Foto histórica. FARAÓN. Rey de EGIPTO
"Re, el dios solar, puso al soberano en la tierra de los vivos para la eternidad y por siempre, a fin de que juzgue a los hombres, complazca a los dioses, establezca la maat (verdad) y destruya el mal".
Creo que nunca volveré a egipto, pero lo persigo con la devoción de los iniciados en todas las exposiciones y museos. Si a usted le ocurre lo mismo, supongo que ya tendrá pensado ir a la Exposición de la Caixa de Madrid, que después del éxito de público que tuvo en Barcelona, parece que volverá a repetirlo en la capital de España.
Los tres faraones con los que comienza la exposición representan a una civilización que abarca desde el año 3.100 a. C. hasta el 30 de nuestra era cuando augusto depuso a cleopatra vii. Detrás de ellos está un cuadro cronológico que nos compara qué sucedía en el resto del mundo cuando Egipto estaba en su auge y luego en su decadencia. Pero los tres faraones, a pesar de ser de períodos distintos, siguen trasmitiendo la idea de eternidad, con sus orejas grandes, no porque las tuviesen, sino porque se deseaba representar que el faraón “oía al pueblo”, con sus coronas del alto y bajo Egipto, inmutables durante tres milenios, con sus faldaquines, y sus ureos en la frente.
Hay algo fascinante en la primera escultura de la exposición, la del faraón Mentuhotep ii,
tiene aproximadamente cuatro milenios y aún conserva el pigmento color rojo de la cara y la corona blanca del alto Egipto. A su lado Seti ii,
sentado con un rabo de toro entre las piernas que representa la fortaleza, hace una ofrenda al dios amón. Y a su derecha un rey de la época Ptolemaica, de rasgos griegos, con una faldilla más corta que los anteriores y un nemes por tocado. Los tres tienen algo en común, llevan un ureo (cobra erguida) en la frente, el símbolo de la realeza, que comenzó a usarse y a copiarse desde las primeras dinastías a la última.
Hasta la llegada de los faraones humanos hubo una larga lista de faraones divinos, de los cuáles el dios Horus es el último de ellos. Es por ello, que hay un enorme halcón en la primera sala, se trata del dios re-Horakhty, el padre de todos los faraones. Entre los cinco nombres del faraón, el primero siempre es la titulatura del hijo de Horus. No es extraño este empeño en tener un ascendiente divino. Es algo que tentó a todas las civilizaciones antiguas, ya sea césar asegurando que procedía de Venus Genetrix, los espartanos diciendo ser descendientes de Heracles,o alejandro asegurando ser hijo de Zeus
y obligando a su ejército a postrarse ante él.
La exposición recoge piezas únicas y muy conocidas como la del faraón tutmosis iii, tal vez la de mayor belleza por su serenidad eterna, esculpida en la piedra más apropiada para la inmortalidad: limonita verde. La majestad que emana de su joven rostro, oculta a uno de los mayores conquistadores de Egipto. Todavía recuerdo en
Karnak, cómo Tutmosis hizo borrar el nombre de su madrastra y corregente, la reina Hatshepsut. ¡Cuánto odio debió de albergar cuando la depuso!
Pero hay también algunas piezas que han llamado poderosamente mi atención: un bloque de granito rojo en el que Ramsés II, tal vez el faraón más obsesionado con dejar sus cartuchos por todo el país del Nilo hizo grabar su nombre encima del nombre del rey Sesostris I, que vivió quinientos años antes. Es extraño que el hombre que construyó Abu Simbel reutilizase una pieza, como si hubiese estado escaso de granito y hubiese tenido que usar las piedras de otro.
Me ha fascinado ver un ureo de oro, que formó parte de un mueble, lo cual echa a volar mi imaginación: ¿Cómo estarían decorados aquellos palacios de adobe? En la exposición podemos ver las losetas del suelo del palacio de Ramsés III. Si los palacios eran de adobe, los templos se construían en piedra, basta ver el enorme capitel de granito rojo con el rostro de la diosa Hathor, tal vez la pieza más descomunal de las 164 que ha reunido el Museo Británico para la exposición.
La vida familiar del faraón se refleja en un bajorelieve con dos niños con sus características trenzas de medio lado. Una de ellas, una princesa de Akenatón, con su característico cráneo alargado, tocando un sistro; pero no menos curioso es un funcionario sosteniendo a una princesa en su regazo, lo cual nos indica que los ayos no eran mujeres, sino hombres.
¡Cuántos funcionarios se hicieron inmortalizar en bloques de piedra en forma de cubo! Se les ve orgullosos, como un sirviente de Tutmosis III, que se dice “el guardián del sello”. Hay una pequeña estatua de poco más de un palmo con un escriba regordete, con un orificio en la cabeza, como si fuese en realidad un recipiente. Hay también ostracas en las que se escribía, puesto que el papiro era caro, algo que nos puede sorprender en un país donde hay restos de papiro por doquier. Por cierto, en uno de ellos están los consejos de un faraón a su hijo. Y en una tablilla de barro con escritura cuneiforme figura la queja que de un rey persa echándole en cara a Akenatón que sus regalos eran más pobres que los que él le hizo, como si Akenatón fuese un agarrado.
Hay algo que me hizo detenerme y comprobar si era una copia o el original: el arco de madera de uno de los comandantes militares de la dinastía VIII. Uno no puede menos que pensar cómo se las apañarían para tensar un arco tan alto como una persona y lo que me intriga más: ¿Cómo pudo conservarse en ese estado, si a su lado está una paupérrima hacha oxidada por el tiempo? Aunque el arma más curiosa es un bastón arrojadizo de fayenza azul con el que se cazaban pájaros... Uno lo ve y se pregunta si todavía hoy podría arrojarse como si fuese un bumerán, y se puede imaginar a su propietario, Akenatón, cazando ánades en el Nilo en esa capital suya donde se adoraba a un dios nuevo, Atón y que nunca más se utilizó y quedó congelada en el tiempo bajo la arena.
No podían olvidarse de los faraones macedonios. Por eso podemos ver la cabecita de Alejandro encontrada en el templo de Afrodita en cirene. es como una lección de historia, no olvidemos que alejandro hizo recorrer a todo su ejército la peligrosa travesía del desierto libio hasta llegar al oráculo de siwa para ser reconocido por el dios amón como su hijo. eso le facilitó mucho el ser proclamado faraón en Menfis, iniciándose así la última dinastía, la de los lágidas o Ptolomeos. en el reinado de Ptolomeo I, un sacerdote, Manetón, fue el encargado de hacer la primera genealogía de las dinastías de los faraones, genealogía que seguimos usando actualmente.
Y, por último, deténganse a contemplar los ushebtis que nunca faltan en las exposiciones sobre egipto. esta vez han traído unos curiosos ushebtis de reyes nubios, y la variedad de siempre en fayenza azul, serpentina, madera y calcita. es tal vez la cara más amable del más allá: llevarse consigo estos pequeños sirvientes para que le hagan la vida más placentera a uno.
en definitiva, después de ver cómo vivían los reyes egipcios, no dudo en decir que, si yo hubiese sido faraón, también me habría hecho una estatua de bronce con expresión de júbilo. Por cierto, no se la pierdan, se trata de un pequeño bronce con la rodilla al suelo y un brazo en alto. contemplen su boca y sus ojos, vean cómo sonríe el faraón, es como si supiese que le estamos mirando.