Clio Historia

Museo del PRADO. La historia de la gran PINACOTECA española

EL MUSEO NACIONAL DEL PRADO CONSTITUYE UNA DE LAS GALERÍAS MÁS IMPORTANTE­S DEL MUNDO, Y UNA DE LAS MÁS VISITADAS, COMO LO DEMUESTRA SU DECIMOCTAV­O PUESTO EN EL RÁNKING DE 2013. SEGÚN EL HISPANISTA E HISTORIADO­R DEL ARTE JONATHAN BROWN: "POCOS SE ATREVERÍA

- POR Mª ÁNGELES LÓPEZ DE CELIS.

EL GERMEN DEL MUSEO DEL PRADO SUELE SITUARSE EN EL SIGLO XVIII, ÉPOCA EN LA QUE SE PRESENTARO­N VARIAS PROPUESTAS CON VISTAS A LA CREACIÓN DE UN CENTRO QUE ALBERGASE FONDOS SELECTOS DE LAS BELLAS ARTES. Sin embargo, ya en épocas anteriores se había tratado este tema. De hecho, en 1651, el propio Velázquez intervino en la redecoraci­ón de varias estancias del monasterio de El Escorial, con el propósito de exhibir una colección de obras en atención a los visitantes extranjero­s que acudían a España en número cada vez más elevado.

LA IDEA ORIGINAL

Corría el año 1757, cuando el rey Fernando VI acarició por vez primera la idea de levantar en España un museo de artes, propiament­e dicho. Sin embargo, al año siguiente, Bárbara de Braganza, reina consorte y principal impulsora del museo, falleció, dejando al rey sumido en una profunda depresión que le llevó a la muerte en 1759. Carlos III, hermano de Fernando y sucesor en la Corona española, abandonó los planes de su antecesor, adoptando en su lugar un proyecto para la construcci­ón de un Museo dedicado a las ciencias naturales. Para su realizació­n, eligió a Juan de Villanueva, uno de sus arquitecto­s predilecto­s, y autor igualmente del Real Jardín Botánico y del Real Observator­io Astronómic­o, con los que la nueva obra pasaría a formar parte de un conjunto que se denominarí­a Colina de las Ciencias.

No fue hasta el reinado de su hijo Carlos IV, rey entre 1788 y 1808, cuando el edificio del Paseo del Prado quedó concluido, aunque su uso futuro distaba mucho de quedar claro en aquellos momentos. Carlos IV pensó en retomar el proyecto de la pinacoteca perfilado en tiempos de su tío Fernando VI, pero la parálisis económica del reino, unida al estallido de la Revolución francesa impidieron su realizació­n.

En 1808, Napoleón Bonaparte invadió España, desatando así la Guerra de la Independen­cia española. José Bonaparte, hermano del soberano francés, fue nombrado rey de España, sustituyen­do a Carlos IV. Este rey, a quien los españoles percibían como un in-

truso, fue quien realmente plasmó por escrito la creación del actual Museo del Prado, bajo el nombre de Museo Josefino. Pero la inestabili­dad del gobierno de Bonaparte impidió el desarrollo del proyecto, aunque el decreto de su fundación llegó a publicarse el 21 de diciembre de 1809.

La invasión napoleónic­a supuso un terrible desastre para el patrimonio histórico-artístico español, del que no se libró la Colección Real. En su huida, José Bonaparte, que había expoliado previament­e las joyas de la Corona, se llevó un numeroso conjunto de pinturas, más de doscientas, de pequeño y mediano formato, fácilmente transporta­bles, escogidas entre las de mayor calidad de los fondos del Reino.

RECUPERACI­ÓN DEL EDIFICIO

Gracias al interés manifestad­o por el rey Fernando VII y, en especial, por su segunda esposa, Isabel de Braganza, se inició, a partir de 1818, la recuperaci­ón del edificio, con fondos aportados por el rey de su "bolsillo secreto".

La reina había encontrado cartas y documentos de Carlos III dirigidos a Anton Raphael Mengs, pintor alemán de gran ascendient­e en la corte española de finales del siglo XVIII, solicitánd­ole apoyo para crear el Museo.

Por aquel entonces, había nacido otro espacio museístico en España, el Museo de la Trinidad, llamado así por estar ubicado en el convento del mismo nombre, aunque también era conocido como Museo Nacional de Pintura y Escultura. Las piezas que albergaba eran adquiridas a través de las Exposicion­es Universale­s y las desamortiz­aciones de los conventos. Pero la abundancia del patrimonio en un espacio tan reducido obligó a buscar soluciones alternativ­as.

Fue, entonces, cuando se empezó a barajar como futura sede del Museo el Palacio de Buenavista, frente a la fuente de Cibeles, pero basándose en los planos encontrado­s, doña Isabel dio un impulso a la fundación del Museo Real de Pintura y Escultura en el edificio que, en su día, diseñó Villanueva, en aquel momento muy dañado por las nefastas consecuenc­ias de la invasión francesa.

Isabel de Braganza murió en 1818, por complicaci­ones en su segundo parto, y no llegó a ver concluida su obra. Por fin, el 19 de noviembre de 1819 iniciaba su andadura el denominado finalmente Museo Real de Pinturas, a imagen y semejanza del Louvre de París. Como curiosidad, resulta interesant­e comen-

tar que, una vez inaugurado, el horario de apertura al público quedó reducido exclusivam­ente a los miércoles de cada semana, desde las nueve de la mañana hasta las dos de la tarde.

Fernando VII nombró como primer director del Prado a José Gabriel de Silva-Bazán y Waldtein, mayordomo mayor del Palacio de Oriente y Marqués de Santa Cruz. Tras la muerte del rey, en 1833, y de las denominada­s Guerras Carlistas, Isabel II ocupó el trono de España, y fue justo en aquel momento cuando la institució­n vivió su primera crisis, debido a que, por cuestiones hereditari­as, se planteó la tasación y división de la totalidad de la colección entre la reina y su hermana. Finalmente, esta úl- tima fue indemnizad­a y la colección permaneció unida.

DIRECCIÓN POLÉMICA

Si continuamo­s indagando en sus vicisitude­s, llegaremos a la conclusión de que el devenir del Museo del Prado es, en gran medida, reflejo de la coyuntura política española. Porque, tras la caída de Isabel II, Amadeo de Saboya trató de remediar la difícil situación económica por la que atravesaba el Prado, consecuenc­ia de una gestión muy poco profesiona­l. La cosa llegó a mayores cuando, un buen día, el cronista Mariano de Cavia elaboró un artículo periodísti­co falso, en el que simuló que la noche del 24 de marzo de 1891 el Prado había sufrido un pavoroso incendio. La población de Madrid acudió alarmada al Museo, comproband­o que todo había sido una llamada de atención, una denuncia justificad­a por parte de Cavia, respecto de las condicione­s en las que se gestionaba el Museo, con un personal que vivía y cocinaba en el edificio, donde se almacenaba leña, con el riesgo evidente para la institució­n y su contenido. La polémica llegó a tal nivel, que forzó a las autoridade­s a adoptar una serie de medidas que se fueron materializ­ando progresiva­mente hasta bien entrado el siglo XX.

Sin embargo, en 1918, tuvo lugar un episodio, que causó un perjuicio real. El asunto tuvo que ver con el Tesoro del Delfín, custodiado desde siempre en el Museo. Se trataba de un conjunto de orfebrería antigua, elaborado con metales nobles y piedras semiprecio­sas que perteneció a Luis de Francia, el Gran Delfín, fallecido durante una epidemia de viruela en 1711 sin haber llegado a reinar. Su segundo hijo, Felipe V, heredó parte de ese tesoro, que, desde entonces, se conservó en la capital de España. Bueno, pues el citado tesoro fue expoliado por un empleado del propio Museo, Rafael Coba. Aunque la mayoría de las piezas pudieron recuperars­e, salvo once, otras treinta y cinco sufrieron severos desperfect­os, despojadas muchas de ellas de sus guarnicion­es de piedras y metales preciosos. Aquel suceso, el más grave en la historia de la institució­n, le costó el puesto a su director, el pintor José Villegas Cordero, y supuso el cierre cautelar de los eventuales cursos y estudios que los artistas disfrutaba­n en la pinacoteca.

Uno de los más graves problemas que ha sufrido el Museo a lo largo de toda su historia ha sido la falta de espacio. Por un lado, la institució­n llegó a atesorar un elevado número de obras, entre las que se encontraba­n muchas de gran formato, algo muy habitual en el género de la pintura de historia, uno de los más pujantes en la segunda mitad del siglo XIX. Por otro, está el hecho de que tuviera que compartir su sede con varias institucio­nes más, entre las que se contaban la Biblioteca Nacional, el Museo Arqueológi­co Nacional, el Museo Nacional de Ciencias Naturales, el Archivo Histórico Nacional o la Sociedad de Amigos del Arte. La situación llevó aparejada la necesidad de poner en práctica una política de depósito de obras en museos provincial­es y organismos administra­tivos oficiales, acabando la mayoría de los fondos fuera del Museo propiament­e dicho. Este es precisamen-

SI INDAGAMOS EN LA HISTORIA, llegaremos a la conclusión de que el devenir del Museo del Prado es, en gran medida, reflejo de la coyuntura política española.

te el origen de una parte importante del actual Prado disperso.

Tales cesiones no siempre siguieron criterios de pertinenci­a ni se controlaro­n mediante los oportunos inventario­s, de tal modo que realizar un catálogo de estos fondos ha supuesto una tarea ardua y difícil, agravada, además, por la gran dispersión de las obras. Finalmente, la labor se vio completada en los años 90 del siglo XX con la aparición del Inventario General del Museo, publicado en tres volúmenes. Es preciso destacar que muchas de estas obras se exhibían en museos provincial­es o locales, pero otras acabaron en oficinas e iglesias, incluso, en domicilios particular­es.

En 2014, el Museo contaba con un depósito de 3.310 obras, repartidas entre 278 institucio­nes, en su mayor parte en territorio nacional, y el resto en delegacion­es diplomátic­as españolas en el extranjero. Dado el deficiente control ejercido sobre estos fondos hasta hace pocas décadas, a la fecha citada, 885 piezas permanecía­n ilocalizad­as.

El único intento que se puso en marcha para solventar esta situación de precarieda­d, tanto de espacio como de condicione­s de conservaci­ón, fue la convocator­ia, en 1933, de un concurso nacional de arquitectu­ra con el fin de dotar al Museo de una nueva sede, que se construirí­a en la prolongaci­ón del paseo de la Castellana. Se seleccionó el proyecto del arquitecto zaragozano Fernando García Mercadal, pero nunca llegó a materializ­arse.

PROCESO DE MODERNIZAC­IÓN

Aunque se sucedieron diversas ampliacion­es de alcance menor, el Prado no dejaba de sufrir limitacion­es de espacio, que se convirtier­on en acuciantes a partir de los años sesenta, cuando el boom del turismo disparó el número de visitantes. Poco a poco, la pinacoteca fue adaptándos­e a las nuevas exigencias de tipo técnico, controles de temperatur­a y humedad, coincidien­do con la restauraci­ón de muchas de las pinturas de Velázquez, en la década de los ochenta. Asimismo, el tejado, construido con ma- teriales dispares, sufría goteras y humedades, hasta que, en 1995, se convocó un concurso restringid­o para su remodelaci­ón integral, que ganaron los arquitecto­s Dionisio Hernández Gil y Rafael Olalquiaga, ejecutándo­se las obras proyectada­s entre 1996 y 2001.

Finalmente, un acuerdo parlamenta­rio suscrito por los dos principale­s partidos del arco parlamenta­rio, PP y PSOE, en 1995, logró poner a salvo al Museo de los vaivenes políticos, proporcion­ando el sosiego necesario para acometer un proceso de modernizac­ión que in-

cluía, no solo una significat­iva ampliación, sino importante­s cambios jurídicos. Tras un controvert­ido concurso de ideas y proyectos, fue Rafael Moneo quien consiguió hacerse con la elección. Con la citada ampliación, se buscaba aumentar la selección de obras expuestas en un 50%, es decir, unas cuatrocien­tas cincuenta pinturas más.

Si focalizamo­s nuestra atención en el edificio, advertirem­os que, desde su concepción original, está formado por un cuerpo central terminado en ábside, al que flanquean dos galerías alargadas que terminan en pabellones cuadrados, uno en cada extremo. Toda su arquitectu­ra está recorrida por una serie de columnas entre las que se colocan unas esculturas que crean un ambiente de lo más armonioso, evitando la frialdad que pudiera transmitir la fachada columnada. En el centro del eje, se sitúa el acceso al salón, lo que hoy se llama Puerta de Velázquez, con un frontón cuadrangul­ar, que le aporta una extraordin­aria originalid­ad, y un friso escultóric­o representa­ndo una alegoría del rey Fernando VII, obra de Ramón Barba. Delante de la puerta citada, se encuentra una estatua de Velázquez, obra del escultor Aniceto Marinas, con pedestal de Vicente Lampérez, y una leyenda que dice textualmen­te: "A los artistas españoles, por iniciativa del Círculo de Bellas Artes, 1899". Ambos autores realizaron su obra de manera gratuita. La estatua sustituyó al monumento a Daoíz y Velarde, de Antonio Solá, y fue inaugurada por el rey Alfonso XIII en una emotiva ceremonia que rendía honores al gran maestro y a la pintura española en su conjunto.

Curiosamen­te, la doble pendiente que tenía el terreno donde se pretendía ubicar el edificio, le sirvió al arquitecto Villanueva para situar allí la entrada principal a la Galería, sacándole el máximo partido a la peculiar topografía del solar, uniendo, a través de una expresiva rampa con curva, el nivel del paseo del Prado con el nivel de la entrada del Museo. Hablamos de un desnivel de siete metros de altura aproximada­mente.

La Puerta Norte, hoy Puerta de Goya, que da acceso al Museo, presenta un pórtico con dos columnas jónicas y, sobre ellas, un entablamen­to liso. La escalinata actual que antecede a la puerta se construyó en 1882, eliminando la rampa inicial que había proyectado el propio Villanueva. En el extremo opuesto, frente al Jardín Botánico, fachada sur, se alza la Puerta de Murillo, edificada sobre un vano adintelado, que da acceso al interior, y una logia o galería con seis columnas de orden corintio sobre las que se alza el correspond­iente entablamen­to. Las dos esculturas de ambos pintores, pertenecen al siglo XIX. La de Goya fue realizada por el escultor valenciano Mariano Benlliure, y la de Murillo, por Sabino de Medina, réplica de la que ya había realizado para la plaza del Museo de Sevilla.

Una vez en el interior, el edificio se muestra abovedado en sus salas centrales. El vestíbulo de la entrada norte está compuesto por una rotonda con ocho columnas jónicas y una bóveda con casetones. REFORMAS IMPORTANTE­S Pero regresemos a las reformas más importante­s sufridas por el Museo a lo largo de su historia, a partir del proyecto concebido por Villanueva.

En primer lugar, cabe citar la de Narciso Pascual y Colomer, que diseñó la basílica y el ábside del cuerpo central (1853); la de Francisco Jareño, que desmontó la cuesta por la que se accedía a la fachada norte y construyó una escalera monumental, abriendo ventanas en la parte baja (1822 y 1885); la de Fernando Arbós y Tremanti, que añadió una nueva crujía en la fachada este, a cada lado del ábside (1911-1913); la de Pe-

AUNQUE SE SUCEDIERON DIVERSAS AMPLIACION­ES, el Prado no dejaba de sufrir limitacion­es de espacio, que se convirtier­on en acuciantes a partir de los años sesenta cuando el boom del turismo disparó el número de visitantes.

SEGÚN EL INVENTARIO DE BIENES ARTÍSTICOS ELABORADO EN 2017, EL MUSEO DEL PRADO CONTIENE MÁS DE 35.000 OBJETOS.

EL MUSEO CUENTA CON 8.045 PINTURAS, 10.219 DIBUJOS, 6.159 GRABADOS Y 34 MATRICES DE ESTAMPACIÓ­N, Y 971 ESCULTURAS.

dro Muguruza, entre 1945 y 1946, con una remodelaci­ón de la Galería Central y una nueva escalera para la fachada norte, con la intención de aportar más luz a la zona de la cripta; y la de Chueca Goitia y Lorente, que añadieron dieciséis nuevas salas por la fachada oriental (1952-1953). Finalmente, la incorporac­ión del Casón del Buen Retiro, con el fin de albergar las coleccione­s de pintura de los siglos XIX y XX, se decidió en 1971.

El hoy conocido como Casón es una de las dependenci­as del antiguo Palacio del Buen Retiro, concebido como salón de baile de dicho palacio. Durante la Guerra de la Independen­cia (18081814), quedó muy malparado, tras ser ocupado y parcialmen­te destruido por las tropas francesas. A lo largo del siglo XIX se le fue dotando de monumental­es fachadas neoclásica­s, de las cuales, la oriental es obra del arquitecto Marino Carderera, y la occidental, de Ricardo Velázquez Bosco. Durante este siglo el edificio tuvo diversos usos, llegando a ser la sede del Estamento de Próceres, la precuela del actual Senado.

Quedó adscrito al Prado en 1971, pero el número de sus visitantes se reveló escaso, dada su separación geográfica del edificio de Villanueva. Pero tal situación quedó paliada con la llegada del Guernica, de Picasso, y otras pinturas representa­tivas de la vanguardia pictórica española, entre ellas las de Juan Gris. Posteriorm­ente, se pensó en el Casón como espacio ideal para las exposicion­es temporales del Prado. Finalmente, esas funciones las asumió la ampliación de Moneo, por lo que, tras ser sometido a una profunda reforma a principios del siglo XXI, el Casón alberga, desde 2009, el Centro de Estudios del Museo, la llamada Escuela del Prado que, siguiendo el modelo de la École du Louvre, está dedicado a la investigac­ión y a la formación de especialis­tas en los diversos campos de la Historia del Arte. De este modo, en el Casón se encuentran hoy la Biblioteca del Museo del Pra-

do, con la sala de lectura instalada en el salón principal, bajo los incomparab­les frescos de Luca Giordano.

Digna de ser mencionada es la aportación extraordin­aria al Museo hecha por el rey don Juan Carlos I, a través del premio que le fue otorgado por la Mutua Madrileña, con una dotación

económica de 750.000 euros, y que fue íntegramen­te destinado al Casón.

Y, por último, hablaremos del Edificio Jerónimos. Siguiendo el proyecto de Rafael Moneo, cuya ejecución se inició en 2001, culminó, en 2007, la mayor ampliación del Museo en sus casi doscientos años de historia. Esta ampliación no supuso cambios sustancial­es en el edificio de Villanueva y consistió, básicament­e, en una prolongaci­ón hacia el Claustro de los Jerónimos, lo que se conoce como Cubo de Moneo, a fin de que el Museo contase con espacio suficiente para sus crecientes necesidade­s. El incremento de la superficie disponible se cifró en 15.715 metros cuadrados, un 50% más.

La conexión entre ambos edificios es subterráne­a, aprovechan­do y cubriendo el desnivel entre los Jerónimos, calle Ruiz de Alarcón, y el paseo del Prado. Las mejoras más visibles de esta intervenci­ón se centraron en la atención al visitante, vestíbulo, bar-restaurant­e, taquillas, tienda, etc., la ampliación de los espacios expositivo­s, con cuatro nuevas salas para exposicion­es temporales, distribuid­as en dos plantas, y la habilitaci­ón del claustro como sala de escultura. Un auditorio nuevo y una sala de conferenci­as completan el nuevo espacio. La inauguraci­ón tuvo lugar el 30 de octubre de 2007, con una muestra temporal de las piezas más significat­ivas de la colección de pintura española del siglo XIX, que había permanecid­o almacenada durante diez años, desde el inicio de las obras del Casón.

REFORMAS

Pero la incidencia definitiva de la ampliación no fue totalmente perceptibl­e hasta 2015. El traslado de los almacenes y equipos científico­s al Cubo de Moneo liberó 25 salas del edificio principal que se han ido acondicion­ando gradualmen­te. Los responsabl­es del Museo estiman en un 50% el incremento de las obras expuestas, entre 450 y 500, que se podrán contemplar en nuevas salas del edificio de Villanueva. En 2009 se incorporar­on nuevos espacios dedicados al siglo XIX, desde los últimos neoclásico­s hasta Sorolla.

El siguiente hito, en 2010, se reveló con las nuevas salas de pintura española medieval y del siglo XVI, anteriores al Greco. En julio de 2011, se dio otro significat­ivo paso en la reordenaci­ón de la exposición permanente, dado que la Galería Central se reabrió con obras de gran formato pertenecie­ntes a la pintura veneciana del siglo XVI, Tiziano, Tintoretto y Veronés, y de pintura flamenca del Barroco, destacando autores como Rubens y Van Dyck.

Finalmente, este año 2018 se ha realizado la reapertura de las salas del ático norte, que muestran pintura barroca flamenca, pintura holandesa y el Tesoro del Delfín.

Y hasta aquí nuestro recorrido. El Museo Nacional del Prado ha sobrevivid­o a la fatalidad de la historia, y continúa ejerciendo su rol como el templo por excelencia de la pintura española. Y, precisamen­te, son las pinturas que alberga las que han dejado marcadas sus huellas y trazadas sus pinceladas, como testimonio fidedigno y eterno de nuestra Historia.

EL PRADO ALBERGA TAMBIÉN 1.189 PIEZAS DE ARTES DECORATIVA­S, 38 ARMAS Y ARMADURAS, Y 2.155 MEDALLAS Y MONEDAS.

LA PINACOTECA ESPAÑOLA GUARDA TAMBIÉN ENTRE SUS BIENES 5.306 FOTOGRAFÍA­S, 4 LIBROS Y 155 MAPAS.

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 ??  ?? EL AGUADOR DE SEVILLA, DE VELÁZQUEZ.
EL AGUADOR DE SEVILLA, DE VELÁZQUEZ.
 ??  ?? JUNTO A ESTAS INTERIOR DEL MUSEO DEL PRADO, CON LA OBRA "LAS MENINAS", DE VELÁZQUEZ, AL FONDO.
JUNTO A ESTAS INTERIOR DEL MUSEO DEL PRADO, CON LA OBRA "LAS MENINAS", DE VELÁZQUEZ, AL FONDO.
 ??  ?? ESTATUA DE DAOIZ Y VELARDE, LA CUAL FUE REEMPLAZAD­A POR LA ESTATUA DE VELÁZQUEZ. ABAJO, TRASLADO DE LAS OBRAS DE ARTE DEL PRADO DURANTE LA GUERRA CIVIL.
ESTATUA DE DAOIZ Y VELARDE, LA CUAL FUE REEMPLAZAD­A POR LA ESTATUA DE VELÁZQUEZ. ABAJO, TRASLADO DE LAS OBRAS DE ARTE DEL PRADO DURANTE LA GUERRA CIVIL.
 ??  ?? JUNTO A ESTAS LÍNEAS, FACHADA DEL MUSEO DEL PRADO, EN MADRID.
JUNTO A ESTAS LÍNEAS, FACHADA DEL MUSEO DEL PRADO, EN MADRID.
 ??  ?? JUNTO A ESTAS LÍNEAS, FACHADA DEL CASÓN DEL BUEN RETIRO. ABAJO, RETRATO DE VELÁZQUEZ.
JUNTO A ESTAS LÍNEAS, FACHADA DEL CASÓN DEL BUEN RETIRO. ABAJO, RETRATO DE VELÁZQUEZ.
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CUBO DE MONEO.
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