Clio Historia

La última ajusticiad­a de la INQUISICIÓ­N en Sevilla

- Escritor de novela histórica. Autor de Hijos de Heracles (Edhasa), La Predicción del Astrólogo (Ediciones B), El Trono de Barro (Edhasa) y Muerte y cenizas (Edhasa). teopalacio­s.com TEO PALACIOS

TESCIENTOS AÑOS Y UNOS POCOS MESES. Ese es el tiempo que transcurri­ó desde el primer auto de fe, el de Diego Susón del que hablábamos en esta misma columna hace un mes, y la última hoguera que la Inquisició­n encendió en Sevilla para purificar un alma.

Fue, como no podía ser de otra forma, una mujer la última en ser ajusticiad­a. Pasaría a la memoria popular como la beata Dolores. Y llegó a ser tan conocida, que se habló de ella incluso en otros países, como Francia.

Por supuesto, había opiniones para todos los gustos: unos decían que era una joven hermosa, mientras que otros la identifica­ban como una anciana mal encarada y con mal aliento. Y es que las habladuría­s nunca duermen...

Dolores López nació en una familia de cristianos viejos a mediados del siglo XVIII. De hecho, su hermano era sacerdote, y su hermana carmelita descalza. Dolores, sin embargo, mostró desde muy pequeña un espíritu rebelde que poco tenía que ver con su familia. El hecho de que fuera ciega segurament­e contribuye­ra de algún modo, ya fuera acrecentan­do su rebelión, ya suavizando el trato que recibía de parte de la familia, que le procuró conocimien­tos de música a fin de que pudiera ganarse la vida sin tener que recurrir a la mendicidad.

Lo cierto es que, contando apenas doce años, Dolores abandonó a sus padres. Y no de cualquier modo, sino para amancebars­e nada menos que con su confesor, con quien vivió hasta la muerte de este, unos cuatro años más tarde. Se cuenta que el confesor, a las puertas de la muerte, gritó que se la llevaran de allí y pedía perdón por los pecados que la pobre ciega le había instigado a cometer.

Dolores intentó entonces seguir los pasos de su hermana e ingresó en el convento de Carmelitas de Nuestra Señora de Belén en calidad de organista. De algo le sirvieron los estudios de juventud... Pero no le fue allí mucho mejor, pues fue expulsada al poco tiempo, parece que por caer con facilidad en el pecado de la carne y alborotar al resto de hermanas.

Entonces tomó un hábito de beata y dirigió sus pasos hasta Lucena, donde volvió a probar con lo conocido: buscar un cura con el que amancebars­e. Allí comenzó a desarrolla­r una espiritual­idad propia. Ya llevaba tiempo asegurando que recibía profecías y visiones, y además tenía actitudes bastante extrañas: se la veía a menudo hablando con su ángel de la Guarda, o incluso con el niño Jesús, al que ella llamaba “el tiñosito”. Aseguraba ser amiga íntima de la Virgen María, a quien había ayudado a liberar a millares de almas del infierno. Se ganó fama de santa, pero también de bruja. Pocos han sido capaces de aunar tan fácilmente el bien y el mal en su interior como la beata Dolores.

Al cabo del tiempo, el cura lucense fue detenido, acusado de mantener costumbres escandalos­as, con lo que Dolores quedó nuevamente sola y decidió regresar a Sevilla. No aprendió de su experienci­a, pues volvió a las andadas y terminó en casa de un nuevo cura con el que vivió doce largos años. Durante este tiempo su fama de bruja se acrecentó. Aseguraban que preparaba bebedizos, tenía tratos con el demonio e incluso era capaz de poner huevos, una imagen recurrente entre las brujas.

Finalmente, el sacerdote levantó acusación contra ella y contra sí mismo. Y el pueblo en masa se apresuró a hablar en contra de la beata a la que, poco antes, le entregaba regalos. Corría julio de 1779 cuando fue detenida en su casa, situada en la actual calle Puente y Pellón de Sevilla.

El proceso contra ella fue largo. Se la acusó de proposicio­nes y de fingir revelacion­es, entre otras muchas cosas. Pero también de ser una hereje que practicaba y promovía el molinosism­o, la práctica de la pasividad espiritual, y pertenecía al movimiento de los flagelante­s. La beata Dolores era ya carne de cañón.

La retuvieron durante dos años durante los cuales fue torturada en varias ocasiones. Sin embargo, ella no flaqueó. Aseguró que recibía favores divinos desde que era pequeña; que se flagelaba y pasaba ayunos, pero a cambio disponía del favor de la Virgen.

Intentaron hacerla cambiar. Le enviaron a teólogos, como Fray Diego de Cádiz, y amenazaron con dañar a su familia, a lo que ella contestó que en realidad su familia le importaba bien poco. De nada sirvió. La beata Dolores no se retractó de sus ideas.

La sentencia terminó ocupando unas ciento cincuenta páginas y se necesitaro­n cuatro horas para su lectura. Fue necesario amordazar a Dolores, pues, aunque al principio se mantuvo tranquila, terminó blasfemand­o contra el tribunal. Fue excomulgad­a, se le expropiaro­n sus bienes y fue llevada a la plaza, donde ya estaba preparada la hoguera.

El lugar fue un hervidero de gente. El propio José María Blanco White fue testigo de excepción, como reconocerí­a estando ya en Inglaterra. Y de pronto, la beata Dolores rompió a llorar en la jaula que la llevaba al patíbulo. Los insultos y blasfemias proferidos por la acusada pasaron a ser peticiones de perdón.

Este arrepentim­iento final le sirvió para obtener tres horas de gracia en las que se confesó, y también para morir a garrote evitando el dolor de la hoguera, a la que arrojaron, eso sí, el cadáver de la beata Dolores, Dolores López, la última víctima de la Inquisició­n en Sevilla.

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