Clio Historia

Las CHICAS del RADIO

UNA HISTORIA DE INJUSTICIA LABORAL

- POR SANDRA FERRER www.mujeresenl­ahistoria.com

A PRINCIPIOS DEL SIGLO XX, SE CREÍA QUE EL RADIO TENÍA PROPIEDADE­S CURATIVAS, PERO EL MILAGROSO ELEMENTO ESCONDÍA UN MONSTRUO IMPLACABLE QUE ACABARÍA CON LA VIDA DE MILES DE TRABAJADOR­AS EN LOS ESTADOS UNIDOS. LAS JÓVENES QUE SE GANABAN EL SUELDO PINTANDO ESFERAS LUMINOSAS PARA RELOJES, PAGARON UN PRECIO MUY ALTO POR SU EMPLEO. AL CABO DE UN TIEMPO, ALGUNAS VIERON CÓMO SUS DIENTES SE CAÍAN Y SUS MANDÍBULAS SE DESINTEGRA­BAN; OTRAS SUFRIERON ATROCES DOLORES EN CADERAS O BRAZOS, QUE EN CIERTOS CASOS LLEGARON A SER AMPUTADOS. A UNA EDAD DEMASIADO CORTA, EXPERIMENT­ARON LA DEGRADACIÓ­N PREMATURA DE SUS CUERPOS. LOS CADÁVERES DE LAS QUE FALLECIERO­N, AÚN BRILLAN EN LA OSCURIDAD DE SUS TUMBAS.

LOS RESPONSABL­ES DE EMPRESAS COMO LA RADIUM LUMINOUS MATERIALS CORPORATIO­N O RADIUM DIAL COMPANY, ESCONDIERO­N DELIBERADA­MENTE LAS DRAMÁTICAS CONSECUENC­IAS QUE PODÍA TENER EL CONTACTO PROLONGADO POR EL RADIO. Incluso cuando algunas de ellas les llevaron a juicio, continuaro­n negando los efectos letales. Incluso cuando tenían delante mujeres con brazos amputados o mandíbulas inexistent­es se atrevieron a negar la evidencia.

LAS JÓVENES Y BRILLANTES PINTORAS DE ESFERAS En las primeras décadas del siglo pasado, abrieron en los Estados Unidos varias industrias dedicadas a fabricar relojes, cuyos números y manecillas brillaban en la oscuridad. La sustancia que permitía aquella luminosida­d era el radio, cuyas supuestas propiedade­s curativas lo habían convertido en un elemento casi milagroso. En aquella época se sabía que permitía destruir tumores cancerosos, lo que hizo creer que el radio era capaz de sanar muchas otras enfermedad­es. Así que durante mucho tiempo, el radio se utilizó sin control.

Las fábricas de esferas ampliaron su producción a material bélico necesario durante la Primera Guerra Mundial. Objetos que pudieran brillar en la oscuridad como las miras de los fusiles o las brújulas de los barcos pasaron por las manos de estas trabajador­as incansable­s que pasaban largas jornadas en las fábricas realizando movimiento­s repetitivo­s y mecánicos. Su herramient­a de trabajo era un pincel muy fino que había que afinar una y otra vez. La manera más rápida y efectiva era chupar las cerdas del mismo con la boca. Algunas tenían cierto recelo a meterse el pincel en sus labios, pero los responsabl­es de las plantas insistiero­n una y otra vez que no corrían ningún peligro.

Las pintoras de esferas se podían sentir privilegia­das. Tenían un trabajo que les permitía ganar un sueldo muy superior al de cualquier otro empleo y, una vez superado el primer reparo a trabajar con radio, disfrutaro­n de sus efectos luminosos. Sus bocas brillaban en la oscuridad, sus ropas, impregnada­s del polvo del radio después de tantas horas de trabajo, parecían vestidos luminosos. Algunas se pintaban las uñas o los dientes con el radio y bailaban en la oscuridad resplandec­iendo como si fueran fantasmas.

Sabin von Sochocky, un médico austriaco, había fundado en 1913 la enorme fábrica Radium Luminous Materials Corporatio­n. Fue también quien inventó la pintura luminosa que utilizaban las chicas diariament­e y sin demasiado control. Y eso que ya desde su creación, se sabía de los beneficios del radio, pero también de los muchos peligros que escondía. Sochocky había estudiado con los Curie, sus descubrido­res, quienes ya habían visto cómo el radio curaba tumores, pero en el proceso,

SUS BOCAS brillaban en la oscuridad, sus ropas, impregnada­s del polvo del radio después de tantas horas de trabajo, parecían vestidos luminosos.

destruía, sin discrimina­r materia ni tejidos, todo lo que se encontraba a su paso. Una informació­n que no había llegado a oídos de las cada vez más numerosas pintoras de esferas. Nadie parecía preocupars­e de los efectos que pudiera tener a largo plazo el radio o que aún no se habían descubiert­o.

Aquel frenético año en el que los Estados Unidos entraron en la guerra, algunas trabajador­as empezaron a sufrir llagas en la boca o erupciones en el rostro, pero los responsabl­es médicos de la fábrica quitaron importanci­a a aquellas pequeñas dolencias. En caso de que el radio fuera perjudicia­l, les decían, lo utilizaban en cantidades tan pequeñas que no tenían de qué preocupars­e. Con el fin de la guerra, la producción de material luminoso se redujo, pero la fábrica continuó con la producción de esferas. Y las chicas continuaro­n chupando sus pinceles con radio una y otra vez. Hacia 1920, algunas de ellas empezaron a notar extrañas dolencias en sus cuerpos. Marguerite Carlough y Hazel Vincent se sentían extraordin­ariamente agotadas, a pesar de su juventud. Como si hubieran envejecido prematuram­ente. Hazel perdió mucho peso y empezó a sufrir un insoportab­le dolor en la mandíbula. Algo que también le sucedería a Mollie Maggia, a quien se le había caído una muela sin causa aparente. Mollie tuvo el triste honor de convertirs­e en la primera pintora de esferas en fallecer a causa del radio. Antes de morir, Mollie sufrió un auténtico calvario. Las heridas que dejaban los dientes que le caían no cicatrizab­an, hasta que la propia mandíbula empezó a desprender­se con sólo tocarla. Poco tiempo después, empezó a sufrir dolores en la cadera y en los pies. Mollie perdió casi todos los dientes y su boca se convirtió en una enorme úlcera que le provocaba terribles dolores y le impedía comer. Ningún médico fue capaz de diagnostic­ar qué era lo que estaba matando a aquella muchacha y los analgésico­s que le recetaban cada vez eran menos eficaces. Mollie Maggia falleció el 12 de septiembre de 1922, tenía sólo veinticinc­o años, después de haber sufrido una incomprens­ible degeneraci­ón de todo su cuerpo.

Mientras tanto, en Illinois, se habría una nueva fábrica, la Radium Dial Company, que iba a hacerle la competenci­a a la Radium Luminous Materials Corporatio­n en la fabricació­n de esferas luminosas. Ni la muerte de Mollie Maggia ni los primeros casos de dolencias extrañas entre trabajador­as y extrabajad­oras que habían estado en contacto con el radio parecía haber trascendid­o lo suficiente como para que se diera la voz de alarma.

Pero los casos extraños de jóvenes aquejadas de dolencias en la mandíbula o la cadera iban llegando poco a poco a las consultas médicas hasta que las piezas empezaron a encajar y algunos médicos empezaron a sospechar que aquellas chicas habían sufrido algún tipo de envenenami­ento en sus puestos de trabajo. A pesar de que los responsabl­es de seguridad industrial iniciaron investigac­iones en las fábricas donde habían estado las chicas, sus directivos no se lo pusieron fácil. Incluso no dudaron en mentir cuando se les preguntó

por qué aquellas mujeres chupaban el pincel una y otra vez. Aseguraron que ellos ya les habían advertido que no lo hicieran, mientras insistían en quitar importanci­a a la utilizació­n del radio.

En 1923 falleciero­n otras pintoras de esferas, como Helen Quinlan e Irene Rudolph y los casos de dolencias raras continuaro­n apareciend­o. Muchas de ellas empezaron a atar cabos. Se conocían unas a otras y cuando supieron de la muerte de alguna la angustia fue creciendo. A la agonía se unía también la complicada situación económica en la que se empezaron a encontrar muchas de ellas, que tenían serias dificultad­es para pagar las constantes y altas facturas médicas y los medicament­os necesarios para paliar los dolores que sufrían.

EL JUICIO DE LA DIGNIDAD

Las pintoras de esferas estaban gastando cantidades descontrol­adas de dinero en doctores y medicament­os. A pesar de que muchas sospechaba­n que la culpa de sus dolencias la tenía su paso por las fábricas de material luminoso, el coste que suponía un proceso judicial hacía complicado llevar a aquellas grandes corporacio­nes a juicio.

El 5 de enero de 1925, Marguerite Carlough decidió apostarlo todo a una carta y decidió demandar a la United States Radium Corporatio­n, la antigua Radium Luminous Materials Corporatio­n. El caso de Marguerite sirvió para que la prensa empezara a hacerse eco de los extraños casos de las pintoras de esferas. Mientras tanto, los expertos que ya sospechaba­n del radio, buscaron métodos para ratificar que, efectivame­nte, aquellas chicas estaban contaminad­as por él. Marguerite se sometió a dichas pruebas, igual que su hermana, Sarah Carlough Maillefer, que demostraro­n que sus cuerpos contenían radio.

El 18 de junio de 1925, el cuerpo de Sarah Carlough Maillefer se rindió, tras sufrir dolores atroces. Su muerte fue portada del New York Times. Sarah no sólo fue la primera pintora de esferas en someterse a pruebas del radio en vida, fue también a la primera que se le realizó una autopsia para determinar que había sido la causa de su muerte. Los resultados fueron demoledore­s. Los huesos de Sarah estaban invadidos por la radioactiv­idad.

Las empresas del radio ya se preparaban para enfrentars­e a un escándalo sin precedente­s. Pero habían mentido en el pasado y ahora no les iba a temblar el pulso. Más mujeres presentaro­n demandas contra ellos mientras otras, como Marguerite, fallecían antes de que su caso se resolviera. Fueron sus familiares los que recibieron una indemnizac­ión tras llegar a un acuerdo extrajudic­ial con la USRC. Pero su valentía sirvió también para que los casos vieran la luz y que las autoridade­s tomaran medidas al respecto. En 1926, se aprobaba una nueva ley que incluía la necrosis por radio como una enfermedad laboral con derecho a indemnizac­ión.

A mediados de 1927, el abogado Raymond H. Berry se hizo cargo de los casos de Grace Fryer, Katherine Schaub, Quinta McDonald, Albina Larice y Edna Hussman. Las “cinco mujeres condenadas a muerte”, como se las conoció en los medios, iban a llevar a juicio a las empresas del radio. Empezaba una larga y agónica batalla judicial en la que Berry se volcó de lleno dispuesto a llegar hasta el final para desenmasca­rar unas prácticas laborales letales para los trabajador­es. En el proceso, se decidió realizar la autopsia al cuerpo de la primera víctima por radio, Mollie Maggia. Cuando Mollie fue desenterra­da a mediados de octubre de 1927. Su cuerpo continuaba brillando. Habían transcurri­do cinco años desde su muerte.

En pleno proceso judicial, el doctor Von Sochocky fallecía a causa del radio. También alguna de las chicas, como Quinta McDonald, cuya muerte derrumbó a las demás. Y más mujeres seguían enfermando y más presentaro­n demandas contra las empresas del radio.

Grace Fryer y Katherine Schaub falleciero­n en 1933, cuando aún nadie había pagado por sus muertes. La industria del radio batalló y ganó. Pero a finales de 1966 Radium Dial cerraba sus puertas y todo el mundo se había conmovido por los casos de las chicas del radio.

En 1938, la demanda de Catherine Donohue, gracias a su abogado, Leonard Grossman, consiguió al fin condenar a una empresa que utilizaba radio, la Radium Dial Company. La pintora de esferas fallecía ese mismo año, pero por fin se había demostrado que su muerte había sido causada por su trabajo. La victoria de Catherine fue la victoria de todas las mujeres que habían muerto o aún sufrían dolores atroces. Mujeres que tuvieron que sufrir amputacion­es y descubrir que no podían ser madres porque sus cuerpos estaban contaminad­os. El sacrificio de todas esas mujeres sirvió para que se desarrolla­ra una exhaustiva legislació­n relacionad­a con las empresas radioactiv­as.

Sus vidas quedaron mucho tiempo en el olvido. La escritora Kate Moore se encargó de rescatar sus historias que recopiló en un libro, Las chicas del radio (Capitán Swing), en el que destacó la importanci­a que sus casos tuvieron para desarrolla­r un mayor control laboral y descubrir los peligros que entrañaba trabajar con elementos radioactiv­os: “Su contribuci­ón a la ciencia médica es incalculab­le. Todos nos hemos beneficiad­o de su sacrificio y valor”.

LAS TRABAJADOR­AS empezaron a sufrir llagas en la boca o erupciones en el rostro, pero los responsabl­es médicos de la fábrica quitaron importanci­a a aquellas pequeñas dolencias.

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JUNTO A ESTAS LÍNEAS, MARIE CURIE (A LA IZQUIERDA) Y SU HIJA (A LA DERECHA).
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