación. En la casa de los Mitchell
solo quedaban sus padres. Todos sus hermanos y hermanas estaban casados y solamente dos se habían quedado en la isla. Su madre llevaba mucho tiempo enferma en su cama. Mientras el país se preparaba para una guerra inminente, Maria pasaba largas horas junto al lecho de Lydia haciéndole compañía y continuaba con su trabajo en el Almanaque náutico. Maria inició también un ensayo sobre Mary Somerville y empezó a preparar artículos científicos, en los que plasmaría sus cálculos astronómicos.
Otro de los proyectos que quería llevar a cabo era la construcción de un nuevo observatorio, en el que instalaría un telescopio de cinco pulgadas considerado como el mejor telescopio de los Estados Unidos. Su sueño se convirtió en realidad a finales de octubre de 1859 gracias a su propia inversión y a la cesión de una parcela detrás de la escuela Coffin de Nantucket, hecho que permitió que sus alumnos disfrutaran de la observación astronómica y de las explicaciones de Maria.
Sus sueños de continuar con sus investigaciones se vieron truncados, como los de millones de personas en Estados Unidos, cuando la guerra empezó a hacer sonar sus tambores por todo el territorio. "Espero que no haya una guerra civil", escribió Maria a un amigo en enero de 1861, cuando el conflicto armado era prácticamente un hecho. Pocos meses después, su madre fallecía. Poco o nada ataba a los Mitchell que aún quedaban en Nantucket, por lo que Maria se llevó a su padre a vivir con ella a Lynn, en Massachusetts, cerca de una de sus hermanas. También trasladó su observatorio e intentó empezar una nueva vida.
EN VASSAR POR UNA CONFUSIÓN
En 1862, llegó a oídos de Maria el proyecto de creación de un nuevo centro educativo para mujeres, el que sería conocido como Vassar College. Los responsables del centro recibieron la propuesta cuando aún no habían abierto sus puertas y se encontraban en pleno
debate acerca de la idoneidad de contratar mujeres como profesoras. Ya existían maestras trabajando en escuelas y seminarios, pero no en universidades, entre otras cosas porque ellas mismas no habían podido titularse en ninguna. Las opiniones eran diversas, mientras Matthew Vassar recibió la propuesta con gran entusiasmo, su socio en el proyecto y primer presidente del centro, se mostró pública y claramente contrario.
A todo esto, parece ser que la petición de Maria no era para ella misma, sino para un hermano suyo, pues era plenamente consciente de que una mujer como profesora universitaria era algo verdaderamente inusual.
Finalmente, a principios de 1864, Maria Mitchell recibió una propuesta firme para ejercer como profesora de astronomía en Vassar. Pocas semanas antes de que el centro abriera definitivamente sus puertas, el 26 de septiembre de 1865, se trasladó con su padre a vivir junto al observatorio del college. Maria estaba contenta por su nuevo reto, que le permitía continuar con su trabajo en el Almanaque a la vez que completaba sus ingresos dando conferencias. Sin embargo, pronto se dio cuenta del enorme agravio comparativo que habían hecho con ella, cobrando un sueldo muy inferior al de sus colegas profesores.
A pesar de las diferencias, la nueva vida de Maria y su padre les reportó la satisfacción de poder trabajar con instrumentos astronómicos de última generación. Maria tenía entonces cuarenta y siete años, pero parecía haber renacido. Todo lo que hacía llenaba su vida, el trabajo en el Almanaque, las clases de astronomía y sus observaciones nocturnas, además de hacerse cargo de su anciano padre, con el que continuaba compartiendo conocimientos científicos. Sin embargo, tres años más tarde, su cuerpo tuvo que rendirse a la evidencia. Estaba extenuada, el día no tenía más horas y necesitaba descansar en unas noches que dedicaba a observar el Universo. Así que, en septiembre de 1868, tomó la difícil decisión de dejar el trabajo que le había reportado una independencia económica excepcional para su género y la había convertido en la astrónoma profesional que era, el Almanaque Náutico.
En la década de 1870, las voces que criticaban la educación superior de las mujeres empezaron a amenazar las metas alcanzadas hasta entonces. Una de las voces más virulentas fue la de Edward Clarke, un profesor de Harvard, autor de El sexo en la educación, que atacó directamente la educación femenina como algo aberrante y antinatural, argumentando que podía poner en peligro su propia feminidad e incluso su salud mental. Maria recibió esta corriente crítica con indignación y empezó a implicarse en distintas organizaciones feministas para defender su lugar en el mundo, como la Asociación por el Progreso de las Mujeres (Association for the Advancement of Women), de la que llegó a ser su presidenta.
A mediados de la década de 1880, Maria empezaba a rendirse a la evidencia. Las mujeres estaban siendo relegadas de los estudios científicos y en los observatorios solamente encontraron un lugar como asistentes, negándoles la posibilidad de liderar las investigaciones. En 1888, el año en el que cumplía setenta años, Maria Michell decidió retirarse de la enseñanza y se trasladó a vivir a Lynn, cerca de una de sus hermanas, donde planeó construir un nuevo observatorio que se encargó de hacer realidad uno de sus sobrinos y empezó a estudiar griego. Su cuerpo ganó la batalla a la voluntad de aquel espíritu incansable. El 28 de junio de 1889 Maria Mitchell fallecía en su casa.
Sus restos mortales regresaron a la pequeña y lejana isla de Nantucket donde descansan junto a Lydia y William, sus amados padres que abrieron a Maria un mundo de igualdad y conocimiento, poniendo los cimientos de una vida excepcional. Dieron a Maria la oportunidad de convertirse en la gran astrónoma que fue.
A PRINCIPOS DE 1864, Maria Mitchell recibió una propuesta firme para ejercer como profesora de astronomía en el Vassar College.