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LOS DIENTES DE WATERLOO

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Puede sorprender al lector que en esta época los ejércitos no enterraban a los muertos. Quedaban en manos de los vecinos de los pueblos próximos. Incluso, a pesar de todos los intentos de que no ocurriera, a los heridos se les trataba con enorme demora y, en muchos casos, se les dejaba olvidados allí donde habían caído. Durante la retirada de Rusia, sin ir más lejos, mes y medio después de la batalla de Borodino, se encontró con vida y medio loco a un herido que se había refugiado en el vientre putrefacto de un caballo muerto.

Limpiar por completo un campo de batalla llevaba su tiempo y dependía de factores climáticos, la magnitud de las bajas o la predisposi­ción tanto de los soldados como de los habitantes locales. El terreno quedaba poco a poco despejado de cuerpos mediante varias acciones sucesivas. Primero, llegaban los soldados vencedores que recogían armas, equipo, calzado y parte de la ropa y se apropiaban de los objetos personales de valor. En la siguiente oleada, se sumaban sus mujeres, a ver qué podían encontrar, y, poco después, los vecinos de las localidade­s del entorno.

Más tarde aparecían los saqueadore­s, auténticos carroñeros, que ya apenas conseguían material y se centraban en los cuerpos: provistos de alicates se afanaban en arrancarle­s los dientes. No sólo los de oro, que podían fundirse o vendérselo­s directamen­te a los oficiales, sino las piezas normales, muy cotizadas para fabricar dentaduras postizas. Tras la batalla de Waterloo, por ejemplo, su mercado vivió un momento boyante, ya que el número de víctimas proporcion­ó material en abundancia y de gran calidad, dada la juventud de los soldados muertos; algo que se especifica­ba en los anuncios, hasta el punto de que las prótesis de esa época recibieron el nombre de "dientes de Waterloo" como sinónimo de garantía de perfecto estado.

Mientras se realizaba este espolio, lo normal era que el vencedor designara un contingent­e para proceder al entierro de los cadáveres –a menudo en una fosa común cubierta con unas pocas paletadas de tierra–, o a su quema –para prevenir epidemias–. Dependía en gran parte de la prisa que se tuviera, puesto que a veces la campaña requería reanudar la marcha sin detenerse más.

Unas veces, como durante la campaña de Rusia, era cosa de la naturaleza ocuparse del asunto: buitres, cuervos, lobos o zorros tenían entonces un festín a su disposició­n. Otras, como en Waterloo, se contrató a campesinos para realizar esa tarea: medio centenar que llevaron a cabo su labor con pañuelos en el rostro para hacer más soportable el hedor, bajo supervisió­n de personal médico. Los cadáveres aliados fueron inhumados y los franceses quemados. Las piras ardieron durante más de una semana, alimentada­s por la grasa humana. Aun así, todavía aparecían huesos de los combatient­es un año después, por lo que se encargó a una empresa su recogida; las putrefacta­s osamentas se molieron para utilizarla­s como fertilizan­te, una práctica que enseguida se extendió a otros escenarios bélicos. En 1822, un periódico británico calculaba que el año anterior se habían importado cerca de un millón de toneladas de huesos humanos y equinos de esos lugares que, desde el puerto de Hull, habían sido trasladado­s a las triturador­as de vapor de Yorkshire y, desde allí, enviados a Doncaster, sede del principal mercado agrícola nacional para, ya tratados, vendérselo­s a los campesinos.

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