Clio Historia

Cristina de Suecia. La REINA sin corona

- POR SANDRA FERRER

LA VIDA DE CRISTINA DE SUECIA ES LA HISTORIA DE UNA MUJER QUE BUSCÓ INCANSABLE­MENTE SU LUGAR EN EL MUNDO Y PARA ELLO ATRAVESÓ EUROPA DE NORTE A SUR, ESCUDRIÑÓ EN LOS SABERES MÁS UNIVERSALE­S Y EN OTROS MÁS OCULTOS Y BUSCÓ RESPUESTAS EN LA ARTE Y LA RELIGIÓN. UNA DE LAS POCAS MUJERES QUE PUDO HABER SIDO REINA POR DERECHO PROPIO Y NO COMO REGENTE, ABANDONÓ SU TRONO Y PUSO RUMBO A UNA VIDA EN ABSOLUTO CONVENCION­AL. ADMIRADA Y ODIADA A PARTES IGUALES POR REYES, POLÍTICOS, PAPAS E INTELECTUA­LES, CRISTINA DE SUECIA AÚN HOY ES UN PEQUEÑO PERO BRILLANTE MISTERIO EN LAS PÁGINAS DE HISTORIA.

LA LLEGADA AL MUNDO DE CRISTINA LLENÓ DE FELICIDAD, Y ALIVIÓ A SUS PADRES. GUSTAVO ADOLFO, CONOCIDO COMO EL GRANDE, LLEVABA AÑOS ESPERANDO QUE SU ESPOSA, MARÍA LEONOR, CONCIBIERA UN HIJO VIVO. El rey sueco se había casado con la princesa prusiana el 25 de noviembre de 1620 después de una larga y tortuosa negociació­n. Mientras sus respectiva­s madres, la reina viuda de Suecia, Cristina, y Ana de Prusia negociaban las condicione­s del matrimonio, María Leonor esperaba en sus aposentos segura de que terminaría casándose con Gustavo Adolfo, pues un astrólogo había predicho que terminaría siendo la esposa de un rey. Tres días después de la ceremonia matrimonia­l, María Leonor fue coronada reina de Suecia.

La pareja parecía estar afianzando un matrimonio feliz con un pronto embarazo de María Leonor. Pero la dicha mudó en tristeza cuando a finales del verano de 1621 dio a luz a una niña muerta. Pasaron más de dos años antes de que los reyes suecos pudieran tener en sus brazos un vástago vivo, una niña a la que bautizaron como Cristina Augusta. La felicidad fue de nuevo efímera. La pequeña no pudo celebrar su primer cumpleaños dejando a los soberanos y su reino desolados.

María Leonor estaba iniciando un declive emocional que culminaría con un extravagan­te comportami­ento tras la muerte de su esposo. En 1625, la muerte de su madre, la Electora viuda de Brandeburg­o, supuso un duro golpe para su hija quien se encontraba de nuevo embarazada. Todos temían por la suerte del pequeño pero María Leonor pareció recuperars­e pronto, ayudada por el cariño de su esposo. Alegres y confiados, Gustavo Adolfo invitó a su esposa a acompañarl­e para que pasara revista a la flota navegando a bordo de su pequeño yate. Mala idea tuvieron, pues una tormenta los sorprendió a bordo zarandeand­o la embarcació­n real y sacudiendo el cuerpo de la

reina. Cuando regresaron a palacio, un parto prematuro dio como fruto un niño muerto. Mientras el rey se desesperab­a ante la ausencia de un heredero legítimo que afianzara la dinastía de los Vasa, la reina caminaba inexorable­mente hacia estados depresivos y conductas extrañas. El amor que habían sentido en los primeros momentos se iba desvanecie­ndo. Para Gustavo Adolfo, María Leonor ya no era más que una “cruz doméstica” de la que esperaba que en algún momento pudiera conseguir el fruto deseado, un heredero. A principios de 1626 parecía que el milagro podía ser una realidad. María Leonor estaba de nuevo embarazada. El 8 de diciembre de aquel mismo año, un nuevo bebé era alumbrado por la reina. Las comadronas cogieron al recién nacido y lo taparon rápidament­e. ¡Estaba vivo! Lloraba ruidosamen­te anunciando al mundo que llegaba con fuerza para quedarse. La alegría del momento hizo que todos asumieran que el bebé era un niño y así se anunció a los cuatro vientos en palacio. Pero cuando las comadronas volvieron a examinar ahora sí, más detalladam­ente al retoño, se dieron cuenta, horrorizad­as, que habían cometido un grave error. La reina había dado a luz a una niña.

Ante la contraried­ad de aquellas mujeres, que no se atrevían a comunicar la noticia al rey, salió al paso su propia hermana, quien tomó a la niña en brazos y se la llevó a Gustavo Adolfo a sus habitacion­es para que se diera cuenta por sí mismo del error. La propia Cristina recordó años después que su padre no se contrarió al percatarse de la confusión y que asumió con gran dicha su llegada, a pesar de no haber sido un niño. Pero como apuntan algunos biógrafos, aquella versión almibarada fue transmitid­a por su tía a su querida sobrina para que no sufriera la decepción de que ni tan solo su propio padre la quería. Como afirma Verónica Buckley, “el nacimiento de una hija fue una desesperan­te decepción para Gustavo Adolfo”. La reina, por su parte, se sintió también defraudada y desconsola­da por no haber podido, tras cuatro embarazos, dar a su esposo, el ansiado heredero.

A pesar de la frustració­n, la pequeña era todo lo que tenían, así que asumieron su llegada con resignació­n. Su bautizo tuvo lugar pocos días después de su nacimiento, dándole los mismos nombres que su hermana muerta, Cristina Augusta.

MUERTO EL REY, ¿VIVA LA REINA?

Cuando Cristina nació en 1626, su país se encontraba inmerso en la Guerra de los Treinta Años. Un conflicto que había estallado en 1618 y que había implicado a buena parte de las potencias europeas. Gustavo Adolfo se había trasladado con su ejército hasta el corazón de Europa en apoyo de los enemigos del Imperio de los Habsburgo. Durante semanas, las tropas suecas avanzaron por territorio alemán sin problemas pero cuando se encontraro­n con los ejércitos católicos en Lützen, el propio Gustavo Adolfo fue derrotado. La noticia de su muerte, acaecida el 16 de noviembre de 1632, no llegó hasta muchos meses después.

Cristina tenía apenas seis años cuando su padre, el rey Gustavo Adolfo II, al que se le recordaría como “el León del Norte”, falleció en el campo de batalla. Quedaba entonces al amparo de una madre totalmente

CUANDO CRISTINA NACIÓ, su país se encontraba inmerso en la Guerra de los Treinta Años. Un conflicto que había estallado en 1618 y que había implicado a buena parte de las potencias europeas.

enajenada ante la noticia. La reina ordenó extraer el corazón de su difunto marido antes de ser enterrado y se lo llevó a sus aposentos donde lo colgó de la cabecera de su cama. María Leonor no quería ni oír hablar de enterrar el cadáver del rey y durante un tiempo el ataúd permaneció a su lado. La reina no encontraba consuelo pero seguía aferrándos­e a los restos mortales de su esposo, abriendo el ataúd una y otra vez para mayor desesperac­ión de los miembros de la corte que observaban aterrados aquella macabra situación.

El cuerpo sin vida del rey Gustavo Adolfo II fue por fin enterrado en junio de 1634. La corte consiguió dar sepultura al rey pero no pudo evitar que la reina continuara con su extravagan­te duelo, convirtien­do sus apartament­os de palacio en un lugar lúgubre en los que el negro era el color dominante.

En aquella época, Cristina se encontraba viviendo con su tía, la princesa Catalina, y su familia, quien la acogió durante las largas ausencias de la reina quien había seguido los pasos de su marido durante la guerra. De aquel entorno feliz tuvo que pasar a la atmósfera opresiva de palacio donde se marchó a vivir con su madre. María Leonor se obsesionó entonces por su hija a la que durante un tiempo había dejado de lado a la búsqueda de la atención de su esposo. Cristina se refugiaba siempre que podía en el estudio pero las noches eran terribles, obligada a dormir en la misma cama que su madre en aquella habitación que parecía más un ataúd, con la presencia del corazón de su padre y en algunos momentos incluso con el cuerpo sin vida del rey junto a la reina enajenada y su hija absolutame­nte aterrada.

Aquella niña que solo tenía seis años y se encontraba al amparo de una madre ida, más preocupada por el cuerpo de su esposo muerto que por su hija, debía enfrentars­e al duro reto de asumir la corona de todo un reino. Hasta su mayoría de edad, Cristina iba a estar arropada por los “cinco grandes ancianos” que conformarí­an el consejo de regencia y, de hecho, dirigirían los designios de Suecia durante doce años. El propio rey difunto dejó bien claro que no quería que su esposa ejerciera como regente de su hija y nombró a dos senadores como gobernante­s de la pequeña y a John Matthiae, teólogo y persona muy cercana a Gustavo Adolfo, como su tutor personal.

No fue hasta 1636 que Axel Oxenstiern­a, canciller y miembro del consejo de regencia, consiguió alejar a María Leonor del lado de Cristina y volver a vivir cerca de su amada tía. La reina madre fue trasladada a un castillo en Mariefred, a unos ochenta quilómetro­s de Estocolmo. Cristina recuperó aquel ambiente familiar que tanto había añorado y se centró en formarse para ser, algún día, una gran soberana. Aquel entorno idílico desapareci­ó tras la muerte de la princesa Catalina en diciembre de 1638, una muerte que Cristina lloró sinceramen­te.

A sus doce años, Cristina era una joven princesa rodeada de adultos que intentaban protegerla y educarla de manera adecuada. En 1641, cuando tenía ya quince años, se

reencontró con uno de sus primos, Carlos Gustavo, por quien al parecer empezó a sentir algo más que un cariño familiar. Por aquel entonces, la cuestión del matrimonio de la futura reina de Suecia se estaba convirtien­do en una preocupaci­ón de estado. Pero ni Carlos Gustavo ni ningún otro candidato parecía ser del agrado de una joven que empezaba a mirar con recelo el matrimonio. Curiosamen­te, en sus años de estudio, a sus manos había llegado una biografía de la reina Isabel I de Inglaterra, cuyo recuerdo aún permanecía vivo y cuyo destino parecía del agrado de la joven Cristina.

Cristina alcanzó la mayoría de edad en 1644. Fue entonces cuando asumió su papel de soberana de Suecia agradecien­do al consejo de regencia su labor durante aquellos doce años. Hasta ese momento, Cristina no había sido ajena a las cuestiones de gobierno. Antes de asumir el papel de reina titular, ya hacía años que había empezado a asistir a los Consejos de Estado. La ceremonia oficial de coronación no tendría lugar hasta que terminara la guerra que asolaba Europa y en la que su país continuaba inmerso pero Cristina ya era oficialmen­te la reina Cristina de Suecia.

LA REINA BREVE

Los primeros años de reinado estuvieron marcados por la rivalidad entre la propia soberana y el canciller Axel Oxenstiern­a, quien continuaba ejerciendo una importante influencia en el poder. A pesar de que Cristina llevaba años preparándo­se para su cargo, en pocos meses cayó enferma. Las largas horas de estudio, las sesiones del Consejo de Estado, las mil y una cuestiones que llegaban a su mesa hicieron mella en su salud, sufriendo, entre otros, intensos dolores de cabeza, menstruale­s y de espalda o padeciendo mareos y desvanecim­ientos constantes. Mientras tanto, los problemas, principalm­ente financiero­s, se le acumulaban a la reina, quien empezaba a ser vista con muy malos ojos por sus súbditos.

Además del agotamient­o provocado por la gran responsabi­lidad que suponía convertirs­e en reina, Cristina estaba sometida a constantes presiones para que accediera a casarse y afianzar la dinastía con un heredero. A pesar de que en un primer momento sintió cierto afecto por su primo Carlos

Gustavo, pronto manifestó su rechazo a casarse. No solo con él, sino con cualquier otro hombre. Para los miembros del parlamento sueco era difícil de entender aquella decisión. Todo el mundo sabía que Cristina apreciaba a Carlos Gustavo, hijo de su amada tía, la princesa Catalina, con quien había compartido bonitos momentos en su infancia y juventud. La propia reina no negaba aquel aprecio hacia su primo, pero continuaba resistiénd­ose a convertirs­e en una mujer casada.

Carlos Gustavo, por su parte, no podía ocultar el profundo amor que sentía por su prima y pasó largos años esperando que Cristina lo aceptara como esposo. Algo que, finalmente, nunca ocurrió.

Los primeros años de reinado, Cristina se enfrentó a muchos problemas, sobre todo financiero­s, intentando sobrelleva­r una salud frágil. Dolores de cabeza constantes, insomnio o palpitacio­nes, impedían a la soberana hacer una vida relativame­nte normal. Todas las presiones terminaron culminando en una decisión drástica. Cristina notificó al parlamento sueco que iba a nombrar a su primo Carlos Gustavo como su sucesor al trono.

CRISTINA notificó al parlamento sueco que iba a nombrar a su primo Carlos Gustavo como su sucesor al trono.

Aquello era toda una declaració­n de intencione­s. Hasta entonces, cabía la esperanza de que la reina terminara casándose, pero con la elección de un sucesor oficial dejaba bien claro que, como declaró ante el parlamento, era “imposible para mí casarme” y no iba a dar ninguna razón del por qué de aquella polémica decisión. “Mi carácter –afirmó– simplement­e no encaja con el matrimonio”. Finalmente, todos tuvieron que rendirse a la evidencia y en la primavera de 1649 el Riksdag aceptó la propuesta de Cristina de nombrar a Carlos Gustavo su sucesor oficial.

El 20 de octubre de 1650 Cristina fue, finalmente, coronada reina de Suecia. Habían pasado más de cinco años desde que alcanzara la mayoría de edad y terminara el período de regencia pero las dudas de la propia soberana, las complicaci­ones económicas internas y la inestabili­dad política externa hicieron retrasar una y otra vez la ceremonia. Pero mientras los preparativ­os avanzaban, Cristina empezaba a dudar de su posición. Al parecer, confesó al embajador de Francia y confidente, Pierre-Hector Chanut, que estaba planteándo­se seriamente renunciar a la corona. Convencida o no de su papel, lo cierto es que los fastos para coronarla como reina de Suecia fueran espectacul­ares, llegando a alargarse durante semanas.

En abril del siguiente año, Cristina empezaba a tener cada vez más claro que no quería seguir gobernando. Las responsabi­lidades la ahogaban y sentía que, como reina de Suecia, no podría llegar a hacer todo lo que quisiera. En agosto de 1651 comunicó oficialmen­te al Parlamento sueco su decisión. Horrorizad­os, rechazaron unánimemen­te su decisión e intentaron por todos los medios convencer a la reina asegurando que tenía unos deberes y responsabi­lidades hacia su pueblo que no podía eludir. Cristina no encontró a nadie que la apoyara, ni tan siquiera Carlos Gustavo, a quien le ofrecía el trono.

La guerra que asoló Europa durante los primeros años de vida de Cristina tenía un trasfondo religioso. Catolicism­o y protestant­ismo pugnaban por la hegemonía en el continente. Suecia era un estado protestant­e desde la llegada de la dinastía Vasa al poder llegando a prohibir la fe católica en su territorio. Suecia se enfrentaba ahora a un nuevo escándalo. Su reina no solo quería renunciar al trono de su país, sino que pretendía abjurar de su fe protestant­e y abrazar el catolicism­o. La misma fe que su padre había defendido en la Guerra de los Treinta Años y que le había llevado a la tumba era la que ahora Cristina quería abandonar.

Aquella no fue una decisión impulsiva. Cristina llevaba varios años en contacto secreto con jesuitas a los que empezó a admirar por su sabiduría. Consciente o no del peligro que comportaba, llevaba tiempo leyendo libros prohibidos y madurando en su interior la posibilida­d de convertirs­e al cristianis­mo. Cristina empezó a soñar con la Roma católica, con su esplendor artístico, en su clima cálido y en la belleza de sus palacios. Poco a poco, creció en su interior la posibilida­d real de dejar para siempre la helada y aburrida tierra que la había visto nacer.

Bartolomé Benassar aseguró que “su conversión al catolicism­o, fue, según parece, más una afirmación de su libertad que la expresión de una convicción religiosa profunda”. De hecho, convertida ya en católica, eran habituales las críticas hacia

ella cuando las pocas veces que asistía a misa lo hacía sin demasiado recogimien­to, mostrándos­e poco respetuosa, hablando durante los sermones y en posturas alejadas del recato. Fuera cual fuera la verdadera razón de su drástica decisión, Cristina lo preparó todo para convertirs­e al catolicism­o y abandonar Suecia. A principios de 1654, en el Castillo de Uppsala, la reina comunicó a los senadores su intención definitiva de abdicar en su primo. En los términos de su decisión, había dejado bien atado su futuro. Cristina no quería ser reina de Suecia pero iba a seguir siendo tratada como una “soberana”, aunque fuera sin corona. No quería renunciar tampoco a sus privilegio­s, así que se aseguró una buena suma de dinero y distintas propiedade­s que le permitiera­n vivir de sus rentas holgadamen­te durante el resto de su vida. Unas rentas que, sin embargo, no fueron suficiente­s y pasó por momentos de importante dificultad económica que pudieron ser superadas gracias a la generosida­d de los poderosos que la rodeaban.

La ceremonia de abdicación tuvo lugar el 6 de agosto de 1654 en el mismo Castillo de Uppsala. Ese mismo día, en la catedral, Carlos Gustavo era coronado como rey de Suecia. A sus veintisiet­e años, Cristina estaba impaciente por emprender su viaje porque, tal y como afirmó Buckley, “Suecia era demasiado pequeña para su ambición”.

LA REINA CATÓLICA

La primera etapa importante de su largo viaje hacia la libertad fue Bruselas. Había dejado atrás la patria que la vio nacer pocos días después de traspasar la corona a su primo convertido en Carlos X Gustavo de Suecia. Ataviada con ropas masculinas, Cristina cabalgó sin descanso, atravesó mares y caminos, permaneció un breve tiempo en Hamburgo y Amberes hasta llegar a la que entonces era la capital de los Países Bajos españoles. Un días después de su llegada, en las navidades de 1654, Cristina fue acogida en el seno de la Iglesia católica en una ceremonia privada en el palacio de Egmont, rodeada de los principale­s representa­ntes de la corona española. No fue hasta mucho después que la ceremonia oficial de conversión tuvo lugar en Innsbruck.

La noticia de su cambio de fe sacudió los cimientos de los reinos europeos aunque fueron muchas las voces que se alzaron poniendo en duda la sinceridad de sus conviccion­es, sobre todo del lado protestant­e. Mientras para los estados católicos, con el Papa a la cabeza, que la hija de uno de los paladines del protestant­ismo en Europa hubiera abjurado de su fe era toda una victoria y un ejemplo a seguir, para los protestant­es, Cristina se había convertido en una traidora de la que no escatimaro­n chismes y críticas no siempre fundadas. A ella poco le importaban a esas alturas las habladuría­s sobre su persona y sus decisiones personales. Ahora se dirigía rumbo a su anhelada Roma donde el papado iba a recibirla con honores. No en vano, el catolicism­o veía en su conversión una victoria postrera tras la larga y cruenta Guerra de los Treinta Años. A finales de 1655, Cristina entraba con todos los honores en la Ciudad Eterna donde el papa Alejandro VII la esperaba con los brazos abiertos.

LA PRIMERA ETAPA de su largo viaje hacia la libertad fue Bruselas. Había dejado atrás la patria que la vio nacer pocos días después de traspasar la corona a Carlos Gustavo.

A partir de entonces empezaba una nueva vida. Instalada en el Palacio Farnese, Cristina llevó en Roma una existencia definida por Benassar como “cualquier cosa menos piadosa, entregada a las fiestas, el lujo e incluso los excesos”. A pesar de que Cristina había dejado atrás las responsabi­lidades políticas tras abdicar de su trono en Suecia, no pudo mantenerse al margen de las complicada­s relaciones diplomátic­as en aquella Roma en la que el papado y los distintos estados católicos pugnaban por la hegemonía en el continente. En este sentido, su amistad con el cardenal Azzolino no fue solo una longeva relación de amistad que podría haber llegado a sentimient­os más profundos. Ambos trabajaron mano a mano colaborand­o con un grupo de cardenales que velaban por la independen­cia y neutralida­d del papado para alejarse de la influencia política de estados como España o Francia.

Cristina viajó en varias ocasiones a Francia, donde no pudo permanecer al margen de las intrigas políticas y los movimiento­s estratégic­os de una Europa en constante conflicto. Tras el controvert­ido caso de la ejecución de uno de sus cortesanos, acusado de traición a su persona, Cristina empezó a ser vista con malos ojos por los soberanos y poderosos del continente. El propio Papa no la recibió con los brazos abiertos a su vuelta a Roma. Con pocos aliados, Cristina se instaló en el Palacio Riario gracias a los movimiento­s de su fiel amigo el cardenal Azzolino. Pero poco tiempo después, su vida iba a dar un nuevo vuelco.

¿DE NUEVO REINA DE SUECIA?

En 1660, Cristina recibió la triste noticia de la muerte prematura de Carlos Gustavo. Suecia volvía a encontrars­e en la terrible encrucijad­a de tener como rey a un niño enfermizo de poco más de cinco años. De repente, sintió la necesidad de regresar a su patria y reclamar el trono que había abandonado seis años atrás. Decisión que el senado sueco no se tomó con demasiado entusiasmo. Cristina no fue recibida con los brazos abiertos. Nadie quería que la soberana católica regresara para recuperar la corona y los senadores le recordaron su decisión de abdicar, decisión que era irrevocabl­e. Tras ser invitada educadamen­te a volver a marchar, Cristina se estableció un tiempo en Hamburgo sin saber muy bien hacia dónde ir. En la primavera de 1662, Alejandro VII decidió aceptarla de nuevo en Roma y Cristina pudo regresar por fin a su palacio Riario en el que la reina se volcó en embellecer y convertir en un lugar de encuentro de la ciencia, la intelectua­lidad y la sabiduría.

Cristina aún intentó una vez más regresar a Suecia a finales de la década de 1660, pero su pueblo ya no la quería y tuvo que asumir que su decisión de abandonar el trono y la corona de Suecia era definitiva. En aquella época, la abdicación de su primo Juan II Casimiro de Polonia le hizo pensar en la posibilida­d de convertirs­e en reina de este país, pero su candidatur­a no fue recibida con excesivo entusiasmo. Al final, Cristina terminaría siendo una reina sin reino, como ella misma había decidido.

UNA REINA ENTRE PAPAS

Cristina vivió el resto de sus días en Roma centrada en su amor por la cultura y la ciencia con el apoyo del nuevo Papa, Clemente IX, elegido tras la muerte de Alejandro VII en 1667 y con la compañía de su estimado Azzolino.

La que fuera reina de Suecia se volcó en la escritura y en los últimos años de su vida se dispuso a escribir sus propias memorias. Asimismo, fomentó el teatro; admiró la obra de Bernini y, con el permiso de Clemente IX, se sumergió en el apasionant­e mundo de la arqueologí­a.

Cristina sintió la muerte del Papa en 1669. Aún vería pasar por la silla de Pedro a varios pontífices. Con el paso de los años, la vida en Roma se volvió más tranquila y doméstica. Cristina se acercó a la vida piadosa, asistiendo a misa de manera regular y acogiendo a su lado al teólogo español Miguel de Molinos, quien le abrió las puertas del Quietismo y la vida contemplat­iva.

La reina Cristina de Suecia falleció de erisipela el 19 de abril de 1689 acompañada de su fiel Azzolino. Fue él quien notificó su muerte al mundo. A pesar de que Cristina quería ser enterrada sin boato, el cardenal Azzolino y el papa Inocencio XI decidieron que sus restos descansara­n eternament­e en el Vaticano. Junto a Carlota de Chipre, Matilde de

Canossa y la princesa María Clementina Sobieska, Cristina de Suecia es una de las cuatro mujeres enterradas en San Pedro.

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BUSTO DE CRISTINA DE SUECIA.
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ABDICACIÓN CRISTINA DE SUECIA RENUNCIÓ AL TRONO A FAVOR DE SU PRIMO CARLOS GUSTAVO.
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LA CURIOSIDAD CRISTINA DE SUECIA ES UNA DE LAS CUATRO MUJERES QUE SE ENCUENTRAN ENTERRADAS EN EL VATICANO.
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