Sara Taylor COLERIDGE. La percursiora de la Literatura FANTÁSTICA
VIRGINIA WOOLF DIJO DE SARA COLERIDGE QUE FUE UNA “OBRA MAESTRA INACABADA”. QUISO DEDICAR SU VIDA A LA LITERATURA, PERO LAS CIRCUNSTANCIAS SOCIALES EN UNA INGLATERRA VICTORIANA NO SE LO PUSIERON FÁCIL. VIVIÓ A LA SOMBRA DE LA ESTRELLA LITERARIA DE SU PADRE, SAMUEL TAYLOR COLERIDGE, FUNDADOR JUNTO A WILLIAM WORDSWORTH DEL ROMANTICISMO EN INGLATERRA, Y CUYA OBRA ELLA SE ENCARGÓ DE RECUPERAR. EL LÁUDANO SE CONVIRTIÓ EN LA TRISTE COMPAÑÍA DE UNA MUJER QUE PODRÍA HABER SIDO UNA GRAN ESCRITORA.
EL DÍA DE NAVIDAD DEL AÑO 1802, SAMUEL TAYLOR COLERIDGE COMUNICABA POR CARTA A SU AMIGO, EL POETA ROBERT SOUTHEY EL NACIMIENTO TRES DÍAS ANTES DE SU HIJA SARA: “¡UNA CHICA! NUNCA PENSÉ EN UNA CHICA COMO UN POSIBLE EVENTO”. Era su tercer vástago. Antes que ella habían nacido dos chicos, Hartley y Derwent, y otro hijo que no sobrevivió a la infancia. Como se trasluce de las palabras de Samuel, no celebró con demasiada alegría la llegada al mundo de su hija. La propia Sara escribiría décadas después que no estaba muy segura de que su propio padre estuviera presente: “Creo que mi padre vino a casa el día de mi nacimiento”. El poeta llevaba una vida errante, digna de los románticos ingleses, dejando en un segundo plano a una familia que en escasas ocasiones disfrutaba de su presencia. Tras el nacimiento de Sara, Samuel no volvió a la zona de los Lagos hasta diez años después y la única relación con su familia fue epistolar. Samuel se había casado con Sara Fricker, un matrimonio que resultaría ser un auténtico fracaso en el que abundarían los desencuentros y los silencios.
A pesar de las largas ausencias de su padre, Sara, su madre y sus hermanos no se sintieron solos. En la idílica Greta Hall, una hermosa mansión situada en la región de los Lagos, Sara vivió hasta su matrimonio en 1829 rodeada del cariño y la protección de los Southey y las constantes visitas de personalidades literarias como los Wordsworth, John Keats, Percy Shelley o Sir Walter Scott.
PRIMEROS PASOS
El poeta romántico Robert Southey y su esposa se habían instalado en Greta Hall en 1803 y permanecieron allí durante cuatro décadas. El tío Southey, quien se había casado con
Edith Fricker, hermana de su madre, se convirtió en protector de Sara a nivel personal, intentando llenar el espacio vacío dejado por su padre y también impulsó su carrera literaria. William Wordsworth también sería una pieza importante en su vida no solo como figura protectora. El poeta enseñó a Sara a observar los bellos parajes que rodeaban Greta Hall desde una óptica literaria.
Cuando Samuel regresó a Greta Hall en 1812 se encontró a una pequeña Sara que dominaba el inglés, hablaba con fluidez el italiano y empezaba a familiarizarse con el francés. Sara había crecido rodeada de cariño en aquel extraño y concurrido hogar en el que estaba aprendiendo de sus ilustres huéspedes. Fue, sin embargo, su madre quien más se implicó en la educación de su hija supervisando sus estudios de manera sistemática. Sus hermanos, que sí habían podido tener una educación formal, ayudaban a Sara en las temporadas vacacionales transmitiendo a su hermana los conocimientos adquiridos en la escuela. Greta Hall era, de hecho, como afirmó la señora Coleridge, “una escuela regular” en la que todos sus habitantes aportaban sus conocimientos. “Sara ha recibido –recordaba el propio Southey a un amigo– una educación aquí en casa que te dejaría atónito. Es una buena alumna de francés e italiano, tolerable en latín y ahora está aprendiendo español. También ha empezado con la música y aquellos que entienden de la materia aseguran que tiene talentos extraordinarios”.
Sara era una buena pupila, a pesar de su débil salud, que ya entonces empezó a manifestarse.
Dorothy Wordsworth, hermana del poeta y
huésped habitual en Greta Hall, dijo de Sara que era “el alma de la mansedumbre, siempre extremadamente enferma”.
Todo lo que Sara pudo estudiar en aquellos años de infancia y juventud eran disciplinas destinadas a convertirla en una educada ama de casa, en un ángel del hogar que supiera cuidar, pero también a deleitar a su familia con sus encantos artísticos. Mientras sus hermanos salían de Greta Hall para forjarse una buena formación académica, Sara dejaba en contadas ocasiones su idílica reclusión en la que forjó una estrecha amistad con Edith Southey y Dora Wordsworth. Las tres damas fueron inspiración para William Wordsworth, quien les dedicó su poema “La Tríada”, en 1828.
BUSCANDO A UN PADRE PERDIDO
Su capacidad para los idiomas, llegó a dominar seis diferentes, llevó a Southey a animarla para que se uniera a la traducción iniciada por su hermano Derwent de la obra Historia de Paraguay, de Martin Dobrizhoffer. Sin embargo, mientras que para Derwent se asumía que era un negocio y una manera de ganar dinero, para Sara aquella debía ser una actividad lúdica, pues no estaba bien visto que, en palabras de Southey, una mujer se dedicara a los “negocios”, aunque estos fueran literarios. Historia de Paraguay, traducida principalmente por Sara Coleridge, fue publicada de manera anónima en 1822. Buena parte de los beneficios fueron a parar al bolsillo de Derwent. A pesar de la injusticia, Sara estuvo feliz de trabajar intensamente junto a su hermano, con quien estrechó lazos de amistad durante el proceso.
A finales de aquel mismo año, la señora Coleridge decidió dejar temporalmente Greta Hall y viajar en busca de su marido errante. En aquel periplo que duraría medio año se haría acompañar de Sara, quien experimentaría un cambio importante en su personalidad transformándose en una joven refinada, conocedora de las normas de conducta de la sociedad victoriana y segura de sí misma.
Durante aquel viaje, Sara y su madre se reencontraron con Samuel, tras diez años de ausencia. Desconocemos qué sintió Sara al volver a ver a su padre, solamente su madre dejó testimonio del encuentro asegurando que había sido “de gran satisfacción para todas las partes”. En Highgate, lugar del reencuentro, Sara coincidió con dos primos suyos, John Taylor y Henry Nelson Coleridge. Ambos quedaron encantados de la belleza e inteligencia de su joven prima, pero fue Henry quien quedó perdidamente enamorado de ella: “Es una criatura encantadora”. Cuatro años mayor que ella, Henry estaba estudiando para convertirse en abogado tras haber sido distinguido por el King’s College de Cambridge.
Tres meses después de aquel primer encuentro, a finales de marzo de 1823, Henry escribió en su diario: “Sara y yo estamos solemnemente comprometidos. Ella prometió no casarse con nadie más que conmigo”. Sara se había enamorado perdidamente de su primo, cuyos sentimientos hacia ella eran recíprocos. Sin embargo, Henry pidió a su prometida que mantuvieran su compromiso en secreto hasta que él hubiera conseguido una buena posición en el mundo de la abogacía y pudiera mantener dignamente a su esposa. En un primer momento Sara aceptó ilusiona sin saber que aquel secreto la consumiría durante seis largos años.
Por el momento, Sara se consoló disfrutando de la felicidad que suponía la compañía de su familia. Su tío y futuro suegro, el coronel James Coleridge, ajeno al secreto de su hijo y sobrina, estaba encantado con la presencia
de esta, a la que definió como una “dulce criatura” que pasaba largas veladas con su prima y futura cuñada, Fanny.
Ocho meses después de su partida de Greta Hall, Sara y su madre regresaron a casa. Las cartas cruzadas con Henry mantuvieron la llama de su amor. Aunque su salud empezaba a verse afectada por la melancolía. Su tío Southey fue su salvación cuando le propuso un nuevo proyecto editorial, traducir una obra medieval francesa. La historia gozosa y agradable de las hazañas, bromas y proezas del caballero Bayard, apareció publicada en inglés antes de terminar 1825.
El secreto amor entre Sara y Henry empezaba a desesperar a los dos enamorados. El verano de aquel mismo año de 1825, Henry no pudo más y confesó su amor al coronel Coleridge con la esperanza de que aceptara el compromiso y de paso ayudara a la pareja a construir un nuevo hogar. Para su desgracia, James no se tomó con alegría la noticia. Quería a su sobrina, pero su precaria condición económica no la convertía en un buen partido para su hijo quien, por otro lado, continuaba trabajando para convertirse en un respetado abogado.
John, el hermano de Henry, tuvo la complicada tarea de comunicar a su prima que su hermano había roto el compromiso. “De acuerdo con el concepto actual del honor –escribió dolida Sara– acepto la ruptura, pero mis propios sentimientos nunca me permitirán aceptarlo”. Sara se refugió en su trabajo, a finales de año había terminado con la traducción del Caballero Bayard, pero sus ocupaciones literarias no fueron suficientes para consolarla. Su salud se fue deteriorando, la tristeza y melancolía se habían convertido en sus compañeras de viaje. Lloraba con facilidad y el sueño la abandonó. También Henry se sentía desdichado, por lo que se marchó a las Antillas en busca de fortuna.
EL LÁUDANO COMO COMPAÑERO
Sola y desconsolada, Sara encontró en el opio un peligroso consuelo. En octubre de 1825 confesó a una amiga por carta: “Mi cuerpo ha sufrido dolor e incomodidad en el curso de las últimas semanas, mucho más de lo que recuerdo haber sufrido a lo largo de toda mi vida. […] Soy incapaz de dormir sin láudano, algo de lo que me arrepiento mucho, aunque no creo que me resulte difícil dejarlo”. Es probable que ya hiciera meses que consumiera opiáceos y, a pesar de su confianza en sí misma, dependería de ellos durante muchos años.
Southey buscó de nuevo una ocupación para su sobrina, esta vez la traducción de Las memorias de Juana de Troya, un proyecto que le planteó sin las presiones editoriales, simplemente como un entretenimiento. Sara también se volcó en la lectura de escritos religiosos, estudiando teología, buscando quizás respuestas y dar sentido a su vida. Por aquella misma época, su padre había publicado su obra teológica Aids to Reflection, texto que Sara leyó y releyó una y otra vez.
Tradujo a Cervantes y ayudó a su tío Southey a catalogar su extensa biblioteca formada por más de seis mil volúmenes. Tareas que intentaba fueran consuelo a su depresión y mantenerla ocupada mientras esperaba el regreso de su querido Henry, quien volvió a Inglaterra en 1826. Aquel mismo año publicó su experiencia en Seis meses en las Antillas. En el libro incluyó el sufrimiento provocado por la distancia y el rechazo de su familia al amor que sentía por Sara. “Amo a una prima”, confesó públicamente, algo que, a Samuel, ajeno al compromiso entre su hija y su sobrino, no sentó nada bien.
En la primavera de 1826, desolada por los acontecimientos, Sara se marchó a Londres. Antes de dejar Greta Hall, escribió un breve manuscrito en el que reflexionaba sobre lo absurdo de la importancia que se le daba a la belleza fe
menina, ensalzando la belleza intelectual de las mujeres. Sobre las desventajas resultantes de la posesión de la belleza, criticaba a una sociedad tradicional que hacía de las mujeres meros objetos bellos, vacíos, y defendía la importancia de darles la oportunidad de cultivar, también, el interior: “¡Qué desgraciada esa pobre muchacha cuya felicidad depende del frágil, aunque fiel informe de su espejo!”. Para Sara, era más importante mirarse en el “espejo de sus propias mentes”, para hacer de ellas, personas dignas. Sara nunca se sintió atraída por el incipiente feminismo que empezaba a sacudir las conciencias en la Inglaterra victoriana, pero con su ensayo dejó entrever su defensa de la dignidad de las mujeres como algo más que bonitos floreros.
FELICIDAD TRUNCADA
En su viaje a Londres, Sara hizo un alto en Highgate para visitar a su padre. Hacía mucho tiempo que no se veían y era la primera vez que se reencontraban solos, sin la presencia de su madre ni de sus hermanos. A pesar de que Samuel seguía sin ver claro el compromiso entre Henry y su hija, aquel reencuentro sirvió para acercarse un poco entre ellos. Sara permaneció muy poco tiempo junto a su padre. Pronto se marchó a Londres donde se instaló con su primo John y se integró en la vida social londinense durante los siguiente doce meses, mientras seguía esperando que el coronel James diera su brazo a torcer. Y así lo hizo, finalmente. Henry ya se había establecido como abogado y había conseguido cierta independencia económica, suficiente para poder mantener a su propia familia. A su regreso a Greta Hall, Sara parecía haberse curado de sus sufrimientos psicológicos y se sintió realmente feliz de volver a estar en casa.
El 3 de septiembre de 1829 Sara y Henry, al fin, pudieron casarse en una sencilla ceremonia oficiada por John Wordsworth, hijo del poeta y uno de los más queridos amigos de la infancia de Sara. Solamente su madre acudió como miembro directo de su familia. Ni su padre ni sus hermanos estuvieron presentes, por lo que fue su tío Southey quien la llevó al altar. Samuel intentó compensar su ausencia regalando a su hija un valioso libro.
Tras cinco semanas de feliz luna de miel por la región de los Lagos, Sara y Henry iniciaron una nueva vida como marido y mujer en Londres. Con sentimientos encontrados, Sara dejó el que había sido su hogar en Greta Hall, lleno de personas que la habían querido en un entorno idílico. Ahora se enfrentaba con grandes energías a su nueva vida de casada con el reto ante sí de formar una familia.
A principios de 1830 Sara supo que estaba embarazada. En la espera, se preparó a conciencia para convertirse en una buena madre y disfrutó de la calma del hogar leyendo a los clásicos. Hacia septiembre, su madre se instaló con ellos para ayudarla en el siempre difícil tránsito del parto. El 7 de octubre nacía Herbert Coleridge, un bebé sano y robusto que llenó sus vidas de felicidad. Sara estaba radiante, se sentía feliz y ajena a lo que el futuro le tenía preparado. Durante la siguiente década, concebiría hasta seis veces teniendo que soportar la pérdida de casi todos sus bebés, algo que sería fatal para su siempre frágil salud física y mental.
Fue en aquella época, durante los primeros años de vida del pequeño Herbert, que Sara empezó a escribir un diario en el que plasmó su felicidad, pronto empañada por el agotamiento inesperado que suponía cuidar de un bebé. Dar el pecho al pequeño la estaba dejando exhausta, casi no dormía y, a pesar de la ayuda incondicional de su madre, en el verano de 1831 em
Durante los primeros años de vida del pequeño Herber, empezó a escribir un diario en el que plasmó su felicidad, pronto empañada por el agotamiento que suponía cuidar de un bebé.
pezó a mostrar signos de extremo agotamiento. Volver a quedarse embarazada aquel invierno no ayudó a mejorar su salud, pero consiguió sobrellevar la situación hasta que la pequeña Edith nació el 9 de agosto de 1832. De nuevo los primeros meses de lactancia fueron agotadores para Sara. Dejó de dar el pecho y el láudano volvió a estar demasiado presente en su vida. Alarmado por el debilitamiento de su esposa, Henry decidió llevarse a su familia a Brighton con la esperanza de que un cambio de aires mejorara la salud de Sara.
La psicología en aquellas décadas tempranas del siglo XIX se encontraba aún en pañales y los trastornos mentales femeninos, causados a veces por los mismos corsés sociales, otras por los cambios hormonales desconocidos, eran un auténtico misterio. A Sara le fue diagnosticada “histeria”, un trastorno del útero definido en aquella época, pero del que poco se sabía y menos sus remedios. Sara no era más que una mujer atrapada en el rol definido por la tradicional Inglaterra victoriana. Era un “ángel del hogar”, ahogada por las tareas domésticas, por sus intensas responsabilidades como madre, alejada de todo incentivo intelectual. En palabras de su biógrafo Bradford Keyes Mudge, “para Sara, la transición de la doncella a la matrona había sido rápida e incuestionable. Había dejado atrás al tío Southey, a su querido señor Wordsworth y todos sus diversos libros y proyectos, adquiriendo en su lugar un esposo, un hogar y las muchas responsabilidades de una dama respetada”.
En la primavera de 1833, Sara pudo volver a retomar la lectura y escritura que tanto había anhelado en los últimos meses. Descubrió la obra de Harriet Martineau, escritora y filósofa a la que definió como “virago de la prensa” pero con la que se sintió muy identificada. Ambas coincidían en denunciar las desigualdades sufridas por las mujeres que soñaban con alcanzar el mismo nivel intelectual que los hombres y les era vetado por los convencionalismos sociales. A pesar de los incentivos literarios, Sara continuaba recluida en su casa, debilitada físicamente y dependiente del opio para poder sobrellevar la tristeza que no conseguía abandonar.
Su estado mental se vio agravado cuando en enero de 1834 tuvo que hacer frente al nacimiento de gemelos. Florence y Berkeley vivieron apenas unos días. Sara parecía haber tocado fondo, supliendo la ausencia de sus hijos con altas dosis de opio, a pesar de que luchaba con todas sus fuerzas por superar aquella terrible adicción. Durante los meses siguientes intentó volcarse en Herbert y Edith a los que les dedicó hermosos versos en los que les enseñaba de manera didáctica algunos pasajes de la historia de Inglaterra. Henry se dio cuenta de la calidad literaria de aquellos versos y la convenció para hacer una selección y publicarlos bajo el título de Bonitas lecciones en verso para niños pequeños. El libro fue un éxito de ventas y llegó a alcanzar en los primeros años hasta cinco ediciones. Sin embargo, para Sara fue siempre, “poco más que un proyecto familiar”, según Keyes Mudge.
OBRA LITERARIA
El 25 de julio de 1834, Samuel Taylor Coleridge fallecía a los sesenta y un años tras una larga vida desordenada y alejada de su familia. Sara no asistió al funeral de su padre y tampoco dejó por escrito los sentimientos que le provocaron la pérdida de su lejano pero admirado progenitor. Fue su madre quien aseguró que Sara había quedado “profundamente afectada,” mientras que su marido Henry aseguró que estaba “muy alterada”.
Sara no había convivido con su padre. Samuel había sido una figura presente únicamente en esencia. Sin embargo, había seguido muy de cerca su carrera literaria y había profundizado en su pensamiento. Sara lloró la pérdida del padre, pero, también, la del poe
ta y filósofo. Una pérdida que se convirtió en una nueva razón para vivir. Sara decidió mantener viva la obra literaria de su padre. Haría de Samuel Taylor Coleridge un autor respetado y admirado por las generaciones futuras.
Con el apoyo incondicional de Henry, Sara se volcó en los siguientes años en el estudio profundo de la obra de Samuel y trabajó duro para reeditarla. Como explicó a su marido, iba a “examinar grano a grano” todas las piezas que conformaban la obra de su padre. Una labor que se materializó en una extensa colección de cuatro volúmenes publicada entre 1836 y 1839. A pesar de que el reconocimiento público fue a parar solamente a Henry, a quien se le aplaudió su tarea como editor, Sara estaba intensamente motivada por la reedición de la obra de Samuel. Había recobrado la razón de vivir y se volcó en aquellos mismos años en la publicación de sus propios textos. En 1837 se editaba Phantasmion, la única obra de ficción que publicó a lo largo de su vida, considerada como una de las precursoras de la literatura fantástica.
Las alegrías literarias contrastaron, sin embargo, con las desdichas de su vida privada. 1836 fue un año triste por la muerte del coronel James Coleridge y el confinamiento de sus queridas amigas Edith Southey y Dora Wordsworth que fueron declaradas “trastornadas mentalmente”. Mientras el marido de Edith se hizo cargo de su esposa, Dora fue recluida en un sanatorio.
Sara permaneció en Londres los años siguientes dedicándose a la literatura y a la educación de sus hijos. Continuaba librando una dura batalla contra la histeria y la depresión, luchando contra su adicción y buscando la manera de salir de aquel oscuro agujero que no la dejaba ser plenamente feliz.
Además de ver publicada su obra de ficción Phantasmion, Sara continuó estudiando teología y abordó otras cuestiones como la política llegando a escribir un breve ensayo sobre la Constitución Británica, en el que defendía el liderazgo de una minoría preparada y recelaba de la opinión pública.
El frágil equilibrio entre su enfermedad mental y su labor literaria se rompió de nuevo cuando a mediados de 1840 tuvo que hacer frente de nuevo al nacimiento de un hijo que no sobreviviría mucho tiempo. Tras un embarazo complicado a sus treinta y siete años, Sara tuvo que despedirse demasiado pronto de la pequeña Bertha Fanny Coleridge que falleció pocas semanas después de nacer. Otra vez desolada, en esta ocasión volcó en estas palabras cargadas de belleza y dolor sus dramáticos sentimientos: “Nuestra pérdida, de hecho, ha sido una gran decepción e incluso tristeza; porque, por extraño que parezca, estas criaturas mudas, sin palabras, con sus ojos errantes y que no hablan, se enroscan alrededor del corazón de un padre desde la hora misma de su nacimiento”.
Sara intentó encontrar en el estudio el consuelo necesario para sobrellevar la pérdida mientras que Henry, igualmente desolado, se embarcó en un viaje a Francia. Poco tiempo después de su regreso, empezó a sentirse mal. Sara pronto se dio cuenta que su marido empeoraba inexorablemente y tuvo que asumir las responsabilidades económicas del hogar. Durante un breve período de tiempo en el que Henry pareció mejorar, la pareja decidió viajar a Bélgica, una escapada que dio cierto consuelo a
En 1837 se editaba PHANTASMION, la única obra de ficción que publicó a lo largo de su vida, considerada como una de las precursoras de la literatura fantástica.
Sara y la alejó de sus constantes tribulaciones. Pero nada más regresar a Inglaterra, Henry volvió a recaer y su esposa no pudo negar que debía prepararse para lo peor. En la primavera de 1842 Henry era ya un inválido incapaz de moverse de la cama.
El 26 de enero de 1843 Sara escribió en su diario que su “amado y honorado marido había exhalado su último suspiro”. Ahora que era viuda, Sara tomó las riendas de su casa, puso en orden las cuentas y asumió el papel de cabeza de familia. Sus familiares se volcaron en ayudarla económicamente para poder continuar pagando a los tutores de Edith y la exclusiva educación de Herbert en Eton. Sara tampoco se olvidó de la amplia labor editorial que no había abandonado en aquellos años para seguir reeditando la extensa obra literaria de su padre. No dudó en enfrentarse a los editores que ponían incontables palos en la rueda de sus sueños y no creían en la viabilidad editorial de aquel proyecto. Haciendo oídos sordos a las críticas, Sara siguió revisando y anotando la obra de su padre y luchando para verla de nuevo publicada.
ADIÓS AL "ÁNGEL DEL HOGAR"
A pesar de la añoranza, pues había querido sinceramente a Henry, ahora podía tomar las riendas de su vida. Sus hijos habían crecido y el “ángel del hogar” podía volar libre. Durante unos meses, viajó por distintos puntos de Inglaterra, visitando a familiares y amigos y siguió trabajando en la obra de su padre. En el verano de 1843 veía con orgullo la publicación de una edición revisada de Aids to reflection, en la que se incluyó un extenso ensayo de la propia Sara titulado On rationalism. Texto que su hermano Hartley alabó con entusiasmo preguntándose “¿Dónde vive el hombre que podría haber escrito esto?”. También estuvo ocupada en la elaboración de un volumen en el que recopiló la obra poética de Samuel Taylor Colerigde. Durante los siguientes años su actividad editorial fue imparable. Además de rescatar la obra de su padre, escribió un ensayo sobre su querido Wordswoth y otro sobre el escritor Thomas Carlyle.
Sara he había convertido en una reputada literata, capaz de escribir sobre poesía, teología o política. La reedición de la extensa obra de su padre fue acompañada de sus notas y reflexiones consiguiendo el objetivo que se había marcado, elevándolo a la talla de “héroe intelectual”. Sara había conseguido reencontrarse con el padre perdido. Como dijo Virginia Woolf, Sara “encontró a su padre en esas páginas borrosas, como no lo había encontrado en persona; y ella descubrió que él era ella misma”. Bradford Keyes describió aquella extraña relación como un “proceso por el que padre e hija, separados en vida, se encontraron el uno al otro en un laberinto de palabras”.
A sus casi cincuenta años, había alcanzado la libertad profesional que tanto anhelaba, pero continuaba luchando contra sus problemas de salud que se vieron agravados por las constantes pérdidas personales. En 1843 había fallecido su querido tío Southey y en 1849 su hermano Hartley falleció de manera inesperada. Un año después desaparecería Wordsworth. Sus seres queridos la iban dejando sola mientras su propio cuerpo empezaba a morir. Hacia 1850, Sara sabía que un tumor crecía en su pecho derecho. A pesar de la fatiga y el dolor, continuó trabajando hasta su muerte. Poco antes de fallecer, el 3 de mayo de 1852, había empezado su propia autobiografía que dejó abruptamente inacabada, como tantos proyectos que tenía en su mente.
Sara había tenido una existencia desdichada, en una carta a su hermano Derwent le confesó en cierta ocasión que “debería haber sido más feliz, con mis aficiones, temperamento y hábitos, si hubiera sido de tu sexo en lugar del ser indefenso y dependiente que soy”. Es esa misma carta, explicó a Derwent que siempre había soñado con ser un clérigo en la campiña inglesa, una labor tranquila que le habría permitido dedicarse al estudio. “No debería casarme”, concluyó.
Sara Coleridge, aseguró Bradford Keyes, pasó buena parte de su vida, “poniendo orden a un hogar literario solo para darse cuenta en su lecho de muere que podría haber construido el suyo propio”. Obsesionada por la obra de su padre, su esfuerzo hizo grande el legado de Samuel Taylor Coleridge, mientras su propio talento quedó para siempre ensombrecido.