Clio Historia

WATERLOO. La gran derrota de NAPOLEÓN

- POR MIGUEL DEL REY

LA BATALLA DE WATERLOO ES, SIN DUDA, UNA DE LAS MÁS CONOCIDAS DE LA HISTORIA. ESTA SIGNIFICÓ EL ÚLTIMO INTENTO POR PARTE DE NAPOLEÓN BONAPARTE DE VOLVER A INSTAURAR EL VIEJO IMPERIO FRANCÉS. SIN EMBARGO, LA SUERTE, EN ESTA OCASIÓN, NO ESTUVO DE SU LADO, Y SU FALLO ESTRATÉGIC­O SE CONVIRTIÓ EN SU DERROTA FINAL. DESPUÉS DE ESTA, ACABARÍA SU VIDA EN LA ISLA DE SANTA ELENA, EN MANOS DE LOS BRITÁNICOS. EL RESTO YA ES HISTORIA.

La puerta del salón se abrió de golpe. Un joven oficial con aspecto cansado, que no había tenido tiempo de quitarse el barro de las botas, buscó con la mirada hasta que encontró a su superior, el príncipe de Orange, y, con una inclinació­n de cabeza, le entregó un mensaje que atrajo la atención de todos los presentes. El príncipe asintió, se puso en pie, y caminó hasta donde se encontraba el duque de Wellington para entregarle la misiva. Apenas una hora después, todos los oficiales que asistían a la velada cumplían la orden de su general, que había decido concentrar a sus unidades en Quatre Bras, un cruce de caminos a las afueras de Bruselas.

Se ha escrito mucho del baile que ofreció la duquesa de Richmond la noche del 15 de junio de 1815; el cuadro romántico que pintó Henry o’neill en 1868 lo sitúa en un vasto y concurrido palacio con enormes columnas de mármol, rebosante de invitados desgarrado­s por la pena y el terror, pero la realidad nunca suele ser tan glamurosa. La duquesa estaba con toda su familia, incluidas sus hijas, en el continente, por lo que planeó lo que hoy llamaríamo­s un "evento", para dar un poco de emoción a su estancia. napoleón ya estaba de nuevo en Francia, por lo que consultó a Wellington si sería apropiado seguir con su plan, y este le aseguró que sí. El baile no se celebró en un palacio, si no en una cochera engalanada para la ocasión; era deseo expreso del duque que se llevara a cabo para hacer ver la sangre fría inglesa y dejar claro que ni siquiera a las damas les inquietaba el nuevo ejército del emperador. Aunque no fuera verdad.

los cien días

En 1814, terminaron veinticinc­o años de guerra con la rendición del emperador Napoleón y su destierro a la isla mediterrán­ea de Elba. Las potencias europeas comenzaron la tarea de restaurar en el Viejo Continente la normalidad y la paz, y los Borbones, con el rey Luis XViii, reanudaron plácidamen­te su reinado interrumpi­do en Francia.

Como habían previsto los británicos, Bonaparte se fugó de Elba a finales de febrero de 1815. El 1 de marzo, en las playas mediterrán­eas del Golfo Juan, pisó de nuevo tierra francesa. Junto a él estaban todos los hombres –unos 600–, que le habían acompañado durante su corto destierro.

Diecinueve días después, arropado ya por más de 14.000 partidario­s, y mientras en la lejanía, aún parecían retumbar los cascos de los caballos de una corte que había huido a la carrera, durmió en el Palacio de las Tullerías, en París.

De nuevo en el poder, Napoleón intentó cuanto antes resucitar el imperio y conseguir el apoyo popular con un régimen más liberal y democrátic­o que renunciaba al autoritari­smo. Plasmó esas ideas en el Acta Adicional a la Constituci­ón de 1804, para ganarse a la mayoría de los franceses, descontent­os con la restauraci­ón y el regreso del Antiguo Régimen. El problema era que Gran Bretaña, con unos 60.000 hombres; Austria, con 42.000; Rusia, con cerca de 30.000; Prusia, con unos 20.000; los Países Bajos, con 15.000; España, con 12.000; Suecia, con 5.000 y los estados alemanes, con unos 3.000, ya habían organizado la Séptima Coalición para ocupar Francia, y los aliados no estaban dispuestos a ningún esfuerzo diplomátic­o para evitar la contienda.

Además, el emperador debía enfrentars­e a una importante dificultad interna: casi antes de abdicar, los mariscales y generales se habían apresurado a ponerse al servicio de los restituido­s borbones, para mantener sus tierras y sus títulos, mientras que muchos de los oficiales de menor rango y la mayoría de los soldados estaban en la calle sumidos en la pobreza. Ahora que había regresado y los mismos mariscales volvían a servirle, se palpaba un resentimie­nto y desconfian­za que sólo podría olvidarse si se lograba de manera inmediata una resonante victoria que los uniera de nuevo. Era la única forma que tanto el ejército

de nuevo en el poder, Napoleón intentó cuanto antes resucitar el imperio y conseguir el apoyo popular con un régimen más liberal y democrátic­o que renunciaba al autoritari­smo.

como la nación recobraran la fe, pero no lo prometido al pueblo. De hipotética­s libertades se había vuelto a la certeza de una guerra, aunque ahora no hubiera que aportar reclutas. No es de extrañar que el regreso de Napoleón no suscitara entusiasmo popular alguno.

Entre abril y junio, la administra­ción, que tenía a todos los soldados en Francia, y no como antes diseminado­s por toda Europa, hizo maravillas para organizar apresurada­mente al que se denominó Ejército del Norte: trasladó unidades, buscó caballos, aumentó la producción de mosquetes, confeccion­ó uniformes y banderas, acumuló gran cantidad de municiones e hizo acopio de un sinfín de raciones de campaña.

En esos meses, Napoleón también emprendió la tarea de reconstrui­r su famosa guardia de infantería, esencialme­nte cambiando el nombre de Granaderos Reales por Guardia Imperial. De acuerdo con el decreto de 8 de abril de 1815 –artículo 22–, para servir ahora en la Vieja Guardia eran necesarios 12 años de servicio, y para servir en la Guardia Joven, 4. Con esos requisitos, y contando con los hombres que le habían acompañado a Elba, sólo se consiguier­on unos 400 efectivos, muy escasos para cubrir las plazas del 1º batallón de granaderos y del 1º de cazadores. Fueron los denominado­s "pari sinusoidal" –"sin igual"–. Veteranos de 20 o 25 campañas, más de un tercio condecorad­os por su valentía, con un promedio de 35 años de edad.

El resto, hubo que obtenerlos mediante una selección de 2 oficiales y 20 hombres de cada regimiento de infantería de línea o ligera. Una colección de reclutas que, en general, habían estado en su regimiento menos de 2 años y tenían una media de 8 años de servicio. Incluso algunos habían entrado en 1814. Con ellos los granaderos estaban muy lejos de ser ya tropas de élite, más aún de ser la élite del ejército.

Para los 2º regimiento­s de granaderos y cazadores, se aceptaron hombres con menos de 8 años de servicio. Para cubrir las plazas de los 3º y 4º regimiento­s de ambas especialid­ades, los que no llevaban ni años de servicio. La mayoría, con una edad de 23 o 24 años. Los burócra- tas del Ministerio de Guerra se apresuraro­n a denominar también a los 2º, 3º y 4º regimiento­s, Vieja Guardia, pero el ejército continuó con su denominaci­ón de Guardia Media.

El caso de la Guardia Joven fue aún peor. El 28 de marzo de 1815, un decreto imperial ordenó formar "6 regimiento­s de tiradores y 6 regimiento­s de voltigeurs de la Joven Guardia imperial". Los debía de organizar en París el teniente general Antoine Drout, que había acompañado a Bonaparte durante su estancia en Elba y actuaba como su ayuda de campo. Se suponía que su talla mínima debía de ser 1 metro y 70 centímetro­s y contar con cierta experienci­a, pero no logró encontrar más que voluntario­s, jubilados, corsos, reclutas e incluso desertores, que apenas sabían maniobrar o disparar. De hecho, sólo sus batallones 1º y 3º, tanto de tiradores como de voltigeurs, llegarían a intervenir en los combates de la campaña de Bélgica. Poco más o menos pasó con la caballería de la guardia, los artilleros o los ingenieros. Cuando Napoleón intentó reorganiza­r de nuevo a sus marinos, apenas pudo reunir a 150 hombres que dejó de guarnición en París.

Mientras, los aliados habían formado cuatro ejércitos para caer sobre Francia mediante una acción conjunta: el ejército de los Países Bajos, a las órdenes del duque de Wellington, que incluía al ejército británico y a las tropas de Hannover, Holanda y Brunswick; el ejército del Bajo Rin, bajo el mando del mariscal Blücher, con las tropas prusianas y sajonas; el ejército del Rin Medio, formado por las tropas rusas, bajo el mando del mariscal Barclay deTolly y el ejército del Alto Rin bajo el mando del príncipe Schwarzenb­erg, con los soldados austriacos y los de diversos estados alemanes.

NAPOLEÓN emprendió la tarea de reconstrui­r su famosa guardia de infantería, esencialme­nte cambiando el nombre de Granaderos Reales por Guardia Imperial.

Todos habían decidido converger en un mismo punto, pero debían esperar a los rusos, que preveían su llegada para el 1 de julio. Hasta entonces, británicos y prusianos se concentrar­on en los Países Bajos para cubrir el nuevo reino formado por la unión de Bélgica y Holanda, contra cualquier movimiento del ejército francés.

Fiel a la estrategia que siempre había mantenido, Bonaparte decidió que debía moverse rápido para no dar tiempo a que sus enemigos se reagrupara­n. El 12 de junio salió de París con el máximo de su fuerza disponible —unos 120.000 hombres—, para poder luchar contra ellos por separado. El plan era vencer primero al ejército de Blücher, después al de Wellington y, luego, girar contra los rusos y austriacos, cuyos ejércitos todavía estaban en camino.

El 15 de junio, los primeros regimiento­s de la infantería francesa, precedidos de varias unidades de húsares, cruzaron la frontera de Bélgica. El ejército marchaba en 3 columnas: a la izquierda, por Thuin y Marchienne, a las órdenes de Ney, el 2º cuerpo de Honoré Reille y el 1º de Jean Baptiste Drouet; en el centro, por Ham-sur-Heure y Marcinelle, con el emperador, los generales Dominique Vandamme, Georges Mouton, la Guardia Imperial y la reserva de caballería; y a la derecha, bajo el mando de Emmanuele de Grouchy, el cuerpo de Maurice Gerard, por Florenne y Gerpinnes, hasta Châtelet.

En todas partes el avance acumulaba retrasos sustancial­es. Después de un incidente en la transmisió­n de órdenes, el 3º cuerpo de Vandamme, que no había sido avisado del inicio de la marcha, dejó sus vivacs con 5 horas de retraso y, peor aún, a la derecha, Louis Auguste Bourmont, uno de los generales de di- visión del 4º cuerpo, se pasó al enemigo con algunos de sus oficiales de estado mayor y los planes de la campaña para unirse a Luis XVIII en Gante.

La tarde del 16, mientras Napoleón derrotaba a los prusianos en Ligny, el 2º cuerpo de Ney y el 3º cuerpo de caballería se enfrentaro­n a un ejército angloholan­dés en Quatre Bras. Lograron forzar su retirada hasta un campo cercano, junto a la villa de Waterloo. Para destruirlo, y pese al deseo de sus generales de realizar una maniobra envolvente, Bonaparte prefirió plantear un asalto frontal contra las líneas inglesas, a la vez que enviaba órdenes al mariscal Grouchy, con la reserva de caballería y los cuerpos 3º y 4º —unos 33.000 hombres y 96 piezas de artillería—, para que se uniera a la batalla desde otro flanco, en una maniobra de tenaza.

Sobre las 18 horas, bajo una lluvia torrencial, la artillería volante realizó una serie de disparos sobre la retaguardi­a británica. La respuesta enemiga demostró que ya tomaba posiciones, pero era demasiado tarde para intentar forzar sus líneas. Había que esperar al alba. Desde ese momento, todo salió mal.

un remoto lugar llamado waterloo

La noche del 17 al 18 de junio las tropas francesas se extendiero­n entre Genappe y la granja de la Belle Aliance, pocos kilómetros al norte. Llovía sin parar. Tanto, que enfrente, los oficiales británicos no tardaron en desplegar sus paraguas, a pesar de que Wellington había prohibido expresamen­te “que los hijos de caballeros utilizaran algo tan ridículo en presencia del enemigo”. Empapados, agotados y hambriento­s, los soldados no habían tenido tiempo de encontrar madera con la que encender fogatas. Dormían en el suelo, entre el

fiel a su estrategia, Bonaparte decidió que debía moverse rápido para no dar tiempo a que sus enemigos se reagrupara­n. El 12 de junio salió de París con el máximo de su fuerza disponible para poder luchar contra ellos por separado.

barro o sobre los restos de las cosechas arrasadas. A pesar de ser junio, soplaba un viento atroz que no hacía más que avivar su resentimie­nto, convencido­s unos y otros de que sus enemigos se encontraba­n en mejores condicione­s. Ni siquiera los veteranos de España recordaban haber pasado nunca una noche tan mala antes del combate.

Amaneció despejado. El día recibió a unos 67.000 soldados aliados de espaldas al bosque de Soignes y a cerca de 73.000 franceses cara a ellos, al otro lado de la carretera de Bruselas a Charleroi, una cinta de piedras grises que cortaba por la mitad el campo de batalla, enfangado aún por la copiosa lluvia nocturna. Quién más y quién menos aprovechó para intentar conseguir algo de leña seca, encender un fuego y comer caliente. Luego se desmontaro­n los fusiles, se secaron y engrasaron, se cambiaron los cebadores echados a perder por la humedad de la noche y se intentaron secar los uniformes.

Sobre las 8, Napoleón desayunó con algunos de sus generales, entre ellos su hermano Jérôme, Bertrand y Soult. La escena, hábilmente narrada por el emperador en sus Memorias, para eximirse de responsabi­lidades, nos ha dejado a un Napoleón con cualidades de vidente y a un Ney un poco cursi. Sin embargo, el relato de otros muchos testigos nos presenta a Bonaparte convencido de que los británicos no iban a poder mantener la posición y de que los prusianos no llegarían a tiempo de intervenir.

A las 11:30, la artillería de Jérôme Bonaparte abrió fuego de obuses y metralla contra las fuerzas aliadas que se encontraba­n atrinchera­das en Hougoumont, una granja con varios edificios, antigua encomienda de la Orden de Malta —había sido propiedad de Juan Arrazola de Oñate y de su hijo Marc, teniente general de los halconeros de Flandes. Se la había concedido Felipe IV por mediación de Leopoldo de Austria, gobernador de los Países Bajos españoles—, situada en el flanco derecho de Wellington. Era una idea razonable que obligaba al duque a reforzar la posición con sus reservas al tiempo que debilitaba su centro, pero las cosas no salieron como se esperaba. La defensa de Hougoumont ante las bisoñas uni- dades de Napoleón degeneró en una batalla independie­nte que absorbió ingentes cantidades de infantería francesa y se prolongó durante todo el día a pesar de que ya había dejado de ser un objetivo prioritari­o.

Después, Bonaparte se empeñó en un ataque masivo contra el flanco izquierdo, pero esa ofensiva también fracasó. Más tarde, lanzó un tremendo asalto con toda su caballería sobre el centro derecha del ejército del duque y, durante unas horas, dejó todo el entramado bélico de ambos contendien­tes bamboleánd­ose en la incertidum­bre.

Mientras sus compañeros mariscales se batían, Grouchy, que dijo no haber recibido nunca el mensaje enviado y cuya actitud aquel día aún sigue velada por el misterio, tampoco pareció darse por aludido con el estruendo de la batalla. Se mantuvo en sus posiciones, alejado del combate. Algunos de sus generales trataron de convencerl­e de que marchara hacia Waterloo para reforzar al emperador, cuando llegó el eco de los cañonazos, pero insistió en obedecer la última orden que había recibido y continuó con su persecució­n de los prusianos. Aun en el caso de que hubiera cedido, había al menos 5 horas hasta Waterloo. Es difícil que hubiera llegado a tiempo .

Por el contrario, el ejército prusiano que dirigía el mariscal Blücher, sí se apre-

la batalla había terminado. Era un desastre por su magnitud y dispendio de vidas: 5.000 bajas en el combinado británico-holandés, 2.000 del lado prusiano y 20.000 por parte francesa.

suró a auxiliar a sus aliados y consiguió incorporar­se a la lucha por el flanco izquierdo, para aislar a las unidades que dirigía Napoleón. Los prusianos ya sólo tuvieron que aguantar una acometida a la desesperad­a de la hasta entonces imbatible Guardia Imperial, pero ya hemos visto que era poco más que una sombra de su brillante pasado.

Como prueba de que las cosas habían cambiado quedó el último disparo del brutal enfrentami­ento, que lo realizó sobre las tropas en retirada el 71º de infantería ligera escocesa, con uno de los cañones franceses que acababa de capturar.

A las diez de la noche el silencio y la desolación se extendían hasta donde alcanzaba la vista. La batalla había terminado. Era un desastre por su magnitud y dispendio de vidas: 5.000 bajas en el combinado británico-holandés, 2.000 del lado prusiano y 20.000 por parte francesa.

Contrariam­ente a lo que pueda pensarse debido al constante martilleo al que la ha sometido la Historia, Waterloo no fue una batalla tan decisiva como proclamaro­n de inmediato los británicos, que querían ocupar un puesto de privilegio en el futuro concierto de las naciones europeas neoabsolut­istas. De hecho, Napoleón ya había perdido cualquier posibilida­d de vencer en esa campaña desde el momento que en Ligny, tras derrotar a los prusianos, fue incapaz de impedir que se retiraran hacia el norte y siguieran en contacto con Wellington. Es más, el mismo Wellington, que había dado en España pruebas suficiente­s de ser un hombre calculador, jamás se hubiera planteado iniciar la batalla sin la absoluta seguridad de que los prusianos le iban a apoyar.

Tampoco hubiese cambiado nada de haber vencido Bonaparte. A los aliados les quedaba un ejército prusiano completo, otro austriaco y uno ruso aún más grande que los anteriores que venía en camino. Incluso es más que probable que los británicos hubieran seguido encargados de financiar la coalición, como hicieron con las seis anteriores. A Francia, en cambio, ya apenas le quedaban recursos.

La noticia de la derrota de Waterloo llegó a París la mañana del 21 de junio, y se confirmó esa tarde en el boletín aparecido en El Monitor. El sábado 24, el Diario General de Francia publicaba un relato del combate en el que al concluir la relación del ataque de la Guardia, y la demanda hecha por los generales británicos a rendirse decía:

"El general Cambronne respondió a este mensaje con estas palabras: 'La Guardia Imperial muere y no se rinde'. Hoy, la Guardia Imperial y el general Cambronne ya no existen".

Ese comentario, que apoyado en una proclama de la Cámara de Diputados no buscaba más que dar consuelo y esperanza a los ciudadanos en un momento desesperad­o, sería el origen de una indestruct­ible leyenda. Pero se basaba en dos afirmacion­es falsas: la primera, que Cambronne había muerto. No era cierto, había sido herido en la cabeza y estaba prisionero. La segunda, que esa frase había salido de su boca. Tampoco lo era, en esos intensos momentos de agotamient­o y rabia, no se había dedicado a pensar en valerosas citas para la posteridad, sólo había contestado con un sonoro "¡Mierda!".

En París, derrotado y enfermo, Napoleón dio por concluido su intento de restauraci­ón imperial, mientras sus soldados se batían por última vez en la frontera. Toda Francia pedía ahora que se marchase. Primero se dirigió a casa de su hijastra

Hortense y desde allí se trasladó al puerto de Rochefort y a la isla de Aix. Podía haberse escapado y huir a Estados Unidos, sus admiradore­s de Nueva Orleans le ofrecían asilo, pero prefirió entregarse sin condicione­s a los ingleses, sus peores enemigos.

Los ministros británicos, con la experienci­a de Elba, no cayeron en la tentación de ser indulgente­s. Decidieron recluirlo para siempre en la isla de Santa Elena, perdida en medio del Atlántico. Cuando a bordo del Northumber­land, el navío que le llevaba a su último destino, se hablaba del "emperador", el almirante ingles fingía no entender:

"No hay ningún emperador a bordo",

contestaba.

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