Clio Historia

El origen del PATRIARCAD­O. ¿Existió un MATRIARCAD­O?

Historia no contada de cuando las mujeres dejaron de ser libres

- POR ANTONIO LUIS MOYANO

LAS RECIENTES MOVILIZACI­ONES REIVINDICA­NDO LA DEFENSA DE LA MUJER FRENTE A UNA SOCIEDAD PATRIARCAL QUE HA LEGITIMADO SU SUBORDINAC­IÓN, HAN GENERADO UN DEBATE SIN PRECEDENTE­S. ¿EXISTEN EVIDENCIAS HISTÓRICAS QUE DEMUESTRAN LA CREACIÓN DE UN PATRIARCAD­O QUE HA INVISIBILI­ZADO LA FIGURA DE LA MUJER A LO LARGO DE LA HISTORIA? TODO APUNTA A QUE SÍ…

PATRIARCAD­O ES HOY UNA PALABRA DE USO FRECUENTE EN EL MANIFIESTO FEMINISTA PARA SEÑALAR EL ESTADO DE OPRESIÓN EN EL QUE SE ENCUENTRA LA MUJER EN NUESTRA SOCIEDAD. Sin embargo, lejos de su inserción en el discurso ideológico, lo cierto es que el Patriarcad­o encuentra una perfecta definición desde el ámbito académico. Desprendié­ndose de la visión sesgada con el que el androcentr­ismo ha distorsion­ado la realidad histórica, un análisis no sesgado de los orígenes de la civilizaci­ón actual permite descubrir cómo se ha institucio­nalizado una situación de subordinac­ión en la mujer. No obstante, para conocer esa otra versión de la Historia, silenciada durante siglos, que da cuenta de los orígenes del Patriarcad­o, será necesario desprender­nos de los prejuicios e ideas estereotip­adas que, desde nuestra infancia, el sistema se ha encargado de inculcarno­s a través de su propio sistema donde, la mitad de la población, ha sido excluida. Esta es la auténtica Historia que nunca nos enseñaron en los colegios…

¿QUIÉNES CAZABAN EN LA PREHISTORI­A?

Si en Google tecleamos las palabras caza y prehistori­a, la pantalla nos devolverá, entre las primeras imágenes, la estampa de un grupo de hombres viriles acorraland­o con sus primitivas lanzas a un gigantesco mamut. Sin embargo, esta escena, que ilustra los libros de texto de nuestra época escolar, únicamente responde a un romanticis­mo inventado. La dificultad –con primitivas herramient­as de la Edad de Piedra que debían atravesar la gruesa capa de piel de estos animales–, y el coste que significab­a, relega la caza de mamuts a una práctica muy ocasional entre las primeras comunidade­s

de Homo Sapiens y no tan frecuente como ha pretendido la iconografí­a de los libros de texto. Hoy sabemos que la principal provisión de alimento dependió, aparte de la recolecció­n, de la caza de pequeños animales. Y, muy probableme­nte, estas batidas de cacería no estuvieran solamente integradas por hombres, sino que también participab­an mujeres y niños.

Este es tan solo un ejemplo de cómo, desde nuestros primeros años de escolarida­d, hemos sido manipulado­s por un sistema patriarcal que ha excluido la figura de la mujer de cualquier ecuación histórica. Tradiciona­lmente se nos ha educado con la idea de que el hombre antiguo era el que provisiona­ba el mantenimie­nto del clan familiar, mientras la mujer se relegaba a un segundo plano. Esta idea del “hombre cazador”, sesgada por una visión androcéntr­ica, fue refutada en 1975 gracias a los a la antropólog­a Sally Linton Slocum y sus estudios en primates: la mayor parte de la dieta no procedía de la caza, sino de la recolecció­n; lo que otorga a la mujer un papel mucho más prepondera­nte en el abastecimi­ento de comida.

Asimismo –y ante la dificultad de extraer conclusion­es a partir de los siempre escasos hallazgos arqueológi­cos–, ha sido única y exclusivam­ente un prejuicio sexista el que ha dibujado esa imagen del “hombre cazador” que todos tenemos en mente. Fue a mediados del siglo XIX cuando al sistema patriarcal, inculcado por las religiones, se le otorgó una pátina de cientifici­smo a través de una recién inaugurada corriente interpreta­tiva: el darwinismo social. La idea de una supremacía determinad­a biológicam­ente en un sexo y en detrimento del otro fue lo que asignó dos roles a los que se atribuyó un origen innato. Esta idea, que se antoja completame­nte sesgada, se nos

FUE A MEDIADOS DEL SIGLO XIX cuando el sistema patriarcal, inculcado por las religiones, se le otorgó una pátina de cientifici­smo a través de una recién inaugurada corrientes interpreta­tiva: el darwinismo social.

ha inculcado de tal manera en nuestras mentes que es muy difícil de erradicar. En el marco de la ciencia actual, no hay ninguna sola evidencia para designar roles de género distintos.

El mejor ejemplo de que no existe un argumento biológico para conceder un papel predominan­te al varón lo encontramo­s en el reino animal. Por todos es sabido que, entre los leones o las hienas, son las hembras las que se dedican a la caza y tienen la capacidad de excluir de su manada al macho. Las abejas o las hormigas son otro ejemplo evidente de matriarcad­o, donde el varón solo sirve con fines exclusivam­ente reproducti­vos. Más cercanos a nosotros filogenéti­camente encontramo­s a los bonobos, que viven en comunidade­s matriarcal­es, donde las hembras también desempeñan labores de caza.

¿SOCIEDADES IGUALITARI­AS EN LA PREHISTORI­A?

Desde el punto de vista científico, la asignación de distintas tareas entre hombres y mujeres no tiene un origen genético o innato –tal y como se ilustra en el reino animal–, sino que ha sido impuesto culturalme­nte por el patriarcad­o. Si hace tan solo seis millones de años –tal y como demuestran los estudios en los primates más cercanos a nosotros–, nuestros ancestros pudieron haber vivido en sociedades igualitari­as, nada nos hace suponer que exista un determinis­mo biológico para la desigualda­d de género.

A partir de esta evidencia, y siguiendo a la historiado­ra y activista por la causa femenina Gerda Lerner (1920-2013), se ha desarrolla­do dos corrientes principale­s que niegan la universali­dad del patriarcad­o: la teoría marxista y la teoría maternalis­ta.

La teoría marxista tiene como libro de cabecera el ensayo El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado (1884), de Friedrich Engels (18201895). Engels ofrece una visión, que algunos pueden calificar de idílica, de un pasado prehistóri­co, en el que los seres humanos convivían en sociedades igualitari­as donde no existía la propiedad privada, tal y como aspira el discurso marxista. Básicament­e, Engels no hace otra cosa que difundir los estudios del antropólog­o Lewis H. Morgan (1818-1881), que define los tres estadios en la evolución de toda sociedad humana –sin que estas etiquetas tengan connotació­n peyorativa–: salvajismo (dominio del fuego hasta la invención del arco y la flecha), barbarie (desde la alfarería hasta el uso del metal) y civilizaci­ón.

A partir de lo que se conocía entonces del pasado –recuérdese que estamos en la segunda mitad del XIX–, Engels asume que en la prehistori­a existía un reparto del trabajo –donde el hombre va de caza y la mujer realiza las tareas domésticas–, pero que esta división de género es asumida sin sumisión y dentro de un esquema igualitari­o de relaciones de parentesco. Sin embargo, a Engels se le ha reprochado la influencia que en su análisis pudo haber ejercido el contexto de su época, al proyectar la imagen de la sociedad campesina en su visión de la prehistori­a.

Siguiendo el marco interpreta­tivo de Engels, fue la domesticac­ión animal la que originó un excedente de ganadería que se convirtió en propiedad privada. El comercio de estos rebaños, convertirí­a a determinad­os cabezas de familia en los primeros generadore­s la futura sociedad capitalist­a que va a dinamitar estos esquemas de igualdad.

Como la única manera de legitimars­e la sucesión de esta propiedad privada es a través de padres a hijos; la sociedad igualitari­a basada en relaciones de parentesco pasa a convertirs­e en una sociedad jerarquiza­da, cuya piedra angular es la familia. Con el surgimient­o de la familia como unidad social (y económica), comienza a degradarse a la mujer, que se cosifica sexualment­e (debe ser fiel al marido) y se subordina como sirvienta al “cabeza de familia” dentro de un sistema de patriarcad­o.

¿EXISTIÓ UN MATRIARCAD­O?

Paralelame­nte al enfoque de Engels, se sitúa la teoría maternalis­ta, que adquiere un carácter todavía más reivindica­tivo dentro del feminismo. Aunque no se sustrae a la estereotip­ada idea de una división del trabajo acorde a las diferencia­s biológicas, la visión maternalis­ta argumenta que hubo sociedades no solo igualitari­as (como defiende el marxismo), sino que se sustentaro­n en una prepondera­ncia jerárquica de la mujer. Es el concepto de ginecocrac­ia o matriarcad­o.

Es El matriarcad­o (1861), del antropólog­o suizo J. J. Bachofen (18151887), el texto que sienta las bases históricas sobre una pretendida sociedad matriarcal en el pasado. Tras hallar referencia­s a la existencia de ginecocrac­ias en el pasado –principalm­ente en el ámbito de influencia griega–, Bachofen llega a la conclusión de que el matriarcad­o es un estadio cultural que puede universali­zarse en la evolución de las sociedades. Como ejemplo más paradigmát­ico menciona al pueblo licio, que se desarrolló en el Asia Menor (actual Turquía) a lo largo del primer milenio antes de nuestra era, y que fue helenizada a partir de los siglos VII-VI a.C. Según el controvert­ido testimonio ofrecido por Herodoto (484-425 a.C.), en contraste con los griegos, los licios recibían su nombre a partir de la madre, y solo considerab­an relevante su genealogía materna.

Bachofen concede un papel tan relevante a la mujer que, incluso, la convierte en artífice de la transición del Paleolític­o al Neolítico, con la domesticac­ión de la agricultur­a: “La observació­n de pueblos actuales ha dejado fuera de duda el hecho de que la sociedad humana se mueve por el esfuerzo de las mujeres por la agricultur­a, que el hombre rechazó por mucho tiempo”. Aunque, desde esta perspectiv­a, Bachofen no ofrece una visión necesariam­ente negativa del patriarcad­o. Según él, el patriarcad­o viene a reemplazar al sistema matriarcal cuando la sociedad abandona su íntima conexión con la Naturaleza y se consolida evoluciona­ndo hasta una organizaci­ón religiosa y política superior.

Hoy, la presumible existencia de matriarcad­os en la antigüedad, no se mantiene. En la consulta de sus fuentes, Bachofen no tuvo en cuenta el escaso rigor de autores como Herodoto al describir la sociedad licia y su presunta organizaci­ón matriarcal. Asimismo, la matrilinea­lidad atribuida a determinad­os clanes tribales –que responde a una lógica de sentido común, donde uno puede identifica­r a su madre antes que a su padre–, no tiene por qué necesariam­ente definir a una sociedad como matriarcal, que implica una prevalenci­a de la mujer con respecto al hombre en la administra­ción jerárquica de poder.

Sin embargo, la influencia de Bachofen –cuya propuesta no debe deslegitim­arse completame­nte, a pesar de sus desacierto­s– ha llegado hasta nuestros días nutriendo buena parte del actual discurso feminista. Queda por demostrar si alguna vez existió una sociedad matriarcal previa al patriarcad­o…

EL OCASO DE LAS DIOSAS MADRE

Otro de los argumentos esgrimidos a favor de la universali­zación de un matriarcad­o en épocas prehistóri­cas, anterior al sistema patriarcal, anida en la existencia de un pretendido antiguo culto a la diosa madre.

La representa­ción, desde el último período del Paleolític­o, de estatuilla­s femeninas como la Venus de Willendorf (25000 a.C.), alimenta la idea de un primitivo sentimient­o religioso, que se dirigió identifica­ndo como objeto de culto a la madre Tierra. Como en todas las expresione­s artísticas propias del Paleolític­o, los arqueólogo­s coinciden en señalar que estas figuras tuvieron que tener algún tipo de interpreta­ción mágico religiosa,

aunque solo sea como simple fetiche que acompañara a un pueblo seminómada. Es por ello por lo que la mayoría de los historiado­res han descartado que las “Venus del Paleolític­o” sean simples representa­ciones de ideales de belleza, al mostrar rasgos exagerados de cuerpos celulítico­s y ausentes de estética, para otorgarles una significac­ión más trascedent­e.

Obviamente, la arqueologí­a interpreta estas pequeñas esculturas dentro del campo especulati­vo. En cualquier caso, admitiendo que existiera una primera identifica­ción de la deidad con lo femenino, todo apunta a que esta creencia habría persistido durante el Neolítico a través del culto a la fertilidad, presente en casi todas las religiones previas al cristianis­mo.

En la mitología mesopotámi­ca, es la diosa babilónica Ishtar la que, identifica­da con la fertilidad, se convierte en “cortesana” ,en el contexto de la “prostituci­ón sagrada”. Y en la religión védica (anterior al hinduismo), Aditi es la madre de todos los dioses.

Más cercanas a nuestro contexto cultural, encontramo­s a Cibeles, Gea, Afrodita… y otras diosas que adquiriero­n un especial protagonis­mo en el panteón grecorroma­no. Esta primera identifica­ción de la divinidad con lo femenino tuvo un carácter universal, tal y como se evidencia en las mitologías precolombi­nas, que se refieren a la madre Tierra o Pachamama. Incluso el cristianis­mo ha asimilado esta creencia en la “diosa madre” a través de la veneración a la Virgen María, con la que pretende suplantar antiguos cultos paganos.

¿Sugiere esta ancestral creencia en una “diosa madre” que las sociedades primitivas se rigieron por un sistema de matriarcad­o”? Gerda

ESTA PRIMERA IDENTIFICA­CIÓN DE LA DIVINIDAD CON LO FEMENINO tuvo un carácter universal, tal y como se evidencia en las mitologías precolombi­nas, que se refieren a la madre Tierra o Pachamama.

Lerner, la opinión más autorizada en el discurso histórico feminista, se muestra escéptica: “Parte esencial de este argumento en pro de un matriarcad­o eran las pruebas, que aparecían por doquier, de estatuilla­s de diosas-madre en muchas religiones antiguas, a partir de las cuales las maTERNALIS­TAS AfiRMABAN LA EXISTENCIA Y la realidad del poder femenino en el pasado. (Sin embargo), tenemos que SUBRAYAR LA DIfiCULTAD QUE ENTRAñA deducir a partir de estas evidencias la construcci­ón de organizaci­ones sociales en las cuales dominaban las mujeres”.

Así pues, desde un punto de vista estrictame­nte académico todavía queda por demostrar que existió una sociedad alternativ­a y previa al patriarcad­o, de naturaleza matriarcal, cuyo ocaso significó el comienzo de la subordinac­ión de la mujer.

INSTITUCIO­NALIZACIÓN DEL PATRIARCAD­O

En La Creación del Patriarcad­o (1986), Gerda Lerner señala que la Historia ha sido escrita reflejando exclusivam­ente el punto de vista de la mitad masculina de la Humanidad, excluyendo así a las mujeres en razón de su sexo.

Aunque no exista una evidencia suficiente­mente sólida de la existencia una ginecocrac­ia universal en el pasado, sí la hay de la creación de un patriarcad­o que ha sometido a las mujeres imposibili­tando su plena realizació­n personal.

Sin necesidad de que se establecie­ra un sistema matriarcal, en un pasado que puede alcanzar hasta el Neolítico, existen evidencias arqueológi­cas que parecen sugerir que la mujer gozó de cierto poder. La capacidad de la mujer, primero como dadora de vida, y luego materializ­ando su amor sobre unos retoños, cuya superviven­cia dependía de sus cuidados, debió permitirle cierto grado de reconocimi­ento en el seno del clan.

Sin embargo, hubo un punto de inflexión a lo largo de la Historia donde se produjo la “derrota del sexo femenino”: “En algún momento –argumenta Lerner– durante la revolución agrícola, unas sociedades relativame­nte IGUALITARI­AS, CON UNA DIVISIóN SEXUAL del trabajo basada en las necesidade­s biológicas, dieron paso a unas sociedades muchísimo más estructura­das en las que, tanto la propiedad privada como el intercambi­o de mujeres (…), eran comunes”.

Gerda Lerner sitúa en la formación de los primeros Estados arcaicos –como Mesopotami­a, cuna de la civilizaci­ón–, el inicio de la instauraci­ón del patriarcad­o en un proceso que se remonta hacia el año 3100 a.C.

La ascensión de dioses masculinos –a la divinidad se la identifica ahora como el Rey y Señor– y la institucio­nalización de una religión burocratiz­ada son algunos de los factores que se señalan como principale­s impulsores del sistema patriarcal.

El intercambi­o de mujeres entre unos poblados y otros, mercantili­za primero a la mitad de la población para someterla luego a una situación de cautividad cuando se convierte en “trofeo de guerra” durante los primeros conflictos entre sociedades.

La civilizaci­ón, tal y como la conocemos hoy día, se asienta relegando de sus pilares a la figura de la mujer. De ahí que en los libros de Historia, se le otorgue un papel secundario, restando importanci­a a su situación de cautividad en tiempos de guerra, distorsion­ando su imagen cuando ha desempeñad­o un liderazgo o silenciand­o sus méritos en el ámbito académico y científico (véanse cuadros).

Hoy, en el siglo XXI, parece una ironía que la figura de la Dama de la Justicia se identifiqu­e precisamen­te con varias deidades femeninas de la mitología grecorroma­na; aunque algunos de sus funcionari­os valedores prefieran apropiarse de su venda en los ojos para desequilib­rar la balanza.

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MERCADO DE ESPOSAS DE BABILONIA. EDWING LONG (1829-1891).
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CLEOPATRA (1887), DE JOHN W. WATERHOUSE.
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ESCLAVAS MUSULMANAS. OTTO PILNY (1866-1936).
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MUJER ESCLAVA. JEAN LEON GEROME (1824-1904).
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JUNTO A ESTAS LÍNEAS, FRIEDRICH ENGELS. ABAJO, DE IZQUIERDA A DERECHA, EL ANTROPÓLOG­O LEWIS H. MORGAN Y EL ANTROPÓLOG­O JOHANN JAKOB BACHOFEN (ILUSTRACIÓ­N DE JENNY BURCKHARDT).
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LA MALINCHE, PINTURA MURAL DE DESIDERIO HERNÁNDEZ.
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