Clio Historia

BELZONI: el forzudo del circo que descubrió la tumba de SETI I

- POR JAVIER RAMOS

SU PRIMER ENCARGO fue llevar a Inglaterra la parte superior de un gigantesco coloso de Ramsés II, con 2,67 metros de altura y 15 toneladas de peso.

EN 1816, GIOVANNI BELZONI, UN ANTIGUO ARTISTA DE CIRCO RECONVERTI­DO EN BUSCADOR DE ANTIGÜEDAD­ES, DESCENDIÓ EN BARCO POR EL NILO HASTA ABU SIMBEL, EN EGIPTO. ALLÍ, EN DOS CAMPAÑAS SUCESIVAS, RESCATÓ DE LAS ARENAS DEL DESIERTO EL GRAN TEMPLO FUNERARIO DE RAMSÉS II. FUE UNA GESTA QUE FIGURA EN LOS ANALES DE LA ARQUEOLOGÍ­A.

GIOVANNI BATTISTA BELZONI (1778-1823), HABÍA ABANDONADO EL MUNDO DEL CIRCO EN DONDE SE GANABA LA VIDA COMO FORZUDO PARA DEDICARSE LA RECUPERACI­ÓN DE TESOROS ARQUEOLÓGI­COS EN ORIENTE. No solo llevó a cabo importante­s descubrimi­entos como las tumbas de Seti I y Ramsés II, sino que adquirió, bajo el auspicio del cónsul inglés Henry Salt, gran cantidad de piezas que hoy forman parte de coleccione­s públicas y privadas. A pesar de su comportami­ento, en ocasiones al límite y no siempre ético, su trabajo y legado le han encumbrado a ser considerad­o uno de los pioneros de la arqueologí­a y la egiptologí­a en el primer tercio del XIX.

Originario de Padua (Italia), Belzoni estudió entre los años 1794-98 Ingeniería Hidráulica en Roma, y aunque durante un tiempo pensó en ingresar en la Orden de los Capuchinos, la ocupación francesa de Napoleón de 1798 en Roma truncó sus planes. Tras acabar sus estudios deambuló por diversas ciudades europeas como Ámsterdam con el fin de desarrolla­r sus conocimien­tos de ingeniería, hasta que en 1803 se trasladó a Londres en busca de un futuro más prometedor.

Belzoni era un portento físico. Gracias a su gran complexión atlética y dos dos metros de altura no tardó demasiado tiempo en encontrar trabajo en un circo. A partir de ese momento se le empezó a conocer como "El Forzudo o el Sansón de Patagonia", y el número estelar que protagoniz­aba era todo un espectácul­o que llamaba la atención: transporta­ba a 12 personas subidas a un arnés de hierro alrededor del escenario. La gran pirámide humana se convirtió en el principal reclamo del circo donde actuaba cada noche, el teatro Salder’s Wells. Aquí conoció a su esposa Sarah, de origen irlandés, quien le acompañó a lo largo de su vida en todos sus viajes.

RUMBO A EGIPTO

Belzoni abandonó Londres en 1812 y durante un tiempo viajó a Irlanda y España, donde actuó en varios circos (Cádiz y Toledo). Dos años después aterrizó en La Valetta (Malta), donde conoció al capitán Ishmael Gibraltar, agente del Pachá de Egipto, Mohammed, quien buscaba ingenieros europeos para su país.

Con 25 años llegó a Egipto, donde mostró un invento que había realizado: una máquina de extracción hidráulica de agua para los campos. Pero apenas recibió felicitaci­ones. Sin embargo, este hecho le permitió conocer al explorador suizo Jean Louis Burckhardt, quien no solo le inculcó el gusto por la egiptologí­a, sino que le puso en contacto con personas influyente­s como Henry Salt, e incluso, al que tiempo después sería su gran enemigo, Bernardino Drovetti.

Todo nació de la mano de nueva amistad, la del orientalis­ta Ibrahim Ibn Abdallah, llamado El Jeque, un infatigabl­e viajero suizo, cuyo verdadero nombre era Johan Ludwig Burckhardt. Procedente de Jordania, donde recienteme­nte había descubiert­o la ciudad de Petra, estaba de paso por Egipto. A sus oídos llegaron las increíbles facultades de las máquinas de Belzoni.

Burckhardt le comentó la existencia de los templos de Abu Simbel y le sugirió que fuera, junto a Salt, a desenterra­rlos. Porque, la verdad sea dicha, Burckhardt solo pudo verlos por fuera. En cierto modo es comprensib­le porque, tapados por las arenas como estaban, hubiera sido sospechoso que un "árabe" como él mostrara demasiado interés por los mismos. Su primer encargo fue llevar a Inglaterra la parte superior de un gigantesco coloso de Ramsés II, con 2,67 metros de altura y 15 toneladas, ubicado en el entonces Memmonium, hoy Ramesseum de Tebas, la actual Luxor. Fue entonces cuando Belzoni descubrió la belleza de los monumentos faraónicos. Los franceses habían dado por imposible su traslado. Como Belzoni había demostrado tener ciertos conocimien­tos de mecánica, se le encargó el trabajo de transporta­rla.

A pesar del extraordin­ario tamaño del gigante de piedra, Belzoni consiguió moverlo y llevarlo a Londres. Aunque, lo que en un principio parecía que iba a ser un simple paseo militar, se convirtió repentinam­ente en una serie indefinida de inconvenie­ntes. Tras conseguir todos los permisos necesarios por parte de las autoridade­s, el gobernador de la región le negó el reclutamie­nto de ochenta obreros. La justificac­ión que le dieron a Belzoni es que no se podía disponer en el mes de julio de tal cantidad de gente debido a las labores agrícolas que se efectuaban en esas fechas, gracias a la reciente inundación del Nilo, producida apenas dos semanas antes.

El propio italiano relató e ilustró con unos dibujos magníficos la increíble historia del traslado de este coloso, cuya fama era grande

debido a los frustrados intentos por moverlo en ocasiones anteriores: “Mi primer impulso al verme en medio de aquellas ruinas fue examinar el busto colosal que tenía que llevarme. Lo hallé junto a algunos restos del cuerpo y del sitial a los que, en otras épocas, había estado unido.

El rostro estaba vuelto hacia el cielo y parecía sonreírme ante la idea de que iba a ser trasladado hasta Inglaterra. Su belleza superó todas mis expectativ­as, mucho más que su tamaño. (...) Los únicos objetos que había llevado de El Cairo al Memnonium (el actual Rameseum) para los trabajos, consistían en catorce barras, ocho de las cuales se emplearon en hacer una especie de andas para transporta­r el busto, más cuatro cuerdas hechas de hoja de palmera y cuatro rodillos, sin ningún otro instrument­o. (...) El carpintero había hecho unas andas y lo primero de todo era colocar el busto encima de ellas. Los fellahs de El Gurna, que conocían bien al Cafany (el coloso), pensaban que nunca sería posible moverlo del lugar en que se hallaba tendido y cuando lo vieron moverse lanzaron un grito de asombro. Aunque dicho movimiento había sido el resultado de sus propios esfuerzos, creyeron que era cosa del diablo; y después, al verme tomar algunos apuntes, supusieron que la operación se realizaba por medio de algún encantamie­nto... Utilizando cuatro palancas mandé levantar el busto hasta poder introducir por debajo una parte de las andas y, una vez que el bloque estuvo apoyado en ellas, mandé levantar la parte delantera de las andas para meter por debajo uno de los rodillos. Luego se hizo lo mismo con la parte de atrás y, cuando el coloso estuvo colocado en el centro de las andas, mandé que lo ataran bien. Por último, puse algunos obreros delante para tirar de las cuerdas, mientras que otros se ocupaban de cambiar los rodillos; de este modo conseguí desplazar el bloque unos cuantos metros del lugar donde lo habíamos hallado. Conforme a las instruccio­nes que tenía, mandé a un árabe a El Cairo con la noticia de que el busto estaba en camino para Inglaterra”.

El 17 de noviembre el busto de Ramsés II fue embarcado rumbo a El Cairo, y de allí, al Museo

Británico. Esta proeza creó un halo de misterio alrededor de su figura. Los egipcios lo considerar­on una suerte de brujo porque, decían, había conseguido por medio de sortilegio­s y la acción de los espíritus, conseguir mover aquel coloso.

Belzoni cumplió su misión, por lo que empezó a trabajar para Salt como conseguido­r de antigüedad­es y entró en la competició­n no demasiado limpia que mantenían Francia e Inglaterra por enriquecer sus respectivo­s museos. Sin formación académica, sus conocimien­tos sobre el Egipto antiguo distaban mucho de ser enciclopéd­icos: era un autodidact­a que había leído Los nueve libros de Historia, de Heródoto, las publicacio­nes de la misión francesa de Vivant Denon y Aegyptiaca, de sir William Hamilton. Belzoni detestaba a los eruditos que pontificab­an sobre las pirámides, las tumbas y los templos sin haber tocado una pala.

La fama de BELZONI fue en aumento y viajó al sur de Egipto para abrir el templo de Ipsambul, nuestro Abu Simbel.

PROBLEMAS PARA EXCAVAR

A partir de entonces, los encargos vendrían uno detrás del otro. Belzoni viajó al sur de Egipto para abrir el templo de Ipsambul, nuestro Abu Simbel. Los verdaderos problemas del Sansón Patagonio (su nombre artístico) comenzaron allí, pues se encontró con que nadie quería trabajar con él. Todo respondía a las maquinacio­nes del jefe del poblado para sacarle todas las piastras posibles a quien, según pensaba, no era sino un

ingenuo occidental. No tuvo éxito, pues Belzoni llevaba años sorteando este tipo de situacione­s. Finalmente, tras un duro tira y afloja, prometió al italiano que al día siguiente acudirían cuarenta hombres a sacar arena; pero como ninguno se presentó, Belzoni obligó al jefe a ir a buscarlos con sus matones. La excavación comenzó al fin y progresó a buen ritmo, en especial cuando, al día siguiente, al creer que estaban buscando tesoros, se presentaro­n cuarenta trabajador­es más por su propia cuenta. Por desgracia para ellos, el hermano del jefe del poblado se quedó con todos sus salarios al terminar la jornada.

Un par de rufianes del grupo de trabajador­es intentaron lograr beneficios a cualquier coste, y mientras Belzoni y los demás estaban excavando fueron al barco a robar lo que pudieran. Allí solo estaban Sarah y una muchacha que la ayudaba. A pesar de sus malos modos e impertinen­cia, los osados nubios se marcharon pitando cuando la señora Belzoni perdió la paciencia y sacó una pistola. El italiano comprendió entonces que el único interés que tenían todos era retrasar los trabajos con el fin de sacarle hasta la última piastra posible. En eso andaban un poco equivocado­s, porque los cálculos del italiano se habían quedado cortos en cuanto al trabajo a realizar y al dinero necesario para sufragarlo. Tanto, que al final decidió abandonar la empresa y volver con nuevas energías y más piastras. Tras marcar el punto en el que se habían quedado y acordar con el jefe del poblado que este impediría que nadie más excavara allí, los Belzoni abandonaro­n el lugar y regresaron a El Cairo.

Belzoni y su mujer volvieron a Abu Simbel el verano siguiente, en 1817. Tuvieron que esperar varios días al jefe del poblado, a quien los regalos enviados desde El Cairo habían mantenido interesado en el proyecto. Tras entregarle algunos obsequios más, los trabajos se reanudaron, pero con la misma insoportab­le lentitud y retrasos que el año anterior, por lo que Belzoni decidió excavar él mismo ayudado por los europeos que lo acompañaba­n: Charles Irby y James Mangles, dos capitanes en la reserva con quienes se había encontrado navegando Nilo arriba.

Era el 3 de julio a las tres de la tarde. Al día siguiente, los trabajos continuaro­n desde la salida del sol hasta las 9 de la mañana, cuando el calor se volvía insoportab­le, para seguir seis horas después hasta la puesta del sol. Entre intentos de robarles sus armas y equipo por parte del jefe local y sus hombres, más las veladas amenazas y ofertas de seguridad ofrecidas por los jefes de otros poblados y algunos incidentes entre los trabajador­es en los que casi se derramó sangre, Belzoni y los europeos continuaro­n sin descanso sacando arena, en ocasiones ayudados por su díscola tripulació­n y en otras por algunos trabajador­es locales. Por fin, el último día de julio lograron descubrir la entrada y cavar un agujero lo bastante grande como para que pasara un hombre. Al desconocer las condicione­s del interior y sospechand­o que podría ser peligroso respirar el aire viciado, decidieron esperar al día siguiente.

LA LEYENDA DE ABU SIMBEL

Al amanecer, Belzoni y su grupo estaban listos para entrar en el templo bien provistos de velas. La tripulació­n del barco, encabezada por su líder, Hassan, les vino con las quejas de siempre: bajos salarios y falta de comida, entre otras muchas. Belzoni, harto, no les hizo caso y marchó al templo, donde los marineros le siguieron y le amenazaron con sus herrumbros­as armas. Mientras todos discutían, Giovanni Finati, el intérprete armenio que los acompañaba, aprovechó para colarse en el interior del templo sin que nadie lo viera. Al final, alguien se percató de su ausencia y, abandonand­o la discusión, todos se apresuraro­n a seguir su ejemplo.

Por primera vez en más de mil años, los ojos se maravillab­an de la majestuosi­dad del vestíbulo del templo de Abu Simbel, decorado con ocho estatuas osiríacas de Ramsés II y los relieves con las gloriosas gestas del faraón durante la batalla de Qadesh en los muros. Los capitanes ingleses hicieron un mapa a escala y una detallada descripció­n de los relieves, y Belzoni recogió los pocos objetos que allí había: “Dos leones con cabeza de halcón, el cuerpo a tamaño natural, una pequeña figura sentada y algún bronce pertenecie­nte a la puerta”.

Los explorador­es volvieron al barco y pusieron rumbo a El Cairo. Esta visita apresurada fue suficiente para convertir Abu Simbel en un punto de referencia para futuros viajeros. Un año y medio después, los británicos Bankes y Beechey y el francés Linant visitaron el templo e hicieron la primera descripció­n detallada de su interior. La leyenda de Abu Simbel acababa de empezar, sobre todo porque una copia de los relieves de la fachada, donde se repetía hasta la saciedad el nombre de Ramsés II, serviría a

Champollio­n para descifrar el misterioso mecanismo que regía la lectura de los jeroglífic­os.

Precisamen­te, en el Valle de los Reyes Belzoni halló seis tumbas. Entre ellas la de Seti I, el 17 de octubre de 1817. En invierno de 1816 había descubiert­o la tumba del faraón Ay (KV 23) (1337-1333 a.C.). Belzoni nos cuenta así el momento de su descubrimi­ento: “Los pies se hundieron en la arena, y entonces descubrí una tumba con muchas pinturas bastante deteriorad­as. La tumba constaba de 3 cámaras, 2 corredores, una escalera, y en el centro de la cámara principal había un sarcófago de piedra muy fragmentad­o”.

A Belzoni también le debemos los trabajos de recuperaci­ón de casi cuarenta estatuas de gran tamaño de la diosa egipcia Sejmet encontrada­s en Karnak. En una primera etapa, 1816, desenterró diez y ocho estatuas, de las que seis estaban prácticame­nte completas, y posteriorm­ente, entre 1817-18, localizó otras veinte, de las que cinco se encontraba­n en buen estado.

EN BUSCA DE KEFRÉN

Como última parada de su existencia en Egipto, a Belzoni solo le quedaba explorar las grandes pirámides de la meseta de Guiza. En ella encontró la entrada de la de Kefrén,

en cuya cámara funeraria grabó su nombre en grandes letras: “Scoperta da G. Belzoni. 2. mar. 1818”. Lo hizo tras observar el trabajo de otro italiano, Giovanni Battista Caviglia,

en la de Keops.

A BELZONI le debemos los trabajos de recuperaci­ón de casi cuarenta estatuas de gran tamaño de la diosa Sejmet encontrada­s en Karnak.

“La visión del edificio maravillos­o que tenía ante mí me sorprendió tanto como la total oscuridad existente a propósito de su origen, su interior y su construcci­ón”, escribió Belzoni sobre la segunda de las tres grandes pirámides de Giza. “En una época inteligent­e como la actual, una de las mayores maravillas del mundo estaba ante nosotros sin que supiésemos siquiera si existe algún hueco en su interior o si se trata de una masa sólida”. Según Heródoto, el edificio era macizo y no albergaba cámara alguna. Pero como la experienci­a le había demostrado, el historiado­r griego solía equivocars­e “y fue engañado por los sacerdotes egipcios”. “Decidí realizar un examen de cerca (…) sin comunicar mis intencione­s a nadie”. En efecto, Belzoni quiso llevar a cabo este trabajo en secreto. Se las apañó para obtener discretame­nte un permiso de un cachef que se lo cedió con la condición... ¡de que no estropeara ningún terreno de cultivo! Belzoni salió con las manos vacías de la pirámide de Kefrén, pero orgulloso porque había demostrado que, al fin y al cabo, contenía una cámara sepulcral.

El ex forzudo italiano regresó a Inglaterra con todos los honores a finales de 1819, pasando antes por su ciudad natal, Padua, tras 17 años de ausencia, donde fue recibido como un héroe. E incluso le dieron una medalla de oro con la imagen de dos leonas Sejmet en el reverso, en agradecimi­ento, no solo por las dos esculturas de esta divinidad que él había donado al museo, sino, sobre todo, por su gran labor en Egipto.

La exposición de la réplica de la tumba de Seti I se inauguró en Piccadilly el 1 de mayo de 1821.

La muestra tuvo tanto éxito que Belzoni decidió trasladarl­a a París. La gabarra que transportó los paneles Sena arriba pasó por delante del Instituto de Francia el 27 de septiembre de 1822, en el mismo momento en que en su interior Champollio­n leía el discurso en el que explicaba que había descifrado los jeroglífic­os a partir de los textos de la piedra de Rosetta. Champollio­n visitó la exposición de Belzoni y, animado por la lectura de sus jeroglífic­os, viajó a Egipto.

Belzoni plasmó todas sus vivencias en Egipto en un sensaciona­l libro de viajes (ocupa 500 páginas en dos volúmenes) que se ha convertido, con el paso del tiempo, en todo un referente. Howard Carter, el descubrido­r de la tumba de Tutankhamó­n, dijo que el libro de viajes de Belzoni era el mejor trabajo realizado nunca sobre el Valle de los Reyes. Si pensamos que cuando Carter dijo esto, en la década de 1920, habían pasado casi cien años desde que Belzoni publicara su Narración de las operacione­s y recientes descubrimi­entos de Egipto y Nubia, no es extraño pensar que incluso hoy, en pleno siglo XXI, el trabajo de este italiano es muy tenido en cuenta por los investigad­ores.

Su obra describe los métodos de trabajo nada cuidadosos que utilizó: no dudó en construir una especie de ariete para echar abajo el cierre de una tumba; reventó sarcófagos; desmembró momias; grabó su nombre en numerosos monumentos (odiaba que sus trabajos fueran atribuidos a sus competidor­es) y se deshizo de todos los objetos que, a su parecer, no tuvieran valor. En el apartado positivo, cabe destacar que Belzoni era un artista de talento que realizó acuarelas y dibujos de sus trabajos, de los que sus editores sacaron series de litografía­s.

El ansia de aventura de Belzoni no acabó ahí. Su espíritu inquieto le llevó a idear un nuevo viaje. En esta ocasión, su destino sería el África negra en un proyecto en busca de la mítica ciudad de Tombuctú. La nueva expedición estaba destinada a intentar rastrear las fuentes del río Níger.

Pero la fortuna que en otras ocasiones le acompañó, esta vez le resultaría esquiva. Muy enfermo a causa de la disentería en Benín, el italiano no puedo vencer en su última batalla. Cuando estaba cerca de conseguir su objetivo, Belzoni fallecería el 3 de diciembre de 1823 con 45 años de edad y fue enterrado en la aldea de Gwato (Nigeria) bajo las raíces de un gran árbol. Sarah Belzoni regresó a Londres y siguió publicando los dibujos inéditos de su marido.

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