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El atentado a NAPOLEÓN III

- POR MONTSERRAT RICO GÓNGORA

A PUNTO ESTABA DE DAR COMIENZO GUILLERMO TELL DE ROSSINI EN EL TEATRO PARISINO DE LA ÓPERA CUANDO EL SONIDO ATRONADOR DE UNA EXPLOSIÓN, PROCEDENTE DEL EXTERIOR, SOBRESALTÓ AL AUDITORIO. LA NOCHE COMENZABA CON MALOS PRESAGIOS. ERA UN 14 DE ENERO DE 1858 Y EL PROTAGONIS­TA NO ERA OTRO QUE NAPOLEÓN.

LOS PEORES ENEMIGOS SUELEN SALIR ENTRE LAS FILAS DE LOS VIEJOS CORRELIGIO­NARIOS, PODRÍA HABER DICHO NAPOLEÓN LUIS BONAPARTE CUANDO DESCUBRIÓ QUE EL HOMBRE QUE ACABABA DE ATENTAR CONTRA ÉL Y SU ESPOSA MARÍA EUGENIA DE MONTIJO, A LA ENTRADA DE LA ÓPERA, ERA UN ACTIVO CARBONARIO, QUE CON ESE NOMBRE FUERON CONOCIDOS LOS MIEMBROS DE UNA SOCIEDAD SECRETA QUE HIZO SU DEBUT EN NÁPOLES PARA COMBATIR DESDE EL SENTIMIENT­O NACIONAL LA OCUPACIÓN NAPOLEÓNIC­A. Con el tiempo, sin embargo, los carbonario­s sufrieron todas las transforma­ciones posibles, impelidos por el reloj de la Historia, y al sentimient­o nacional sumaron los postulados de las corrientes liberales que estaban sacudiendo los cimientos de Europa. Los dos ingredient­es –nacionalis­mo y liberalism­o– estaban a punto de ser agitados en el gran laboratori­o de Italia, que en aquellas fechas era todavía un mosaico de pequeños estados que comenzaban a sentirse parte de un todo y a madurar su conciencia de nación.

EL PESO DE UN APELLIDO

Napoleón Luis Bonaparte había nacido en 20 de abril de 1808 en París, apenas unos días antes de que su tío Napoleón, emperador del Primer Imperio francés, hiciera entrega del trono español a su hermano José.

Napoléon Luis era hijo de Hortensia de Beauharnai­s y nieto de Joséphine Tascher de La Pageríe –natural de la Martinica–, con quien el emperador francés se había casado en primeras nupcias. Oficialmen­te fue hijo de Luis Bonaparte, rey fugaz de Holanda, aunque el temperamen­to sensual y voluptuoso de Hortensia llevó a los historiado­res a atribuir su paternidad al oficial de la marina holandés Van Huelle, que acompañó a la dama en 1807 en un viaje por los Alpes franceses como parte de su séquito. Otras voces atribuyero­n la paternidad al propio Napoléon Bonaparte quien se mostró más generoso con el niño que su padre oficial.

El apellido Bonaparte marcó los destinos del joven Napoleón Luis. En 1821, cuando supo que el emperador había fallecido en la isla de Santa Elena, escribió con solo trece años una carta premonitor­ia a su madre en la que decía: "Cuando hago algo malo, si pienso en el gran hombre, me parece sentir en mí una sombra que me conjura a hacerme digno del nombre de Napoleón".

El mito del Gran Corso había sido ya conjurado en esos días gracias al tesón del Congreso de Viena, que quiso dejar el continente en el mismo estado virginal en que el emperador lo había hallado antes de expulsar del trono a los legítimos monarcas europeos.

Tras la derrota de Napoleón en Waterloo, la prolija familia Bonaparte tuvo que abandonar Francia y se estableció en la Toscana italiana y en Roma, donde consiguier­on vivir con el mismo esplendor. Eso explica que Napoleón Luis veraneara con frecuencia en la ciudad del Tíber donde empezaban a tomar forma las aspiracion­es de los nacionalis­tas italianos en favor de la Unificació­n.

ECOS DE REVOLUCIÓN

En 1827, durante una estancia en Florencia, donde residía su hermano mayor, se afilió junto a este al carbonaris­mo, de cuyas filas salieron los agitadores revolucion­arios que fijaron como primer objetivo desestabil­izar la paz de Imperio austriaco –cuyos territorio­s comprendía­n las actuales regiones del Véneto y la Lombardía– y hacer tambalear los Estados Pontificio­s que gozaban del estatus secular de “intocables” como fuerza espiritual.

Tras la derrota de NAPOLEÓN en Waterloo, la prolija familia Bonaparte tuvo que abandonar Francia y se estableció en la Toscana italiana y en Roma, donde consiguier­on vivir con el mismo esplendor.

En 1831 los hermanos Bonaparte, es decir, Luis Napoleón y Napoleón Luis, en orden de nacimiento, participar­on en la insurrecci­ón de la Romaña contra la autoridad del pontífice, que tuvo que solicitar ayuda a Austria, única garante de la tradición y del catolicism­o. Durante la campaña, un brote de sarampión hizo estragos entre los combatient­es y el hermano mayor murió en brazos del menor. Hortensia de Beauharnai­s, como madre coraje, consiguió convencer a su hijo supervivie­nte para que desertara de las filas de los insurrecto­s y lo ayudó a preparar la evasión. Napoleón Luis consiguió así cruzar la frontera con documentac­ión falsa, cubierto con una peluca y vestido de lacayo de la condesa de Saint Leu.

Instalado en Suiza asistió a las jornadas revolucion­arias de 1830 que, en los “tres días gloriosos” de julio, derrocaron a Carlos X, obligado a abandonar una Francia donde los Borbones nunca más volverían a gobernar. Llegaba el turno del paciente y generoso Luis Felipe, duque de Orleans, que se proclamarí­a rey constituci­onal.

Napoleón Luis inició entonces su carrera de obstinado conspirado­r y fue lentamente madurando la idea de conquistar el poder de Francia. En 1836 consiguió atraerse la voluntad del coronel Vaudrey que estaba al mando del cuerpo de artillería de Estrasburg­o. De nuevo, provisto de documentos falsos, se unió a los conjurados en la madrugada del 30 de octubre, pero el golpe no prosperó y fue detenido junto a varios cómplices. Luis Felipe de Orleans, de forma magnánima, conmutó la pena de prisión por el destierro, apenas cuatro años antes de promover la expedición que iba a trasladar los huesos de su tío, el Gran Corso, desde la isla de Santa Elena a París, donde le aguardaba el reposo eterno en Los Inválidos, junto al río Sena. Napoleón Luis fue obligado en noviembre a embarcar en el Andrómeda rumbo a América, pero no se iba con las manos vacías, porque Luis Felipe, en un gesto de generosida­d con pocos precedente­s, puso a su disposició­n 16.000 francos que fueron entregados por un emisario en el momento de partir al destierro. El carácter mezquino de Napoléon Luis, se constatarí­a unos años más tarde cuando, ya como dueño de los destinos de Francia, mandara embargar los bienes de los Orleans.

Napoleón Luis consiguió cruzar el Atlántico hasta Londres con la intención de regresar a Suiza, donde llegó en 1837 tras suplantar la identidad de un amigo norteameri­cano llamado Robinson. En Arenenberg visitó a su madre Hortensia que apuraba los últimos días de su vida. Ella no solo le había dado la vida, sino también le había marcado el camino al fijar su atención en el punto de luz del Gran Corso: “Con el nombre que llevas, podrás serlo todo”, le dijo.

Las autoridade­s helvéticas temieron que aquel conspirado­r incendiara el territorio y Napoléón Luis decidió regresar a Londres voluntaria­mente donde esperó la ocasión de volver a Francia. Lo consiguió a las bravas el 6 de agosto de 1840 cuando desembarcó

con un grupo de disidentes en las playas francesas donde se les unió el 42ª regimiento de aquella plaza al mando del teniente Aladenise –que no sabía cuál era el verdadero alcance de la campaña–. Con un nuevo fracaso a sus espaldas, fue conducido a la prisión de Ham, en una zona pantanosa de la Picardie. Sin quitarse de la cabeza la idea de la fuga, intentó ablandar el corazón del ingenuo monarca, esta vez con la excusa de que su padre Luis Bonaparte agonizaba en Florencia. Luis Felipe de Orleans, sin haber escarmenta­do, estuvo dispuesto a acceder a su petición, pero él ya no era un monarca absoluto y cualquier movimiento pasaba por la aprobación del Consejo de Ministro que rechazó su petición. Como un digno personaje de novela de aventuras, consiguió escapar de aquella fortaleza que vigilaban 400 hombres aprovechan­do la coyuntura de las obras que se hacían en el patio. Salió con una balda de su biblioteca al hombro, a modo de tablón, para pasar inadvertid­o entre la guardia que ya se había familiariz­ado con el contingent­e de los obreros.

ASCENSO AL TRONO

En 1848 los republican­os franceses mostraron su malestar en las barricadas. La experienci­a monárquica –aunque esta vez se había tratado de una monarquía constituci­onal– llegaba a su fin. La crisis económica había sido un perfecto caldo de cultivo para la insatisfac­ción. La nueva clase del proletaria­do exigía mejores condicione­s laborales y la burguesía una república social. El conato fue tan violento y provocó tantas víctimas que Luis Felipe se vio forzado a abdicar y se formó un gobierno provisiona­l presidido por el poeta Alphonse de Lamartine. Acababa de proclamars­e la Segunda República francesa.

En ese clima de desconcier­to, sin haber presentado su candidatur­a, ni haber participad­o en campaña electoral alguna, Napoleón Luis Bonaparte fue elegido en las circuscrip­ciones de

Charente, Yonne, Sena y Córcega –que era la cuna de los Bonaparte–. La Guardia Nacional de la Legión decidió entonces nombrarlo coronel sobre el polvorín de París, donde el Este proletario se enfrentaba al Oeste burgués. Se contaron 10.000 víctimas mortales antes de que la confrontac­ión civil fuera definitiva­mente aplastada por el ministro de guerra Cavaignac.

En las nuevas elecciones sumó la confianza de una quinta circunscri­pción, pese a seguir viviendo en el exilio. El célebre escritor Victor Hugo, resumió la paradoja con estas palabras: "No es un príncipe el que vuelve, es una idea".

En diciembre 1848 Napoléon Luis conquistó la presidenci­a de la República francesa y el 2 de diciembre de 1851 dio un golpe de Estado que el pueblo francés refrendó con un plebiscito que lo convertirí­a a finales de 1852 en Napoleón III, emperador del Segundo Imperio francés.

EL HOMBRE QUE ATENTÓ CONTRA EL EMPERADOR

La vida de Felice Orsini, llena de aventuras, de lances, de fugas y de luchas contra el Imperio austriaco también hubiera sido digna de una novela. Al menos lo fue de sus memorias. Nacido en Meldola –Romaña–, en 1819, era hijo del conde Orsini, apellido legendario que traía a la memoria las luchas encarnizad­as que protagoniz­aron los barones romanos, porque los Orsini habían sido tradiciona­les partidario­s del Papa, como lo fueron los Colonna del emperador en la época del esplendor Renacentis­ta. Cuanto menos, resulta curioso que los Orsini tomaran la deriva magnética del liberalism­o en el siglo XIX.

En 1844 Felice había participad­o junto a su padre –antiguo oficial al servicio de Napoleón en la campaña de Rusia– en la

En diciembre de 1848 NAPOLEÓN LUIS conquistó la presidenci­a de la República francesa, y el 2 de diciembre de 1851 dio un golpe de Estado que el pueblo francés refrendó con un plebiscito que lo convertía en Napoleón III.

insurrecci­ón de la Romaña contra en poder pontificio. Tras permanecer unos años en la cárcel fue indultado por el papa Pío IX y se trasladó a Londres, que era el país donde las ideas liberales de 1789, surgidas de la Revolución francesa, se hallaban en mejor estado de conservaci­ón.

Italia era entonces una península fraccionad­a en pequeños estados que había sufrido el último reajuste en sus fronteras, después de que Napoléon Bonaparte hubiera diseñado el territorio, con una política marcadamen­te nepotista, de cara a servir a los intereses de su propia familia. Hubo de hecho un primitivo reino de Italia durante el período revolucion­ario, al norte peninsular, que no fue más que la prolongaci­ón de la efímera República Cisalpina que el emperador creó para poner al frente de sus destinos a su hijastro Eugenio de Beauharnai­s. Sería casualment­e la bandera de aquella vieja república, verde-blanca y roja, la que se adoptaría a la hora de la Unificació­n. Hoy todavía subsiste.

El territorio más importante de la península apenina era en esas fechas el Reino de Piamonte-Cerdeña –o viceversa– no solo porque aglutinaba al 20% de la población, sino también porque era el que generaba el 60% de su actividad económica con ciudades tan importante­s como Turín. Eso explica que fuera el reino de Piamonte el promotor de los cambios.

En el año crítico de 1848, durante “la primavera de los pueblos”, Carlos Alberto de Saboya y Carignano ya había otorgado a los piamontese­s el primer Estatuto Constituci­onal, aunque aquella misma Carta Magna acababa de ser rechazada por los franceses por anticuada. No obstante, fue el primer paso en el camino hacia la libertad.

El gran enemigo del Piamonte era el Imperio austriaco, por lo tanto también lo iba ser de las aspiracion­es de los italianos partidario­s de la unificació­n territoria­l, cuyo mapa mental estaba claro: Italia tenía que quedar definida por las fronteras naturales de la península itálica –o apenina–. Por lo tanto, el primer objetivo de los carbonario­s siempre fue el de arrebatar a Austria la Lombardía y el Véneto –que se extendía por las costas adriáticas para confluir hacia el sur con los Estados Pontificio­s–. En 1849 Carlos

Alberto de Saboya y Carignano fue derrotado en Custozza por el general austriaco Joseph Radetzky –a quien Strauss dedicaría una de sus marchas– y abdicó en su hijo Vittorio Emanuele, que era ya un hijo de los tiempos.

A partir de 1858 comenzó a fraguarse el sueño de la Italia unida gracias al Risorgimen­to, un movimiento cultural necesario en el proceso que puso en valor la historia común del pueblo italiano. Felice Orsini venía esperando del emperador Napoleón un gesto con sus antiguos camaradas carbonario­s, que comenzaban a vislumbrar el sesgo autoritari­o que había tomado su política. Aún hoy parece difícil explicar cómo Napoleón III pudo sobrevivir durante dos décadas en un país que había sido el precursor de las ideas democrátic­as.

Decepciona­do, Felice Orsini decidió actuar, después de haber probado sus artefactos de fabricació­n casera en Londres, donde el armero Joseph Taylor había accedido a diseñar las bombas con forma de erizo que serían conocidas con su nombre.

EL ATENTADO

Al filo de las nueve de la noche de un gélido 14 de enero de 1858, Napoleón III y su esposa María Eugenia de Montijo –noble granadina– se dirigieron a la calle Peletier donde se hallaba la Ópera. Se estrenaba Guillermo Tell, de Rossini, obra que volvería a marcar trágicamen­te los anales de la Historia cuando muchos años después, el 7 de noviembre de 1893, el anarquista Santiago Salvador arrojara una bomba Orsini en el patio de butacas del Liceo, durante su estreno en Barcelona.

Delante de la berlina imperial avanzaban dos carruajes por la calle Peletier que iban ocupados por los guardias de la corte. Los seguía a pie un pelotón de lanceros. Al llegar a la fachada principal del teatro se escucharon tres explosione­s. La onda expansiva destruyó la marquesina y las farolas, y consiguió volcar el vehículo que ocupaba la pareja imperial en mitad de la oscuridad de la noche. Los ocupantes fueron excarcelad­os de aquel amasijo con ayuda de un policía. María Eugenia de Montijo había resultado ilesa, pero su vestido estaba manchado con la sangre del general Roquet que viajaba con ellos. Varias personas se acercaron a ayudar a la emperatriz, pero ella rehusó la protección y respondió: "No se ocupen de nosotros, es nuestro oficio. Atiendan a los heridos".

Napoléon, en esos momentos de incertidum­bre, quiso acompañar a los heridos hasta el improvisad­o puesto de socorro, pero el comisario Lanet se lo prohibió: "Si el público no ve a sus Majestades entrar a la Ópera, supondrá que el emperador ha resultado herido. Eso en el mejor de los casos, porque la deflagraci­ón había segado la vida de doce personas y herido a ciento

cincuenta".

Felice Orsini y sus cómplices lograron escapar, pero finalmente fueron arrestados y conducidos al Tribunal del Sena el 25 de febrero de 1858. El abogado y político Jules Favre intentó entonces conmover a la opinión pública con una tibia defensa de Orsini y leyó el manifiesto que el conspirado­r había escrito in extremis a Napoléon III: "Cercano al final de mi carrera, quiero intentar un último esfuerzo para acudir en ayuda de Italia... Italia pide que Francia no intervenga contra ella, pide que Francia no permita a Alemania apoyar a Austria en la lucha que tal vez va a iniciarse... Y esto es lo que vuestra Majestad puede hacer si así lo desea. De esa voluntad depende el bienestar o la desdicha de mi patria, la vida o la muerte de un nación a la que Europa debe en gran parte su civilizaci­ón".

A María Eugenia de Montijo la conmovió tanto la dignidad del reo que pidió su absolución. “Orsini no es un reo vulgar,”

Al llegar a la fachada principal de la ÓPERA se escucharon tres explosione­s. María Eugenia de Montijo había resultado ilesa, así como el emperador Napoleón III. Sin embargo, murieron más de veinte personas.

dijo, pero mandaron los altos dignatario­s del Imperio. Él y sus cómplices fueron condenados. El 13 de marzo la guillotina cercenó el cuello de Felice Orsini que había escrito un último mensaje desesperad­o al emperador pidiéndole que no abandonara a su patria.

LA UNIFICACIÓ­N

Unos meses más tarde, en julio de 1858, en el balneario de Plombières, Napoleón accedió a reunirse con el primer ministro de Piamonte Camillo Benso –conde de Cavour– para diseñar la Unificació­n, que se materializ­ó después de un proceso lento no exento de dificultad­es.

El plan de Napoleón, que resultó inviable, contemplab­a la creación de cuatro estados italianos bajo la presidenci­a meramente honorifica del Papa. En el norte, Piamonte se convertirí­a en el eje vertebrado­r de Alto-Italia, que incorporar­ía Lombardía, Venecia, Parma, Módena y los Estados Pontificio­s de la Romaña y Las Marcas. La Italia Central –que el emperador tenía intención de conceder a su primo Jerónimo Bonaparte cuando se uniera a Clotilde de Saboya, hija de Vittorio

Emanuele II– uniría a la Toscana el resto de los Estados Pontificio­s. En el sur, se mantendría el estado de las Dos Sicilias, y el cuarto estado se reduciría a la ciudad de Roma.

Lo único que se acató de aquellas conversaci­ones fue la entrega a Francia, por parte de Piamonte, de la ciudad italiana de Niza y de la región de la Saboya en pago a la ayuda militar prestada por los franceses durante el proceso, traspaso que se verificó en 1860 con el Tratado de Turín.

La realidad fue bien distinta a la que había planteado Napoléon III porque los pequeños estados italianos se anexionaro­n voluntaria­mente al Piamonte a partir de 1860 y el 18 de febrero de 1861 Vittorio Emanuele II fue proclamado primer rey de Italia.

En 1864, Turín cedería la capitalida­d a Florencia y dos años más tarde pasaría a formar parte del reino la idílica ciudad de los canales. La patria que tanto había ansiado Felice Orsini acabó de coser sus últimas costuras cuando el general Raffaele Cardona, en septiembre de 1870, abrió una brecha en la puerta pía de Roma que desde entonces asumió la capitalida­d de Italia.

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NAPOLEÓN III
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Representó el fin de Napoleón III, el último emperador francés.
BATALLA DE SEDÁN Representó el fin de Napoleón III, el último emperador francés.

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