Las CHICAS del RADIO
UNA HISTORIA DE INJUSTICIA LABORAL
A PRINCIPIOS DEL SIGLO XX, SE CREÍA QUE EL RADIO TENÍA PROPIEDADES CURATIVAS, PERO EL MILAGROSO ELEMENTO ESCONDÍA UN MONSTRUO IMPLACABLE QUE ACABARÍA CON LA VIDA DE MILES DE TRABAJADORAS EN LOS ESTADOS UNIDOS. LAS JÓVENES QUE SE GANABAN EL SUELDO PINTANDO ESFERAS LUMINOSAS PARA RELOJES, PAGARON UN PRECIO MUY ALTO POR SU EMPLEO. AL CABO DE UN TIEMPO, ALGUNAS VIERON CÓMO SUS DIENTES SE CAÍAN Y SUS MANDÍBULAS SE DESINTEGRABAN; OTRAS SUFRIERON ATROCES DOLORES EN CADERAS O BRAZOS, QUE EN CIERTOS CASOS LLEGARON A SER AMPUTADOS. A UNA EDAD DEMASIADO CORTA, EXPERIMENTARON LA DEGRADACIÓN PREMATURA DE SUS CUERPOS. LOS CADÁVERES DE LAS QUE FALLECIERON, AÚN BRILLAN EN LA OSCURIDAD DE SUS TUMBAS.
LOS RESPONSABLES DE EMPRESAS COMO LA RADIUM LUMINOUS MATERIALS CORPORATION O RADIUM DIAL COMPANY, ESCONDIERON DELIBERADAMENTE LAS DRAMÁTICAS CONSECUENCIAS QUE PODÍA TENER EL CONTACTO PROLONGADO POR EL RADIO. Incluso cuando algunas de ellas les llevaron a juicio, continuaron negando los efectos letales. Incluso cuando tenían delante mujeres con brazos amputados o mandíbulas inexistentes se atrevieron a negar la evidencia.
LAS JÓVENES Y BRILLANTES PINTORAS DE ESFERAS En las primeras décadas del siglo pasado, abrieron en los Estados Unidos varias industrias dedicadas a fabricar relojes, cuyos números y manecillas brillaban en la oscuridad. La sustancia que permitía aquella luminosidad era el radio, cuyas supuestas propiedades curativas lo habían convertido en un elemento casi milagroso. En aquella época se sabía que permitía destruir tumores cancerosos, lo que hizo creer que el radio era capaz de sanar muchas otras enfermedades. Así que durante mucho tiempo, el radio se utilizó sin control.
Las fábricas de esferas ampliaron su producción a material bélico necesario durante la Primera Guerra Mundial. Objetos que pudieran brillar en la oscuridad como las miras de los fusiles o las brújulas de los barcos pasaron por las manos de estas trabajadoras incansables que pasaban largas jornadas en las fábricas realizando movimientos repetitivos y mecánicos. Su herramienta de trabajo era un pincel muy fino que había que afinar una y otra vez. La manera más rápida y efectiva era chupar las cerdas del mismo con la boca. Algunas tenían cierto recelo a meterse el pincel en sus labios, pero los responsables de las plantas insistieron una y otra vez que no corrían ningún peligro.
Las pintoras de esferas se podían sentir privilegiadas. Tenían un trabajo que les permitía ganar un sueldo muy superior al de cualquier otro empleo y, una vez superado el primer reparo a trabajar con radio, disfrutaron de sus efectos luminosos. Sus bocas brillaban en la oscuridad, sus ropas, impregnadas del polvo del radio después de tantas horas de trabajo, parecían vestidos luminosos. Algunas se pintaban las uñas o los dientes con el radio y bailaban en la oscuridad resplandeciendo como si fueran fantasmas.
Sabin von Sochocky, un médico austriaco, había fundado en 1913 la enorme fábrica Radium Luminous Materials Corporation. Fue también quien inventó la pintura luminosa que utilizaban las chicas diariamente y sin demasiado control. Y eso que ya desde su creación, se sabía de los beneficios del radio, pero también de los muchos peligros que escondía. Sochocky había estudiado con los Curie, sus descubridores, quienes ya habían visto cómo el radio curaba tumores, pero en el proceso,
SUS BOCAS brillaban en la oscuridad, sus ropas, impregnadas del polvo del radio después de tantas horas de trabajo, parecían vestidos luminosos.
destruía, sin discriminar materia ni tejidos, todo lo que se encontraba a su paso. Una información que no había llegado a oídos de las cada vez más numerosas pintoras de esferas. Nadie parecía preocuparse de los efectos que pudiera tener a largo plazo el radio o que aún no se habían descubierto.
Aquel frenético año en el que los Estados Unidos entraron en la guerra, algunas trabajadoras empezaron a sufrir llagas en la boca o erupciones en el rostro, pero los responsables médicos de la fábrica quitaron importancia a aquellas pequeñas dolencias. En caso de que el radio fuera perjudicial, les decían, lo utilizaban en cantidades tan pequeñas que no tenían de qué preocuparse. Con el fin de la guerra, la producción de material luminoso se redujo, pero la fábrica continuó con la producción de esferas. Y las chicas continuaron chupando sus pinceles con radio una y otra vez. Hacia 1920, algunas de ellas empezaron a notar extrañas dolencias en sus cuerpos. Marguerite Carlough y Hazel Vincent se sentían extraordinariamente agotadas, a pesar de su juventud. Como si hubieran envejecido prematuramente. Hazel perdió mucho peso y empezó a sufrir un insoportable dolor en la mandíbula. Algo que también le sucedería a Mollie Maggia, a quien se le había caído una muela sin causa aparente. Mollie tuvo el triste honor de convertirse en la primera pintora de esferas en fallecer a causa del radio. Antes de morir, Mollie sufrió un auténtico calvario. Las heridas que dejaban los dientes que le caían no cicatrizaban, hasta que la propia mandíbula empezó a desprenderse con sólo tocarla. Poco tiempo después, empezó a sufrir dolores en la cadera y en los pies. Mollie perdió casi todos los dientes y su boca se convirtió en una enorme úlcera que le provocaba terribles dolores y le impedía comer. Ningún médico fue capaz de diagnosticar qué era lo que estaba matando a aquella muchacha y los analgésicos que le recetaban cada vez eran menos eficaces. Mollie Maggia falleció el 12 de septiembre de 1922, tenía sólo veinticinco años, después de haber sufrido una incomprensible degeneración de todo su cuerpo.
Mientras tanto, en Illinois, se habría una nueva fábrica, la Radium Dial Company, que iba a hacerle la competencia a la Radium Luminous Materials Corporation en la fabricación de esferas luminosas. Ni la muerte de Mollie Maggia ni los primeros casos de dolencias extrañas entre trabajadoras y extrabajadoras que habían estado en contacto con el radio parecía haber trascendido lo suficiente como para que se diera la voz de alarma.
Pero los casos extraños de jóvenes aquejadas de dolencias en la mandíbula o la cadera iban llegando poco a poco a las consultas médicas hasta que las piezas empezaron a encajar y algunos médicos empezaron a sospechar que aquellas chicas habían sufrido algún tipo de envenenamiento en sus puestos de trabajo. A pesar de que los responsables de seguridad industrial iniciaron investigaciones en las fábricas donde habían estado las chicas, sus directivos no se lo pusieron fácil. Incluso no dudaron en mentir cuando se les preguntó
por qué aquellas mujeres chupaban el pincel una y otra vez. Aseguraron que ellos ya les habían advertido que no lo hicieran, mientras insistían en quitar importancia a la utilización del radio.
En 1923 fallecieron otras pintoras de esferas, como Helen Quinlan e Irene Rudolph y los casos de dolencias raras continuaron apareciendo. Muchas de ellas empezaron a atar cabos. Se conocían unas a otras y cuando supieron de la muerte de alguna la angustia fue creciendo. A la agonía se unía también la complicada situación económica en la que se empezaron a encontrar muchas de ellas, que tenían serias dificultades para pagar las constantes y altas facturas médicas y los medicamentos necesarios para paliar los dolores que sufrían.
EL JUICIO DE LA DIGNIDAD
Las pintoras de esferas estaban gastando cantidades descontroladas de dinero en doctores y medicamentos. A pesar de que muchas sospechaban que la culpa de sus dolencias la tenía su paso por las fábricas de material luminoso, el coste que suponía un proceso judicial hacía complicado llevar a aquellas grandes corporaciones a juicio.
El 5 de enero de 1925, Marguerite Carlough decidió apostarlo todo a una carta y decidió demandar a la United States Radium Corporation, la antigua Radium Luminous Materials Corporation. El caso de Marguerite sirvió para que la prensa empezara a hacerse eco de los extraños casos de las pintoras de esferas. Mientras tanto, los expertos que ya sospechaban del radio, buscaron métodos para ratificar que, efectivamente, aquellas chicas estaban contaminadas por él. Marguerite se sometió a dichas pruebas, igual que su hermana, Sarah Carlough Maillefer, que demostraron que sus cuerpos contenían radio.
El 18 de junio de 1925, el cuerpo de Sarah Carlough Maillefer se rindió, tras sufrir dolores atroces. Su muerte fue portada del New York Times. Sarah no sólo fue la primera pintora de esferas en someterse a pruebas del radio en vida, fue también a la primera que se le realizó una autopsia para determinar que había sido la causa de su muerte. Los resultados fueron demoledores. Los huesos de Sarah estaban invadidos por la radioactividad.
Las empresas del radio ya se preparaban para enfrentarse a un escándalo sin precedentes. Pero habían mentido en el pasado y ahora no les iba a temblar el pulso. Más mujeres presentaron demandas contra ellos mientras otras, como Marguerite, fallecían antes de que su caso se resolviera. Fueron sus familiares los que recibieron una indemnización tras llegar a un acuerdo extrajudicial con la USRC. Pero su valentía sirvió también para que los casos vieran la luz y que las autoridades tomaran medidas al respecto. En 1926, se aprobaba una nueva ley que incluía la necrosis por radio como una enfermedad laboral con derecho a indemnización.
A mediados de 1927, el abogado Raymond H. Berry se hizo cargo de los casos de Grace Fryer, Katherine Schaub, Quinta McDonald, Albina Larice y Edna Hussman. Las “cinco mujeres condenadas a muerte”, como se las conoció en los medios, iban a llevar a juicio a las empresas del radio. Empezaba una larga y agónica batalla judicial en la que Berry se volcó de lleno dispuesto a llegar hasta el final para desenmascarar unas prácticas laborales letales para los trabajadores. En el proceso, se decidió realizar la autopsia al cuerpo de la primera víctima por radio, Mollie Maggia. Cuando Mollie fue desenterrada a mediados de octubre de 1927. Su cuerpo continuaba brillando. Habían transcurrido cinco años desde su muerte.
En pleno proceso judicial, el doctor Von Sochocky fallecía a causa del radio. También alguna de las chicas, como Quinta McDonald, cuya muerte derrumbó a las demás. Y más mujeres seguían enfermando y más presentaron demandas contra las empresas del radio.
Grace Fryer y Katherine Schaub fallecieron en 1933, cuando aún nadie había pagado por sus muertes. La industria del radio batalló y ganó. Pero a finales de 1966 Radium Dial cerraba sus puertas y todo el mundo se había conmovido por los casos de las chicas del radio.
En 1938, la demanda de Catherine Donohue, gracias a su abogado, Leonard Grossman, consiguió al fin condenar a una empresa que utilizaba radio, la Radium Dial Company. La pintora de esferas fallecía ese mismo año, pero por fin se había demostrado que su muerte había sido causada por su trabajo. La victoria de Catherine fue la victoria de todas las mujeres que habían muerto o aún sufrían dolores atroces. Mujeres que tuvieron que sufrir amputaciones y descubrir que no podían ser madres porque sus cuerpos estaban contaminados. El sacrificio de todas esas mujeres sirvió para que se desarrollara una exhaustiva legislación relacionada con las empresas radioactivas.
Sus vidas quedaron mucho tiempo en el olvido. La escritora Kate Moore se encargó de rescatar sus historias que recopiló en un libro, Las chicas del radio (Capitán Swing), en el que destacó la importancia que sus casos tuvieron para desarrollar un mayor control laboral y descubrir los peligros que entrañaba trabajar con elementos radioactivos: “Su contribución a la ciencia médica es incalculable. Todos nos hemos beneficiado de su sacrificio y valor”.
LAS TRABAJADORAS empezaron a sufrir llagas en la boca o erupciones en el rostro, pero los responsables médicos de la fábrica quitaron importancia a aquellas pequeñas dolencias.