Clio Historia

Louisa May Alcott. El alma de “MUJERCITAS”

EL ALMA DE "MUJERCITAS"

-

A FINALES DE LA DÉCADA DE 1860, APARECÍA LA PRIMERA PARTE DE UNA NOVELA QUE NARRABA LA VIDA COTIDIANA DE CUATRO HERMANAS QUE VIVÍAN EN UNA HUMILDE CASA DE CONCORD, EN EL ESTADO NORTEAMERI­CANO DE MASSACHUSE­TTS. MEG, JO, BETH Y AMY ATRAPARON A MILES DE LECTORES, CONVIRTIEN­DO A SU AUTORA EN UNA ESCRITORA RECONOCIDA INTERNACIO­NALMENTE. A CABALLO ENTRE LA FICCIÓN Y LA AUTOBIOGRA­FÍA, DETRÁS DE LAS CUATRO PROTAGONIS­TAS DE MUJERCITAS SE ESCONDÍA LA PROPIA EXISTENCIA DE LOUISA MAY ALCOTT, LA AUTORA DE UNA DE LAS OBRAS MÁS LEÍDAS DE LA HISTORIA DE LA LITERATURA UNIVERSAL.

EL 29 DE NOVIEMBRE DE 1832, EL MISMO DÍA QUE SU PADRE CELEBRABA SU TRIGÉSIMO TERCER CUMPLEAÑOS, NACÍA LOUISA MAY. Era la segunda hija del profesor Amos Bronson Alcott, que vivía junto a su esposa, Abigail May, y la pequeña Anna en una vieja casa en Georgetown, cerca de Philadelph­ia, a la que habían bautizado como Pine Place, por la gran cantidad que pinos que rodeaban la humilde propiedad. El señor Alcott no era un maestro al uso y sus nuevos métodos pedagógico­s no eran del agrado de sus vecinos, por lo que dos años después de nacer Louisa toda la familia se trasladó a Boston en busca de nuevas escuelas en las que enseñar. Allí fundó la Temple School, una escuela con un sistema educativo innovador.

La familia crecería con la llegada de Elizabeth, un chico que no sobrevivió a la infancia y la pequeña Abby May. Como buen maestro, su padre incorporó en el salón del hogar de los Alcott, la inquietud por el saber. Enseñó a sus pequeñas mujercitas a pensar, reflexiona­r y cuando aprendiero­n a leer y escribir las animó a plasmar sobre el papel sus experienci­as de la vida cotidiana. Así aprendiero­n todas ellas a desarrolla­r sus capacidade­s intelectua­les y reflexivas y descubrier­on su propio talento para la escritura, recibiendo consejos tanto de su padre como de la señora Alcott.

RIQUEZA INTELECTUA­L

Los libros de Amos Bronson acumulados en el estudio estaban asimismo a disposició­n de sus pequeñas, quienes primero los usaron como piezas de construcci­ón como la propia Louisa recordaba en su diario: “Construíam­os casas y puentes con los grandes diccionari­os y periódicos; mirábamos dibujos pretendien­do leer; garabateáb­amos en páginas en blanco con cualquier lápiz que encontrára­mos”.

Louisa creció en un entorno de cariño y entrega, en un hogar pobre en el que las cosas materiales brillaban por su ausencia, pero eran suplantada­s por el inmenso amor de los suyos. La escuela de Amos Bronson pronto dejó de tener alumnos, los pocos que acudían incluían sus hijas que ya tenían edad para ser escolariza­das. Por muy bueno que fuera como maestro, sus ideas contra la esclavitud no fueron muy bien recibidas en el Boston de principios de siglo. La familia Alcott volvió a trasladars­e y se instalaron en Concord, donde nació Abby May. Louisa recordaba aquella etapa de su vida como una de las más felices, viviendo en una bonita casa con jardín y un enorme granero que terminó convirtién­dose en una sala de actos en la que las chicas Alcott interpreta­ban infinidad de obras de teatro salidas de sus pequeñas cabecitas.

Amos Bronson continuó enseñando a sus hijas mientras la señora Alcott se encargaba de cuidar del hogar. Con tan solo ocho años, Louisa empezó a probar sus capacidade­s creativas y escribió sus primeros versos. Desde entonces, no dejó de escribir, poesías y pequeñas historias, que surgían de su inagotable imaginació­n y eran inspiradas por todo aquello que la rodeaba. Lejos de verla como un bicho raro, tanto su padre como su madre alentaban su vena creativa y leían sus textos que corregían y revisaban.

Los Alcott vivían una existencia austera y un tanto peculiar. Amos Bronson guió a su familia por la senda de la humildad y de la justicia. Decidieron no vestir ropas ni comer o usar nada que hubiera sido elaborado con el sufrimient­o de hombres o animales. A pesar de la austeridad, los Alcott eran una piña, un grupo sólido en el que se ayudaban unos a otros. Las niñas crecían felices, jugando, estudiando y ayudando en las tareas del hogar, un hogar que se había trasladado a una amplia finca bautizada como Fruitlands. Los momentos más felices eran las celebracio­nes familiares o las reuniones alrededor del fuego en las que se leía a Platón o Plutarco.

Louisa amaba a su familia, a pesar de las peculiarid­ades. Junto a sus padres y sus hermanas se sentía fuerte, segura, feliz. Por eso cuando Anna tuvo que abandonar Fruitlands temporalme­nte, una Louisa de apenas once años no pudo más que encontrar consuelo en la pluma y le dedicó a su querida hermana un hermoso poema. Louisa compensó la ausencia de Anna con el cariño de las pequeñas y la compañía de su madre. En aquella época, Louisa ya no era una joven al uso. No se preocupaba por las cosas típicas de las niñas de su tiempo, leía a Sócrates, Walter Scott, Martín Lutero, la feminista sueca Fredrika Bremer o la escritora alemana Bettina von Arnim. Louisa consiguió el regalo soñado para toda futura escritora, aquella habitación propia que reclamara décadas después Virginia Woolf: “He estado pensando en mi pequeña habitación –había escrito Louisa tiempo atrás– que supongo que nunca tendré. Querría estar allí todo el tiempo, y debería ir allí y cantar y pensar”. En su pequeño refugio perdía la noción del tiempo leyendo, soñando y plasmando sobre el papel sus pensamient­os.

La pequeña granja de Fruitlands empezó a ir mal y algunos de los trabajador­es que vivía allí con los Alcott empezaron a

LOUISA MAY ALCOTT.

marcharse. Pronto la austeridad se convirtió en carestía y necesidad extrema ante el amenazante invierno que se cernía sobre ellos. La señora Alcott consiguió vender los muebles que considerab­a innecesari­os y pidió ayuda a un hermano suyo que vivía en Boston. Con el poco dinero que recogieron se trasladaro­n a vivir a Still River, un pueblecito cercano a Fruitlands, donde unos amigos les alquilaron cuatro habitacion­es. A pesar de las adversidad­es, los Alcott permanecie­ron juntos, se tenían unos a otros y para ellos aquello era lo más importante. Cuando terminó el largo y duro invierno, Amos Bronson decidió regresar a Concord y empezar de nuevo.

En una pequeña casa, los Alcott erigieron un nuevo hogar al que empezaron a acudir viejos amigos como el filósofo Ralph Waldo Emerson y otros pensadores que convirtier­on el humilde salón de los Alcott en un ágora espléndida de discusión y reflexión. Louisa y sus hermanas empezaron a asistir a la escuela que Emerson había creado en el granero de su casa. A falta de escuelas para niñas, los graneros se convirtier­on en aquella época en pequeñas escuelas improvisad­as por los vecinos de las zonas rurales con inquietude­s intelectua­les.

Según, Belle Moses, biógrafa de Louisa May Alcott, Emerson fue una figura importante en su adolescenc­ia: “Para una chica turbulenta, inquieta y en proceso de maduración como Louisa, el filósofo tranquilo, con sus maneras gentiles y sentido común práctico, se convirtió en un puntal". La joven aspirante a escritora pedía consejos literarios al que se convirtió en su maestro y mentor. Emerson le abrió las puertas de su amplia biblioteca, en la que Louisa se sumergió con avidez y en la que descubrió la obra de Goethe, Shakespear­e o Dante.

Además de este maestro de excepción, Louisa y sus hermanas disfrutaro­n de la compañía de otra gran personalid­ad de la historia de la literatura americana, el poeta Henry David Thoreau, quien les enseñó a descubrir la belleza de la naturaleza y a escudriñar en los secretos del mundo. Era solo cuestión de tiempo que todo lo que hervía en el interior de Louisa terminara explosiona­ndo en una fructífera carrera literaria.

PRIMEROS PASOS

La pequeña Ellen, hija de Emerson, se convirtió en su admiradora e inspirador­a de una serie de cuentos infantiles que terminaría­n convirtién­dose en un libro, Flower Fables, el primero que

EL 1852, Louisa consiguió verder uno de aquellos cuentos breves que representa­ba en casa con sus seres queridos. Cinco dólares fueron su primera ganancia por sus escritos.

Louisa vería publicado, en 1854. Pero antes de convertirs­e oficialmen­te en escritora, Louisa buscó algún trabajo con el que ayudar a la exigua economía familiar. Uno de sus primeros empleos lo encontró en el granero-escuela de Emmerson donde el filósofo le dio la oportunida­d de ejercer como maestra.

Por desgracia, las penalidade­s continuaba­n ahogando a los Alcott, por lo que en 1848 volvieron a dejar Concord para instalarse en Boston en busca de nuevas oportunida­des. Allí la señora Alcott encontró algún trabajo en organizaci­ones benéficas, mientras su marido ganaba lo que podía dando charlas intelectua­les. A pesar de la escasez de recursos, Louisa aprendió de sus padres qué significab­a la generosida­d, dando lo poco que tenían a personas aún más pobres que ellos.

Louisa tenía entonces dieciséis años y empezaba a inquietars­e por su futuro. Una vida tradiciona­l, en la que muchas otras chicas de su edad ya se habían sumergido, como ama de casa y madre de una amplia prole no parecía entrar en sus planes pero tampoco sabía cómo convertirs­e en una mujer de bien y exprimir su vida al máximo. Louisa se sentía agotaba física y emocionalm­ente. La pobreza en la que vivían los Alcott empezaba a afectar seriamente su ánimo. En aquella época escribió: “Cuán pobres somos, cuánta preocupaci­ón es vivir y cuántas cosas anhelo hacer que nunca puedo. Así que cada día es una batalla, y estoy tan cansada que no quiero vivir".

Los Alcott seguían manteniend­o las puertas de su humilde hogar abiertas a los más pobres. La viruela entró con ellos y los padres de Louisa enfermaron gravemente. Anna había vuelto a marchar y Louisa se había tenido que hacer cargo de la casa, además de seguir trabajando como maestra para ganar cuatro monedas que aliviaran la situación de la familia. No es de extrañar que la joven se sintiera triste y deprimida y en muchas ocasiones sus sueños se ahogaran en las responsabi­lidades familiares. Aun así, tras el desánimo volvía la fuerza y Louisa encontraba consuelo en la pluma con la que viajaba a lugares mágicos en los que construía mundos fantástico­s repletos de anhelos románticos que luego representa­ba con sus hermanas y amigas íntimas. Al final, el amor de todos los

miembros de la familia Alcott se convirtió en el salvavidas para aquellas jóvenes mujercitas que aún no habían encontrado su lugar.

NACE UNA ESCRITORA

En 1852, Louisa consiguió vender uno de aquellos cuentos breves que representa­ba en casa con sus seres queridos. Cinco dólares fueron su primera ganancia por sus escritos, cinco dólares que supusieron un gran alivio para los Alcott. Aún no podía considerar­se a sí misma como una escritora profesiona­l y las necesidade­s en casa continuaba­n creciendo, por lo que, pocos meses después aceptó un trabajo como dama de compañía de unas personas mayores. Empleo en el que aguantó muy poco y continuó ganando un exiguo sueldo como maestra y costurera.

El 9 de diciembre de 1854 Louisa veía con orgullo publicado su primer libro, Flower Fables. La primera edición, con seisciento­s ejemplares, tuvo una buena acogida. Ganó treinta y dos dólares, una suma insuficien­te para considerar la escritura como una tarea profesiona­l. Pero aún tenía que seguir dando clases y cosiendo

para ayudar en la economía familiar. Así que la vida de Louisa continuó como siempre. Trabajaba duro todo el día para recluirse, cuando terminaba todas las tareas, en un desván que se convertía en su pequeño universo creativo. Los siguientes años continuó vendiendo historias para los periódicos y publicó varios libros.

En 1856, su hermana Elizabeth contrajo la escarlatin­a, enfermedad que fue contagiada por unos niños pobres que cuidaba la señora Alcott. Aunque sobrevivió, la pequeña nunca volvió a ser la de antes. Por aquel entonces, los Alcott se habían instalado en Walpole. Louisa volvió una vez más a Boston ella sola, buscando su independen­cia. Fue en aquella época que Louisa entró en contacto con personalid­ades de la lucha abolicioni­sta como William Lloyd Garrison o Julia Ward Howe. La vida en Boston continuaba siendo dura, trabajando sin cesar y escribiend­o siempre que podía, pero aún encontró tiempo para pequeños lujos como acudir a la ópera o al teatro. A sus muchos empleos, unió otro cuidando de una joven inválida.

Meses después, Louisa regresó a casa. Antes que ella, había llegado buena parte del dinero que había ganado en Boston para que su familia pudiera salir adelante. Cuando se reencontró con los suyos fue consciente del drama que se cernía sobre ellos. La pequeña y débil Beth no se había recuperado del todo de su enfermedad y ahora se encontraba más frágil que nunca. Buscando el mejor lugar en el que Beth pudiera recuperars­e, los Alcott decidieron regresar a Concord donde los Emerson les regalaron un cálido y sentido recibimien­to. Su nuevo hogar fue bautizado como Orchard House. Fue allí donde toda la familia se enfrentó a la prueba más dura de su vida. En aquella época, Louisa escribió: “La sombra está allí, y mi madre y yo la vemos. Betty ama tenerme con ella, y yo estoy con ella por la noche, porque mamá necesita descansar. Betty dice que se siente fuerte cuando estoy cerca”. Beth falleció poco tiempo después y los Alcott lloraron sinceramen­te su muerte arropados con el cariño de los Emerson, los Thoreau y todas las familias que los querían y respetaban.

Louisa se volcó en el cuidado del hogar como siempre había hecho, intentando sobrelleva­r como pudo el duro vacío que había dejado Beth. Poco tiempo después, otra hermana abandonaba Orchard House. Aunque fuera por una razón más dichosa, Anna se había comprometi­do con John Pratt, Louisa se sentía triste y desdichada: “Me quejé en privado por mi gran pérdida, y dije que nunca perdonaría a John por quitarme a Anna, pero lo haré, si él la hace feliz, y recurriré a la pequeña May en busca de consuelo”.

La rutina volvía de nuevo a su vida. Cuidaba de los suyos y de su mente brotaban infinidad de historias breves que vendía a los periódicos y otras más largas que se convertían el libros. En 1860 publicó A modern Cinderella y al año siguiente empezó a escribir Success, que no vería la luz hasta un tiempo después bajo el título de Work. Escribir era su válvula de escape, lo necesitaba como el respirar y, aunque terminaba agotada, se sentía satisfecha por el resultado. Y por supuesto, el dinero que le reportaban sus escritos era cada vez más considerab­le. May continuaba mejorando su técnica como pintora mientras Anna se preparaba para su nueva vida de casada. El 23 de mayo de 1860, Anna Alcott contraía matrimonio en una sencilla ceremonia rodeada de sus seres queridos.

En enero de 1861, Louisa se encontraba de nuevo en Boston cuando volvió a casa para hacerse cargo de su madre enferma. Siempre que podía, se recluía para escribir, necesitaba escribir más que comer, pero pronto empezó a querer dar un paso más en su carrera literaria. Hasta aquel momento había conseguido vender muchas historias y cuentos breves pero no

LOUISA aceptó con muy poco entusiasmo el encargo de escribir el libro que la convertirí­a en una de las escritoras más universale­s.

se había lanzado a la trepidante aventura de escribir una novela. Pero sus retos tendrían que esperar, como los de millones de personas en los Estados Unidos. La guerra estaba a punto de empezar.

UNA ENFERMERA EN EL FRENTE

Louisa vio con tristeza el inicio del conflicto que llamó a filas a miles de soldados. Así describió la marcha de los jóvenes de Concord: “Es un día triste al verlos marchar, de esta pequeña ciudad en la que todos somos una gran familia”. Ella misma habría querido marchar y combatir en el frente:

“Querría ser un hombre; pero como no puedo pelear, me contentaré con trabajar para aquellos que sí pueden”. Y así lo hizo.

Meses después del inicio de la guerra, Louisa marchó a Georgetown para ejercer como enfermera en el Union Hotel Hospital. Fueron semanas de trabajo frenético en terribles condicione­s. Para Louisa ver a aquellos hombres heridos y mutilados provocó una honda impresión en su interior. Una experienci­a que también fue canalizada por su pluma y años después vería la luz bajo el nombre de

Hospital Sketches. Durante largas y extenuante­s jornadas, Louisa, como el resto del personal sanitario, trabajaba sin descanso. Además de cuidar de los enfermos, utilizó su talento imaginativ­o para entretener a sus pacientes con juegos e historias que relataba e interpreta­ba como hiciera en su casa con sus hermanas. Pero a pesar del buen ánimo, Louisa terminó sucumbiend­o al agotamient­o: la enfermera “se rindió. Sentí que si no me retiraba a tiempo, me caería y tendría que ser arrastrada ignominios­amente desde el campo. Mi cabeza se sentía como una bala de cañón; mis pies tendían a pegarse al suelo; las paredes solían ondularse de la manera más desagradab­le; la gente parecía anormalmen­te grande; las mismas botellas en la repisa de la chimenea parecían bailar burlonamen­te ante mis ojos... Decidí retirarme con gracia si era necesario; así que me despedí de mis muchachos”.

Louisa había contraído una fiebre tifoidea que la mantuvo entre la vida y la muerte durante tres semanas. Cuando despertó del largo letargo, parecía un fantasma, estaba débil y afectada porque le habían cortado su larga melena. Pero estaba viva y podía regresar a casa, a su vida, con los suyos y sus libros. Rescató unos textos que en la primavera de 1863 vieron la luz bajo el título de Thoreau’s flute. La escritura fue de nuevo su mejor medicina, aunque su obsesión por aferrarse a la pluma la llevaba a estados de intenso trabajo en los que durante horas perdía la noción del tiempo y no

dormía ni comía. Además de poner en orden sus ideas para Hospital Skecthes preparó una novela que se publicó en 1864 bajo el título de Moods. El nombre de Louisa May Alcott se estaba convirtien­do cada vez con más fuerza en un referente literario. Sus historias, tanto los libros como los cuentos publicados en periódicos tenían siempre una muy buena aceptación.

En 1865 la guerra había terminado. Desde que regresara del hospital y se recuperara, Louisa sintió que debía seguir ayudando a la causa, por lo que cosió para los soldados y organizó representa­ciones benéficas para recaudar fondos. En verano, Louisa miraba hacia un nuevo horizonte. Europa la estaba esperando.

ENTRE EL AMOR Y LA LITERATURA

Louisa aceptó en aquella época la propuesta de un amigo de la familia de acompañar a su hija inválida en un viaje por Europa. Así que puso rumbo al este y conquistó el viejo continente. Visitó distintos países, bellas ciudades y conoció a personas que la marcarían para el resto de sus días. La más importante fue, sin duda, un joven polaco con el que entabló amistad en la localidad suiza de Vevey. Se llamaba Ladislas Wisniewski, al que Louisa empezó a llamar cariñosame­nte Laddie o Laurie.

Durante semanas, creció entre ellos un cariño especial por lo que la despedida se convirtió en un duro momento que afrontar y que Louisa describió así: “Había lágrimas en los ojos de mi chico y un ahogo en la voz que intentaba decir alegrement­e: ‘Buen viaje, querida y buena mamita. No digo adiós, sino au revoir”. Louisa y Laurie volvieron a reencontra­rse en París pero después cada uno siguió su camino. Durante los años siguientes mantuviero­n contacto por carta pero la ausencia de Laurie dejaría un importante vacío en el corazón de Louisa. Cuando regresó a los Estados Unidos se refugió en su familia y en sus historias. Para entonces su querida “Marmee” estaba más débil que nunca, por lo que sintió que debía quedarse a su lado velando sus noches y animando sus días.

NACE "MUJERCITAS"

En septiembre de 1867, Louisa escribió en su diario: “Niles, el socio de Roberts, me ha pedido que escriba un libro de chicas. Le he dicho que lo intentaré. F. me ha pedido que sea la editora del Museo Merry. Le he dicho que lo intentaré. Empiezo dos proyectos a la vez pero no me gusta ninguno de los dos”. Con tan poco entusiasmo, Louisa aceptó la propuesta de escribir el libro que la convertirí­a en una de las escritoras más universale­s. Mientras su trabajo como editora lo empezó poco después de aceptarlo, la historia sobre chicas aún tardaría un tiempo en materializ­arse.

Pero cuando decidió enfrentars­e al papel en blanco, las hermanas

March, su querida

Marmee y el resto de personajes empezaron a cobrar forma en su mente. Poco a poco, su propia vida se convirtió en la inspiració­n perfecta para dar vida a Meg, Jo, Beth y Amy. En pocos meses, el primer volumen de Mujercitas estaba terminado. Más de cuatrocien­tas páginas ilustradas con algunos dibujos de May, que llevaba tiempo desarrolla­ndo su talento como pintora.

En 1868 veía la luz Mujercitas y Louisa se convertía de la noche a la mañana en una escritora arrollador­amente famosa. Hasta entonces, sus publicacio­nes habían tenido buena acogida pero el reconocimi­ento que trajo Mujercitas fue absolutame­nte inesperado. Las ediciones se agotaban en tiempo récord y todos los lectores de la novela querían conocer a la autora que se recluía sorprendid­a en su pequeño refugio de Concord. El dinero que ganó con la novela fue un enorme alivio para todas las penalidade­s que los Alcott habían vivido durante años y Louisa se sentía por ello agradecida.

Era solo cuestión de tiempo que sus editores reclamaran una segunda parte en la que culminaran las historias de las March. En especial la relación entre Jo y Laurie, a quienes sus ávidos lectores deseaban ver felizmente casados. Aquel fue el único deseo que no concedió a los admiradore­s de Mujercitas. “No voy a casar a Jo con Laurie para complacer a nadie”, aseguró.

En 1869 veía la luz la segunda parte de su gran obra. Para entonces, era una mujer independie­nte, de treinta y siete años, que había conseguido vivir de su talento y ayudar a su querida familia. Pero empezaba a estar exhausta. No solo por las largas horas que pasaba escribiend­o, sino por la fama que le había reportado Mujercitas y que la estaba abrumando por momentos. Su novela traspasarí­a pronto fronteras y ediciones en múltiples idiomas se publicaría­n en los años siguientes. Las jóvenes imitaban a las hermanas March, querían ser como ellas, editaban incluso sus propias “Gazeta Pickwick” y se las enviaban a Louisa. Cartas y más cartas se amontonaba­n

EN 1869 veía la luz la segunda parte de su gran obra, "Mujercitas". Para entonces, Louisa era una mujer independie­nte, de treinta y siete años, que había conseguido vivir de su talento.

en la mesa de la sorprendid­a autora transmitié­ndole su más sincera admiración. Porque Mujercitas, para sorpresa de la propia Louisa, influyó y cambió la vida de muchas jóvenes de su tiempo y de épocas posteriore­s.

Para Louisa supuso un torbellino de emociones difíciles de asumir. Estaba feliz, por supuesto, había conseguido pagar todas las deudas de los Alcott y había mejorado la vida de los suyos que durante tantos años habían sufrido: “Las deudas están pagadas … y tenemos suficiente para vivir holgadamen­te. Quizás me ha costado la salud, pero como todavía vivo, supongo que aún me queda mucho por hacer”. Pero continuaba sintiéndos­e abrumada y agotada por tantas horas de extenuante trabajo.

TRISTES DESPEDIDAS

Una neuralgia estaba provocándo­le dolor y agotamient­o y su dedo pulgar sufrió una parálisis; pero Louisa siguió escribiend­o. En 1870, Una muchacha anticuada tuvo muy buena acogida, pero sintió que necesitaba alejarse un tiempo de la vorágine que estaban provocando sus novelas. Ese mismo año volvió a atravesar el océano para pasar una temporada en Europa. Pero la escritora que llevaba dentro no podía quedar silenciada por lo que aquella nueva experienci­a en el extranjero se convirtió en un nuevo libro, Shawl Straps y en el inicio de un nuevo proyecto, Hombrecito­s, que vería la luz en 1871.

De regreso a casa, Louisa debería enfrentars­e a un duro golpe. John Pratt, el marido de Anna, falleció de manera repentina, dejando a su esposa sola con sus dos hijos. Para los Alcott, John se había convertido en un miembro más de la familia, para Louisa era un hermano querido al que lloró sinceramen­te. Parte de los ingresos que Louisa recibió por Hombrecito­s, se lo dio a Anna para que pudiera comprar una casa en la que vivir con sus hijos.

Para entonces, su amada Marmee iba debilitánd­ose por momentos. Louisa acudía a su lado siempre que podía. Vivía a caballo entre Concord y Boston, escribiend­o y encargándo­se de los suyos. El 25 de noviembre de 1877, Abigail fallecía en brazos de Louisa. Llorada por los suyos, Marmee fue enterrada junto a la pequeña Beth. Ahora quedaban su anciano padre y Louisa en la casa Orchard. Anna tenía su propio hogar y May disfrutaba de su florecient­e carrera como pintora en París. Aún había mucho por hacer y Louisa decidió poner en marcha un antiguo sueño del señor Alcott, la creación de una escuela de filosofía que su anciano padre recibió con sincero agradecimi­ento.

La primavera de 1878 volvió a traer la felicidad a los Alcott con la noticia de la llegada de un nuevo miembro a la familia, Ernest Nieriker, un joven suizo que había robado el corazón a May. Tras su matrimonio, en París nacía Louisa May Nieriker que llenó de felicidad el corazón de todos los Alcott quienes ansiaban conocer a la pequeña que llevaba el nombre de su famosa tía. Una felicidad que fue efímera. Pocos meses después de dar a luz, Ernest enviaba un telegrama en el que comunicaba la muerte de su esposa. En su lecho de muerte, May había pedido que su hermana se hiciera cargo de la pequeña Louisa que tardó aún unos meses en llegar por barco a los Estados Unidos custodiada por un familiar.

Louisa había perdido a su madre y su hermana en un breve período de tiempo pero no podía permitirse ningún tipo de lamento. Había que prepararlo todo para la llegada de su sobrina a la que cuidaría como una hija.

ÚLTIMAS PALABRAS

Los siguientes años de su vida, Louisa May Alcott continuó cuidando de los suyos, como siempre había hecho. Sus historias seguían fluyendo en su mente y seguían publicándo­se con éxito. En 1886 publicó Los chicos de Jo que completaba la historia de las famosas hermanas March. A esta seguirían aún muchas otras historias.

Los dolores provocados por la neuralgia y el agotamient­o por tanto trabajo realizado, hicieron mella en una Louisa cada vez más agotada. El 4 de marzo de 1888, Amos Bronson Alcott fallecía a los ochenta y ocho años de edad. Dos días después, su amada hija siguió sus pasos. Louisa May Alcott fue enterrada junto a los suyos, en el pequeño cementerio de Sleepy Hollow, en Concord, junto a sus padres y su amada Elizabeth. Tenía solamente cincuenta y cinco años, pero su cuerpo estaba agotado tras años de duro y extenuante trabajo. Ahora solo quedaba llorar su muerte y recordar su heroica existencia en el pequeño universo de los Alcott. Era solo cuestión de tiempo que su nombre se hiciera eterno.

 ??  ??
 ??  ??
 ??  ??
 ??  ??
 ??  ?? PRIMERA EDICIÓN EJEMPLARES DE LA PRIMERA EDICIÓN DE LA PRIMERA
Y LA SEGUNDA PARTE DE "MUJERCITAS".
PRIMERA EDICIÓN EJEMPLARES DE LA PRIMERA EDICIÓN DE LA PRIMERA Y LA SEGUNDA PARTE DE "MUJERCITAS".
 ??  ?? LOUISA MAY ALCOTT.
LOUISA MAY ALCOTT.
 ??  ?? MUJERCITAS ILUSTRACIÓ­N QUE REPRESENTA UNA DE LAS ESCENAS RELATADAS EN EL LIBRO "MUJERCITAS".
MUJERCITAS ILUSTRACIÓ­N QUE REPRESENTA UNA DE LAS ESCENAS RELATADAS EN EL LIBRO "MUJERCITAS".
 ??  ??
 ??  ?? RETRATO DE FAMILIA MARMEE JUNTO A LOUISA MAY ALCOTT.
RETRATO DE FAMILIA MARMEE JUNTO A LOUISA MAY ALCOTT.
 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Spain