MEDICINA en la ANTIGUA ROMA
LAS CREENCIAS POPULARES Y LAS TRADICIONES ANTIGUAS FORMARON PARTE DEL IMAGINARIO ROMANO A LA HORA DE TRATAR LAS ENFERMEDADES. CATÓN EL VIEJO RECOMENDABA QUE, PARA QUE LOS NIÑOS SE CRIARAN FUERTES Y SANOS, HABÍA QUE LAVARLOS CON LA ORINA DE ALGUNA PERSONA QUE LLEVARA UNA DIETA A BASE DE COL. En su tratado Sobre la agricultura también recomienda poner una ramita de ajenjo en el ano para prevenir la aparición de irritaciones de la piel cuando se va de viaje. Probablemente pensara en los desplazamientos a caballo, no en litera. Para los que tenían retención de orina, según Catón, lo mejor era tomarse una col semicruda y el caldo que proporcionaba tras ser hervida en abundante agua, aceite, sal y comino. El mejunje había que tomarlo todos los días, si no, no producía efecto. Por su parte, el jugo de mandrágora
En los primeros años de ROMA no existió la profesión médica. Las enfermedades se curaban con ayuda de plantas medicinales prescritas por el pater familias con arreglo a unos conocimientos adquiridos por medios puramente empíricos.
se bebía como antídoto contra las mordeduras de serpiente y como anestésico antes de efectuar amputaciones y punciones.
Para sanar las heridas se empleaban métodos que, lejos de ser eficaces, sí se creía en su efecto placebo. De este modo, las telarañas se usaban para restañar las hemorragias en caso de fractura del cráneo o en caso de corte con las navajas de afeitar. Si la hemorragia procedía del cerebro había que aplicar sangre de oca o de pato en su lugar. El médico Escribonio Largo, en su obra Composición de las medicinas, recomienda un tipo especial de yeso, que es muy útil para las heridas y las mordeduras, pues impide la formación de tumores y de pus, y además no se cae si se lleva a los baños. Por su parte, Plinio aconseja frotar hez de gato las úlceras supurantes de la cabeza para sanar las heridas.
En los primeros tiempos de Roma no existió la profesión médica. Las enfermedades se curaban con ayuda de plantas medicinales prescritas por el pater familias con arreglo a unos conocimientos adquiridos por medios puramente empíricos. También se usaba el todavía más curioso procedimiento de la incubatio o sueño del templo: el enfermo pasaba la noche en el santuario del dios sanador y este le indicaba, en sueños, el camino a seguir para recuperar la salud.
Los médicos en Roma suscitaban adulaciones y odios. La medicina se convirtió en blanco habitual de la poesía epigramática. Plinio el Viejo, en su Historia Natural, llegó a decir de la profesión que “toda esa gente, al acecho de la fama a costa de cualquier novedad, negocian con nuestra vida sin pensárselo dos veces”. Y añadía: “Carecen de todo prestigio los que se ocupan de la medicina en otra lengua que no sea la griega.
Los médicos aprenden poniendo en peligro nuestras vidas y realizan experimentos a fuerza de matar. Solo el médico tiene total impunidad cuando ha matado a un hombre”.
"MÉDICAS" Y AUTÉNTICOS ESPECIALISTAS
En general, los médicos y cirujanos que había en Roma eran esclavos, libertos o extranjeros, en especial de origen griego. Existían oculistas, dentistas y otros especialistas, así como médicas. Aunque no existían escuelas de medicina, sí que había especialistas públicos y privados. Abrían consultas y casas de salud, hacían visitas a domicilio e, incluso, viajes de inspección. Hasta el siglo I, el mismo médico vendía sus medicamentos, los que él había preparado con los ingredientes adquiridos a los herboristas y drogueros.
Galeno (130-200), que era de origen griego, fue uno de los médicos más famosos y reputados de la Antigua Roma. Recomendaba a sus pacientes que expulsaran la semilla de su cuerpo para que esta no se corrompiera y provocara enfermedades. Sus seguidores confirmaron el valor del coito como medio para conservar la salud del cuerpo y su buen funcionamiento. Creía que era posible aplicar excrementos de niño en el exterior del cuello para curar inflamaciones peligrosas en la garganta, siempre que no se informara al paciente de ello y se reservara el tratamiento para personas carentes de prestigio.
Desconocemos si los médicos romanos lo recomendaban, pero los enfermos de epilepsia, según la Historia Natural de Plinio el Viejo, bebían la sangre de los gladiadores como si estos fueran copas vivientes. “Los enfermos consideran que es muy eficaz absorber directamente del hombre la sangre cálida y palpitante y el propio soplo vital del orificio de sus heridas”, recoge la obra.
Celio Aureliano critica a otras sectas médicas por tratar la epilepsia atando los miembros, u obigando al paciente a comer comadreja, sesos de camello ahumados o testículos de castor, o acercándole una llama al ojo y haciéndole cosquillas. Por su parte, los espasmos musculares y las magulladuras se curaban con excrementos de jabalí recogidos en primavera y previamente secados; o también frescos en forma de linimento para sanar los hematomas de los aurigas que habían caído durante la carrera.
CÓMO TRATABAN LOS PROBLEMAS MENTALES
Los médicos escritores romanos tienen numerosos testimonios sobre pacientes que sufrían diversos tipos de delirios. Galeno cuenta de un paciente que pensaba que era una olla y temía romperse. Otro creía que era una gallina, mientras que otros se identifican con Atlas, soportando el peso del mundo sobre sus hombros. Alejandro de Trelles menciona a una paciente que siempre llevaba vendado el dedo meñique porque temía que el mundo se derrumbaría si lo doblaba. Para
la mayoría de los romanos, los problemas de salud mental no se traducían en tratamientos costosos a manos de médicos reputados. Los más graves se convertían en vagabundos tras ser abandonados por sus familias. Algunos se ponían saliva detrás de las orejas para calmar la ansiedad mental.
La teoría médica buscaba las causas físicas de la enfermedad mental, sobre todo en el desequilibrio de los humores. Los tipos de enfermedad que el paciente sufría reflejaban los diferentes niveles de calor y humedad dentro del cuerpo: la manía se caracterizaba por el calor, la sequedad por un exceso de bilis amarilla; la melancolía por la frialdad, con un dominio de la bilis negra. Según los romanos, el exceso de calor y humedad en el cerebro conducían a la locura y se reflejaban en un pelo grueso y negro. Otros médicos situaban los orígenes del trastorno a una exposición intensa al calor o al frío, la indigestión, la ebriedad, la somnolencia, el exceso de amor, la ira, la pena, la ansiedad, un impacto, un golpe...
En la ANTIGUA ROMA hubo también cirujanos estéticos capaces de borrar la huella que el hierro candente dejó en la frente del antiguo esclavo fugitivo, convertido en liberto rico, el cual podía pagar la operación.
UNA SALUD DENTAL EXCELENTE
La odontología, considerada parte de la medicina general, no era demasiado refinada en Roma. Algunos ciudadanos llevaban dientes postizos, sobre todo por razones estéticas, que debían quitarse antes de comer. Los dientes en mal estado y postizos fueron objeto de mofa de los poetas epigramáticos. No obstante, los romanos podían presumir de contar con una salud dental excelente. La higiene bucal moderna hubiese sido totalmente innecesaria para los antiguos romanos que vivían en Pompeya. Así lo certifican los hallazgos arqueológicos tras el análisis efectuados a 30 cuerpos, cuyos restos quedaron preservados tras la erupción del Vesubio en el año 79.
Aunque nunca utilizaron cepillos ni pastas de dientes, la principal razón para mantener una dentadura tan saludable era su dieta baja en azúcar. Según los investigadores, los pompeyanos “comían muchas frutas y vegetales, pero muy poco azúcar. Comían mejor que nosotros y por eso mantuvieron dentaduras perfectas”.
Algunos médicos eran también boticarios. Los oftalmólogos, por ejemplo, fabricaban sus propios colirios y los comercializaban en forma de barritas que llevaban impreso el
nombre del facultativo. Hubo también cirujanos estéticos capaces de borrar la huella que el hierro candente dejó en la frente del antiguo esclavo fugitivo, luego liberto rico, que podía pagar la operación.
El herbario medicinal romano era de muy prolija enumeración: para la conjuntivitis (mal muy común entonces), el mejor tratamiento pasaba por la infusión de violetas con pizca de mirra y azafrán; para la locura, eléboro; para los cortes infectados y quemaduras, asfodelo; para el dolor de muelas, pulpa de calabaza con ajenjo y sal o jugo de tallo de mostaza; para el estómago, el chiston (leche de cabra hervida con hojas de higuera y un chorrito de vino); para dormir a los niños, leche con adormidera; para despertar la virilidad se confiaba en la virtud afrodisíaca de la ajedrea, la pimienta, el pelitre y la ortiga, todo ello diluido en vino; y para cualquier mal, por encima de todas las otras hierbas, el laserpicium, la gran panacea, cuya importación tutelaba el Estado.
LAS PROPIEDADES CURATIVAS DEL SEXO
El sexo también tenía sus propiedades curativas. Los galenos recomendaban su práctica para combatir los dolores lumbares, la vista nublada y la melancolía. Para despertar el apetito coital, el hombre romano debía portar la parte derecha de un pulmón de buitre colgada como un amuleto, o bien el testículo derecho de un gallo. Entre animales andaba el asunto.
Si por el contrario, se quería practicar la castración para inhibir el deseo sexual, lo mejor era ahogar una lagartija en la orina del afectado, “o los excrementos de paloma tomados con aceite y vino”. También se recurría a trucos para conseguir el amor. Las madres romanas solían colocar una jarra con miel junto a la cama de sus hijas en la noche de bodas, así los esposos podían reponer fuerzas y recuperar la energía.
La superstición formaba parte de la cultura romana. Y la medicina no podía escapar a este irreal mundo. No eran pocos los que confiaban en las explicaciones mágicas para comprender los fenómenos referentes a dolencias y enfermedades varias. Para los partos que se complicaban en exceso, la creencia romana recomendaba “hacer pasar por encima del techo en el que está la embarazada una piedra o un proyectil que haya matado con sendos golpes a tres animales, un jabalí y un oso” (Historia Natural, de Plinio). Y si se deseaba que el hijo tuviera los ojos negros, la embarazada tenía que comer una comadreja.
Este tratado de Plinio es una joya en cuanto a supercherías médicas de todo tipo y condición. Como las que afirman que “si uno dice a un burro al oído que ha sido picado por un escorpión, el mal pasa al animal inmediatamente”; u otras, como que el hígado de camaleón aplicado en linimento con el pulmón de sapo “es un excelente depilatorio”; o que para la gota y las enfermedades de las articulaciones “son buenas las cenizas de un sapo mezcladas con grasa rancia”.
También para aquellos remedios que utilizaban los magos en forma de amuletos con el fin de sanar a los enfermos. Solo cito algunos a modo de ejemplo:
– Un colmillo largo de un perro negro.
– El morro y las puntas de oreja de un ratón en un paño rojo. – Tierra envuelta en la que se haya revolcado un halcón.
– El ojo derecho vaciado de un lagarto vivo.
– Un escarabajo pelotero, sin cabeza, colocado en una piel de cabra.
– La cabeza de una víbora, o su corazón, cuando estaba viva, envuelta en un lienzo.
El romano de a pie sentía auténtico pavor por el mal de ojo. Para conjurarlo no se cansaba de hacer el gesto manual de la higa (digitus infamis) o recurría al falo, que era símbolo de saludable vida. Caía un romano enfermo y lo primero que pensaban era que algún enemigo lo había hechizado. Antes de llamar al médico recurrían a la magia: quemaban azufre en torno al enfermo, lo espolvoreaban con harina bendita...
Algo tan habitual como el mal aliento, que estaba motivado por una dieta pobre y una higiene dental todavía peor, creían los romanos que se eliminaba llevando una moneda en la boca, como hacían los griegos, lo que daba a su aliento un dejo metálico. La halitosis también se atribuía a malas conductas sexuales.
La SUPERSTICIÓN formaba parte de la cultura romana. Y la medicina no podía escapar a este irreal mundo. No eran pocos los que confiaban en las explicaciones mágicas para comprender los fenómenos referentes a dolencias y enfermedades varias.