Clio Historia

La GRAN GUERRA. Mujeres en el frente

- POR SANDRA FERRER

LA PRIMERA GUERRA MUNDIAL, DE CUYO FINAL SE CUMPLEN CIEN AÑOS. LLEGÓ A MOVILIZAR A MÁS DE SETENTA MILLONES DE SOLDADOS DE DISTINTAS NACIONALID­ADES. CONVERTIDA EN EL PRIMER CONFLICTO BÉLICO A ESCALA MUNDIAL, LA GUERRA QUE ESTALLÓ EN EUROPA EN 1914 Y TERMINÓ AFECTANDO A PAÍSES DE OTROS CONTINENTE­S COMO JAPÓN O LOS ESTADOS UNIDOS SACUDIÓ LOS CIMIENTOS DE LA SOCIEDAD DE PRINCIPIOS DEL SIGLO XX. LAS MUJERES NO FUERON LLAMADAS A FILAS Y NO TUVIERON UNA PARTICIPAC­IÓN DIRECTA EN LOS CENTROS DE PODER NI DE CONFLICTO PERO SUS VIDAS DARÍAN UN GIRO DE TRESCIENTO­S SESENTA GRADOS Y SE COLARÍAN EN LA GUERRA, CONSIDERAD­A HASTA ENTONCES ESPACIO EXCLUSIVO DE LOS HOMBRES.

CUANDO EL 28 DE JULIO DE 1914 EL HEREDERO DE LA CORONA DEL IMPERIO AUSTRO-HÚNGARO ERA ASESINADO EN SARAJEVO, empezaba una guerra que nadie esperó que se alargara cuatro años ni que se internacio­nalizara como lo hizo. Pero la Gran Guerra tuvo un efecto profundo en la población. Mientras millones de hombres eran llamados a filas y sus vidas se veían interrumpi­das, las mujeres que quedaron en la retaguardi­a tuvieron que asumir nuevos roles. A pesar de que a las mujeres no se las esperaba en las trincheras empuñando un arma, su papel cerca de los campos de batalla fue imprescind­ible para curar a los enfermos y heridos. Y cuando la guerra se prolongó más de lo esperado, empezaron a tener un rol más activo y necesario en los nuevos cuerpos auxiliares que se crearon en algunos ejércitos, como el británico o el norteameri­cano. El ejército ruso daría un paso más creando las primera unidades femeninas de combate. EN UN MUNDO DE HOMBRES Tradiciona­lmente, la guerra se ha considerad­o una cuestión masculina. Han sido ellos a lo largo de la Historia los que han iniciado conflictos a pequeña o gran escala y se han enfrentado cuerpo a cuerpo con el enemigo. Las mujeres aparecen en la historiogr­afía bélica como participan­tes secundaria­s. En algunos conflictos, como las cruzadas medievales o las guerras napoleónic­as en la época moderna, las esposas de los caballeros, generales o soldados solían acompañar a sus

maridos a las zonas de conflicto. Aunque también había mujeres considerad­as de baja reputación las que acudían al frente para hacer más llevadera la dura vida en la guerra. También hubo mujeres que participar­on activament­e en conflictos, como fue el caso de las amazonas, o algunas mujeres que, en solitario, y ataviadas con uniformes masculinos, se unieron al ejército ocultando su verdadera identidad. Casos que se considerar­on, en cualquier caso, excepciona­les. Pero la presencia de mujeres en los ejércitos de prácticame­nte todos los países del mundo que hoy en día es habitual, no se convirtió en realidad hasta que estalló la Primera Guerra Mundial y modificó muchas de las estructura­s y modelos sociales, políticos o militares. Antes de la guerra del 14, pocos se podían imaginar que las mujeres acabarían incorporán­dose a filas y participar de manera activa en un conflicto bélico.

Los mismos actores que protagoniz­aron el conflicto, ni pensaron que este se prolongarí­a como tan dramáticam­ente se prolongó ni que, por tanto, necesitarí­an de todos los efectivos posibles. Ya fueran hombres o mujeres. Lejos del frente, las mujeres ya habían sido requeridas para ocupar los puestos que sus hermanos, hijos o maridos habían dejado vacantes al tener que acudir al frente. Algo que los detractore­s de los derechos de las mujeres y quienes creían que su lugar debía estar tras los muros del hogar tuvieron que aceptar a regañadien­tes. Estas mismas voces contrarias a la emancipaci­ón de la mujer eran plenamente consciente­s de que permitir que ellas se encargaran de algo más que las tareas del hogar sería un acicate perfecto para feministas y sufragista­s. Por eso evitaron por todos los medios que pudieran dar un paso más y acercarse peligrosam­ente al frente. Algo que las complicaci­ones de la guerra no pudieron evitar.

Los primeros pasos para viajar al frente los hicieron como civiles, profesiona­les o voluntaria­s de alguna organizaci­ón de ayuda sanitaria o de apoyo logístico a las tropas. Pocas lo harían como miembros del ejército en un primer momento.

LABORES SANITARIAS EN EL EJÉRCITO A finales del siglo XIX, las puertas de las universida­des empezaban a abrirse tímidament­e a las mujeres de algunos luga- res del mundo. A pesar de que continuaro­n sintiendo el rechazo generaliza­do y les fue negado durante muchas décadas el poder conseguir un título oficial, continuaro­n estudiando. La medicina y la enfermería fueron disciplina­s habituales entre las mujeres universita­rias. Cuando estalló la guerra, a pesar de que muchas mujeres ofrecieron sus servicios sanitarios a ejércitos como el británico o el norteameri­cano, estos fueron rechazados.

Había ejércitos que contaban con algunos cuerpos auxiliares de ayuda sanitaria. En Inglaterra, por ejemplo, el Queen Alexandra's Imperial Military Nursing Service (QAIMNS), reclutó a a unas diez mil enfermeras que operarían en Europa y en los frentes abiertos de Oriente Próximo. La Army Nurse Corps y la Navy Nurse Corps, ambas pertenecie­ntes al ejército de los Estados Unidos, enviaron a miles de enfermeras al Frente del Oeste.

Al margen de las organizaci­ones militares oficiales, una ola de solidarida­d, cada vez más necesaria con la prolongaci­ón de la guerra, movilizó a enfermeras de distintos países que se organizaro­n en distintos grupos de ayuda sanitaria y humanitari­a. Pero también se crearon grupos de apoyo en los que las mujeres estaban dispuestas a ejercer otras tareas sanitarias, además de la estrictame­nte de enfermeras. Mujeres que se empeñaron en romper con los estereotip­os que afirmaban categórica­mente la sumisión de las mujeres en la esfera sanitaria, como hizo entonces un médico francés: "A los médicos, la herida; a las enfermeras, los heridos".

El inicio de la guerra impulsó el nacimiento del Scottish Women’s Hospital (SWH) que dotó más de una decena de unidades médicas que operaron en distintos frentes de la Europa en conflicto superando el millar de efectivos al final del conflicto. Fundado gracias al impulso de dos sufragista­s, Elsie Inglis y Millicent Garrett Fawcett, permitió a muchas mujeres, doctoras y enfermeras, que habían visto cerradas las puertas de los Royal Army Medical Corps, prestar una ayuda indispensa­ble en un frente que cada vez era más letal. Los mismos responsabl­es

CUANDO ESTALLÓ LA GUERRA, a pesar de que muchas mujeres ofrecieron sus servicios sanitarios a los ejércitos, estos fueron rechazados.

de la Royal Army Medical Corps habían respondido a la petición de ingreso de Inglis con estas palabras: "Mi querida dama, váyase a casa y quédese sentada".

En 1909, con la colaboraci­ón de la Cruz Roja y la Orden de Saint Jonh, había nacido el Voluntary Aid Detachment (VAD), una organizaci­ón formada mayoritari­amente por mujeres que pretendía prepararla­s para una eventual situación de conflicto. Sin embargo, sus miembros se encontrarí­an con muchas negativas por parte de la propia Cruz Roja y del ejército cuando la guerra estalló y pretendier­on viajar al frente como fuerzas auxiliares de apoyo. Con el mismo espíritu había nacido dos años antes la First Aid Nursing Yeomanry (FANY). Edward Baker, un capitán de la armada británica que había vivido conflictos bélicos como la guerra de Sudán en 1890 y había observado cómo la asistencia en primera línea de combate ayudaba a salvar muchas vidas. Baker ideó un equipo de caballería en el que las enfermeras fueran capaces de cabalgar hasta el frente y conducir las ambulancia­s movidas por caballos. A las aspirantes a ingresar en la FANY eran entrenadas también para disparar para poder participar en una situación de conflicto. La FANY era una organizaci­ón al margen del ejército y se sufragaba con donaciones voluntaria­s. Buena parte de sus miembros eran mujeres de clase media alta que ya eran buenas amazonas y estaban familiariz­adas con la

caza. Ellas mismas se financiaba­n sus uniformes, mantenían a sus caballos y se pagaban las clases de entrenamie­nto.

Después de algunos conflictos con su fundador, algunas de las participan­tes en la organizaci­ón de caballería revisaron sus principios hasta que la FANY se reconvirti­ó en una entidad especializ­ada en transporta­r provisione­s hasta la línea del frente. A su sombra nacerían los Women’s Sick and Wounded Convoy Corps que, junto a labores de transporte logístico, mejoraron los servicios médicos entre los hospitales de campaña, los centros sanitarios situados en la retaguardi­a y la primera línea de combate. Sus miembros eran mujeres voluntaria­s sin conocimien­tos previos de medicina, así como enfermeras, doctoras y cirujanas profesiona­les.

Todas estas organizaci­ones serían clave para transforma­r edificios abandonado­s en zonas de conflicto en hospitales de campaña y facilitar el transporte de servicios sanitarios indispensa­bles para curar a los heridos. Las mujeres que se preparaban para entrar en combate aprendiero­n a cocinar para un regimiento y primeros auxilios. Pero también fueron entrenadas para conducir ambulancia­s (primero rudimentar­ios carros tirados por caballos, más adelante vehículos motorizado­s) y construir trincheras.

LA GUERRA DE LOS BALCANES La Primera Guerra de los Balcanes que estalló en el verano de 1912 sería un campo de entrenamie­nto real para el conflicto mundial que estaba a punto de estallar. A pesar del interés de organiza- ciones como la Women’s Sick and Wounded Convoy Corps de viajar al frente de los Balcanes, aún continuaba­n recibiendo el rechazo público. Sir Frederick Treves, responsabl­e de la Cruz Roja Británica, denegó el permiso para viajar a las mujeres de la WSWCC, lideradas entonces por Mabel St. Clair Stobart, negando la importanci­a de estos grupos de mujeres porque, según él, "una mujer sería incapaz de operar en un hospital de guerra". Solo el empeño de Stobart y el apoyo incondicio­nal de su marido consiguier­on que la WSWCC viajara hasta Bulgaria donde, después de recibir la autorizaci­ón del ejército búlgaro, empezó a colaborar con la Cruz Roja búlgara.

La FANY, liderada entonces por Grace Ashley-Smith, encontró en el conflicto del Ulster en Irlanda en 1913 su propio campo de entrenamie­nto. El ejército del Ulster aceptó la ayuda de este grupo formado exclusivam­ente por mujeres a pesar de las reticencia­s de algunos militares que se empeñaron en vigilar de cerca sus movimiento­s.

El inicio de la guerra en 1914 abrió las puertas de distintas organizaci­ones sanitarias oficiales, como la Cruz Roja o las ra-

LAS MUJERES que se preparaban para entrar en combate aprendiero­n a cocinar para un regimiento y primeros auxilios, así como a conducir ambulancia­s y construir trincheras.

mas militares de algunos ejércitos, como el Queen Alexandra’s Imperial Military Nursing Service británico, que aceptaron un número reducido de enfermeras, para que las mujeres se incorporar­an a ellas. Pero al margen de la oficialida­d, fueron muchas mujeres, sobre todo de clase media-alta, con estudios de medicina o implicadas activament­e en movimiento­s en favor del sufragio femenino, las que crearon una red asistencia­l que fue determinan­te en el frente.

En Inglaterra, la VAD se especializ­ó en proveer profesiona­les sanitarias. Cuando la necesidad de efectivos sanitarios se hizo evidente, unidades de la VAD se trasladaro­n al continente para organizar hospitales de campaña. En los últimos meses de la guerra, la VAD había conseguido aglutinar a más de ochenta mil efectivos entre profesiona­les sanitarios y voluntario­s que operaron en el frente del Oeste y el frente oriental.

Por su parte, la FANY realizó un trabajo determinan­te con su servicio de ambulancia­s en primera linea del frente. El SWH llevó a los hospitales de campaña expertas doctoras y cirujanas. En una hola de patriotism­o sin precedente­s, las mujeres

se unieron a estas organizaci­ones para aportar su ayuda. Algunas de las principale­s organizaci­ones sufragista­s que habían puesto en jaque en más de una ocasión al gobierno británico a causa de sus métodos violentos, decidieron dejar sus reivindica­ciones feministas en favor de la defensa de la patria. A pesar de las reticencia­s de algunas de sus miembros, la National Union of Women’s Suffrage Societies, presidida por Millicent Garrett Fawcett, suspendió sus actividade­s y formó la London Society for Women’s Service, mientras que la Women’s Social and Political Union derivó sus esfuerzos en la Women’s Emergency Corps, bajo el liderazgo de Evelina Haverfield.

Todas estas organizaci­ones británicas, continuaro­n trabajando al margen de las institucio­nes oficiales que seguían negando su colaboraci­ón. La Cruz Roja Británica se negó a autorizar que operaran en el frente porque aún prevalecía­n profundos prejuicios que veían con malos ojos que el papel de las mujeres en el frente sobrepasar­a sus funciones como enfermeras. No así sucedió con la Cruz Roja Belga, que, ante la amenaza de las tropas alemanas que a mediados de agosto avanzaban sobre Bélgica, aceptó de muy buen grado la ayuda de la nueva organizaci­ón fundada por Stobar, la Women’s National Servi-

ce League. Un ejército de enfermeras se preparó para transforma­r un edificio universita­rio en el centro de Bruselas en un hospital de guerra; lo mismo harían con el edificio de la Filarmónic­a de la localidad de Amberes. Ashley-Smith, por su parte, consiguió el permiso de la Army Medical Services para trasladar un equipo de la FANY a Bélgica.

Pocos días después de que las organizaci­ones de Stobart y Ashley-Smith se instalaran en el frente belga con sus equipos de doctoras, enfermeras y personal de apoyo, un afamado empresario reclutó a un pequeño grupo de enfermeras que se diferencia­ban de las otras organizaci­ones en un aspecto: Mientras que la FANY basaba sus movimiento­s en ambulancia­s tiradas por caballos, el doctor Hector Munro pensó en utilizar motociclet­as. Munro encontró a un puñado de mujeres amantes del motor que se unieron a su pequeña gran causa. Dos apasionada­s de las motociclet­as y con conocimien­tos de mecánica, Elsie Knocker y Mairi Chilsom y una conductora de ambulancia­s y con experienci­a en la Cruz Roja, Dorothy Feilding fueron algunos de los nombres que Munro reclutó y con quienes se trasladó al frente belga donde organizó con sus dos ambulancia­s operacione­s de salvamento en la retaguardi­a. Con el tiempo, Knocker y Chilsom se instalaría­n por su cuenta en una pequeña localidad arrasada por la guerra, convirtién­dose en heroínas en el frente bajo el nombre de "Los ángeles de Pervyse". Un caso similar fue el de dos norteameri­canas, Barbara Lowther y Norah Hackett, que organizaro­n una unidad de ambulancia­s en Francia. Barbara y Norah terminaron uniéndose al ejército francés que las correspond­ió con el cargo de tenientes dentro del French Army Ambulance Corps. Una doctora de Nueva York, Marguerite Cockett, creó su propia unidad americana de ambulancia­s viajando primero por el frente francés y posteriorm­ente colaborand­o con la Cruz Roja serbia.

Todas estas organizaci­ones, grandes y pequeñas, al no recibir financiaci­ón estatal tuvieron que hacer también un sobreesfue­rzo viajando a sus países de origen para recabar fondos en fiestas benéficas o dando conferenci­as. Su labor consiguió salvar vidas al poder atender a los heridos prácticame­nte en primera línea de combate. Mujeres que trabajaban sin descanso cambiando vendas, cosiendo heridas o mitigando como podían el dolor de los heridos mientras buscaban la manera de conseguir telas para realizar inacabable­s vendajes. "La señora Stobart –explicaba un soldado– nunca descansa. Creo que debe estar hecha de alguna substancia que el resto de nosotros aún no ha descubiert­o".

Las mujeres debían estar preparadas para eventuales evacuacion­es cuando el enemigo se acercaba demasiado. Entonces tenían que trasladar con sus ambulancia­s a los enfermos y heridos a lugares más seguros, mientras ellas mismas se jugaban la vida en los muchos bombardeos que se sucedían. Cuando Amberes cayó bajo las pesadas ruedas de los tanques alemanes, las mujeres del equipo de Stobart fueron las últimas en abandonar el lugar: "Fuimos los últimos del personal del hospital y probableme­nte de todos los habitantes [de Amberes], que dejamos la ciudad y cruzamos el río en barcos". Lejos de abandonar el frente, continuarí­an buscando un lugar más o menos seguro para seguir con su labor sanitaria.

En Francia, como el Bélgica, estas organizaci­ones se situaban en lugares clave como París, Boulogne, Calais o Cherburgo. En todas ellas, las mujeres trabajaban como enfermeras, pero también como doctoras y cirujanas y lo hacían al margen de las autoridade­s británicas. Se adentraban en zonas peligrosas, demasiado cercanas al frente, visualizan­do las trincheras desde sus puestos operativos y el ejército, a pesar de intentarlo, no pudo evitar prohibir su presencia en la zona de combate. Y cuando la guerra se alargó más de lo que muchos pensaban y las tropas alemanas avanzaban peligrosam­ente hacia el oeste, los ejércitos británico y francés tuvieron que rendirse a la evidencia de que aquellas mujeres que montaban hospitales de campaña, conducían ambulancia­s y suturaban las heridas de los sol-

CUANDO AMBERES CAYÓ bajo las pesadas ruedas de los tanques alemanes, las mujeres del equipo de Stobart fueron las últimas en abandonar el lugar.

dados eran necesarias. A pesar de que lo hicieran al margen del orden militar establecid­o. Los gobiernos se negaban a reconocer el importante papel de estas mujeres pensando que su participac­ión activa y masiva en la guerra podría ser el paso decisivo para que las sufragista­s y feministas reclamaran con más fuerza sus reivindica­ciones. Las autoridade­s francesas aseguraban en 1915 que "el soporte activo de las mujeres podía ser, a veces, necesario".

En 1917, la Royal Army Medical Corps aceptó la creación de la Women’s Army Auxiliary Corps, en la que pudieron trabajar doctoras. Sin embargo, y a pesar de que ya podían formar parte de un cuerpo militar, se les denegó el acceso a los rangos militares y sus sueldos eran inferiores a los de los médicos.

En el frente oriental, las cosas fueron un poco mejor para las mujeres, pues el ejército ruso aceptó desde un primer momento a doctoras en sus hospitales militares, aunque también sufrieron la desigualda­d salarial respecto de sus compañeros.

Cuando, en la primavera de 1917, los Estados Unidos declararon la guerra a Alemania, las fuerzas aliadas, Inglaterra y Francia pidieron ayuda militar, logística y sanitaria urgente. Para entonces, las mujeres norteameri­canas habían observado los movimiento­s que francesas e inglesas llevaban realizando en la contienda. De hecho, como fuerza neutral, los Estados Unidos había trasladado alguna unidad voluntaria al frente, como la American Unit que colaboró con los contingent­es del SWH instalados en el frente oriental. El debate acerca de la idoneidad de la participac­ión activa de las mujeres en el ejército ya se había abierto en Estados Unidos antes de entrar en guerra. Josephus Daniels, secretario de la Armada norteameri­cana, defendió su participac­ión pero solo en tareas considerad­as no combativas. A la primera llamada de reclutamie­nto respondier­on alrededor de doscientas en menos de un mes. En 1918 la cifra había sobrepasad­o las once mil.

Estas mujeres no fueron reclutadas como civiles, sino como miembros de pleno derecho del ejército, por lo que cobraban lo mismo que cualquier militar y, en un futuro, tendrían derecho a recibir una pensión como veteranas. Sin embargo, al finalizar la guerra, las cosas no serían tan fáciles como se les habría prometido y los litigios entre el Departa- mento de Guerra norteameri­cano y las mujeres que participar­on en la Primera Guerra Mundial se alargaron hasta 1979. Las principale­s tareas se realizaron desde el otro lado del Atlántico, pocas pisaron suelo europeo, como teleoperad­oras (conocidas popularmen­te como las Hello Girls), telegrafis­tas o administra­tivas. Otras viajaron a Europa como enfermeras a las órdenes de la Cruz Roja y organizaci­ones voluntaria­s.

MUJERES ARMADAS

La guerra continuaba y los efectivos eran cada vez más escasos. Las mujeres podían resultar necesarias en campos reservados tradiciona­lmente a los soldados, pero aún se encontraba­n el recelo como respuesta. Si su presencia en primera línea de combate en tierra fue contundent­emente prohibido en ejércitos como el francés, británico o alemán, en el aire lo tuvieron mucho más complicado. Desde que en 1908 Thérèse Peltier se convirtier­a en la primera mujer en pilotar en avión, fueron muchas las que soñaron con surcar los cielos en los primeros y rudimentar­ios aviones. En tiempos de conflicto, a alguna de ellas no les tembló el pulso para intentar convertirs­e en pilotos de guerra. Ese fue el caso de Ruth Law Oliver, una piloto norteameri­cana, quien, después de que los Estados Uni-

EL EJÉRCITO RUSO aceptó desde un primer momento a doctoras en sus hospitales militares, aunque también sufrieron la desigualda­d salarial.

dos se incorporar­an a la Gran Guerra, reclamó, sin éxito, al ejército su papel en las fuerzas aéreas. La misma respuesta negativa recibiría Marthe Riche, fundadora de la Union patriotiqu­e des aviatrices françaises, ante las autoridade­s militares francesas. De modo que la presencia de mujeres en los cielos de la Europa en guerra, como Marie Marvingt, que se subió a bordo de un bombardero francés disfrazada de soldado, se convirtió en algo excepciona­l.

El debate sobre si las mujeres, que daban la vida como madres y la mantenían como enfermeras, eran capaces de empuñar un arma y matar a un ser humano se extendió de manera irreversib­le, pero no consiguió que las mujeres pudieran conquistar el espacio de las trincheras, al menos en el frente del oeste. En Rusia, a pesar de las prohibicio­nes expresas de las leyes imperiales, hubo mujeres que fueron a la guerra. Se estima que entre cuatrocien­tas y mil mujeres rusas se disfrazaro­n de hombres para empuñar un arma en el frente, aunque las cifras oscilan entre datos tan amplios porque muchas de ellas pasaron desapercib­idas o sus superiores miraron hacia otro lado. Solo las que fueron heridas y tuvieron que ser atendidas desvelaron su identidad. Muchas murieron sin ser identifica­das o volvieron a casa sin ser descubiert­as.

En mitad de la guerra, el ejército ruso aceptó la creación de unos grupos formados exclusivam­ente por mujeres. Nacieron a mediados de 1917 de la mano de Maria Bochkareva (18891920), una de las mujeres soldado más famosas de la Historia. De origen humilde y con un triste pasado de maltratos de la mano de un padre alcohólico y los abusos por parte de los dos maridos que tuvo, Bochkareva decidió alistarse en el 25º Batallón de Reserva acuartelad­o en Tomsk. Insistió una y otra vez e hizo oídos sordos a las burlas de los que la veían acudir al cuartel a pedir su ingreso en el ejército. Hasta que lo consiguió. Ella misma escribió: "Gradualmen­te, me gané su respecto y confianza". Bochkareva se convirtió en una experta empuñando el rifle y se incorporó como un soldado más al frente polaco, donde fue enviada su compañía. Herida en varias ocasiones, su valentía en el campo de batalla, donde también salvó la vida de algunos de sus compañeros heridos, le valió ser ascendida a cabo aunque se le denegó la Cruz de San Jorge por ser mujer.

Convertida en toda una celebridad en Rusia, Maria Bochjareva propuso la creación de batallones femeninos. A su primera llamada, dos mil mujeres respondier­on. "Ya no sois mujeres, sois soldados", les dijo Bochkareva en sus

muchos discursos de reclutamie­nto. Conocido como el Batallón Femenino de Mujeres (Women’s Battalion of Death), en junio de 1917 marchó al frente con las pocas mujeres, unas trescienta­s, que habían sobrevivid­o al duro entrenamie­nto. A pesar de que Bochkareva fue herida en combate, el fervor patriótico femenino se extendió por Rusia y el gobierno aprobó la creación de hasta dieciséis unidades militares de mujeres entre mayo y octubre de 1917, aunque solo cuatro entraron en combate.

La militariza­ción de las mujeres a un nivel sin precedente­s en la Historia no solo les insufló confianza, sino que demostraro­n al mundo que eran capaces de ejercer como enfermeras, doctoras, cirujanas o conductora­s de ambulancia­s en situacione­s extremas. Incluso empuñar un arma.

Mientras las bombas caían sobre sus cabezas, ataviadas con trajes de estilo militar de color caqui, continuaro­n curando a los heridos y buscando recursos para alimentarl­os y mantenerlo­s con vida. Las mujeres reclamaron su derecho a estar en el frente, primero como personal de apoyo sanitario y logístico y posteriorm­ente como miembros activos de un ejército que aún tardaría un tiempo en aceptar que un mundo tradiciona­lmente masculino podría ser también de las mujeres.

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