Clio Historia

EL ASUNTO DEL COLLAR

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EN 1785, MIENTRAS LA REINA SEGUÍA CON SU VIDA AJENA A LOS PROBLEMAS DEL MUNDO, SUCEDIÓ EN LA CORTE UNA DE LAS “FARSAS MÁS DESCARADAS, MÁS CHISPEANTE Y MÁS EMOCIONANT­ES DE LA HISTORIA”, EN PALABRAS DE STEFAN SWEIG. En un principio, la víctima fue el Cardenal de Rohan, alguien a quien María Antonieta no tenía en buena estima. Pero la reina terminaría viéndose también perjudicad­a por la rocamboles­ca jugada iniciada por Jeanne Valois de La Motte, una dama pertenecie­nte a la nobleza, pero nacida en la más absoluta de las pobrezas. La ambiciosa señora pergeñó un plan para salir del anonimato y de la miseria. Poco a poco fue escalando hasta entrar en contacto con el cardenal al que utilizó impunement­e. Primero consiguió hacerle creer que la reina, quien no lo tenía en ninguna estima, iba a reconcilia­rse con él y para ello no dudó en utilizar a una prostituta que hizo el papel de la reina en los oscuros jardines de Versalles. Pero el siguiente paso, aún más ambicioso y peligroso fue pedir a Rohan que hiciera de mediador en la compra de un lujoso collar para la reina. El cardenal, dispuesto a todo para ganarse la estima real siguió adelante con el plan. Los joyeros entregaron el collar que, una vez en manos de De La Motte, se esfumó. Y el dinero nunca llegó. El famoso collar tampoco apareció. De la Motte había ido vendiendo piezas por separado y su marido se encargó de hacer desaparece­r con él otra parte en su rápida huida al otro lado del Canal de la Mancha. Una vez a salvo en Londres, la que quedaba del collar fue desmantela­do. La reina no tuvo nada que ver con el asunto, pero su nombre fue utilizado como herramient­a indispensa­ble para urdir la treta y consumar el robo. A pesar de que María Antonieta fue víctima inocente, el hecho de que durante todo el proceso nadie dudara de su implicació­n en el asunto da a entender la imagen que todos tenían de la soberana. Pero lo peor de todo fue que, una vez destapado todo el asunto, la reputación de la realeza quedó mortalment­e dañada. El tribunal que juzgó el caso terminó absolviend­o al cardenal y acusando únicamente a De La Motte, quien fue condenada a ser azotada y marcada con un hierro candente. La condenada fue encerrada en la Salpétrièr­e. La reina, a pesar de que no estuvo presente en el proceso, se colocó en el foco porque en la sala donde tuvo lugar el juicio sobrevolab­a una cuestión clave, si la reina, miembro del más alto escalafón del poder, podía ser puesta en cuestión y ser juzgada. Se abría una peligrosa puerta. Cuando el pueblo empezó a sentir compasión por la culpable y susurrar críticas contra la reina, María Antonieta debía haberse dado cuenta que su persona ya no era infalible. Lo demostró el hecho de que alguien abrió las puertas de la prisión y la condenada consiguió escapar a Inglaterra donde no tuvo reparo en hacer correr rumores y calumnias sobre la soberana.

palacio mientras veía cómo parte de la nobleza que durante años, siglos, había vivido al lado de los reyes, iba marchando de su lago en busca de su propia salvación.

La reina empezaba a quedarse sola cuando de la nada apareció un apuesto mariscal sueco que se convirtió en su ángel de la guarda. Hans Axel de Fersen llegó a París en 1774 y conoció a la reina durante un baile en la ópera. Es probable que ya entonces se fijaran el uno en el otro pero poco se sabe de su relación. Poco después, Fersen volvió a Suecia y no regresó a Francia hasta 1778 pero al parecer, la reina no le había olvidado. El joven militar volvió a abandonar Versalles para embarcarse en la lejana guerra de la Independen­cia Americana. De nuevo en Francia, Hans Axel permaneció cerca de la reina, sobre todo en los momentos más duros de su existencia. Como si de unos votos se trataran, aseguró a su hermana que había tomado la resolución de no casarse nunca. “Sería contranatu­ra… La única a quien querría pertenecer y que me ama, no puede ser mía. Por tanto, no quiero ser de nadie”.

El 5 de octubre de 1789 María Antonieta recibió el aviso de que regresara a Versalles. Se encontraba en su refugio del Trianón, pero tuvo que volver al gran palacio sin demora. No se imaginaba que era la última vez que pisaba su pequeño paraíso. Desde París, una multitudin­aria marcha de mujeres avanzaba hasta la morada real para exigir pan para sus hijos. Al día siguiente, tras fuertes tensiones, el rey, la reina y sus dos hijos, María Teresa y Luis Carlos (sus otros dos hijos habían fallecido), fueron obligados a regresar a la capital con las manifestan­tes. Era un camino de no retorno. Atrás quedaba Versalles, el Trianón, aquel mundo aislado en el que María Antonieta había vivido su existencia como reina de Francia. Ahora se dirigían a otro palacio, el de las Tullerías, que terminó siendo su primera prisión.

En aquellas horas difíciles para ella, María Antonieta se erigió como la protectora de sus hijos, dispuesta a lo que fuera por salvarlos de aquel torbellino de acontecimi­entos que no auguraban nada bueno para su familia. Pero todos los esfuerzos fueron vanos. Ni tan siquiera la desesperad­a decisión de huir, organizada meticulosa­mente con el apoyo de su fiel Fersen, consiguió salvarlos, sino que los empujó con más fuerza hacia el cadalso.

A finales de junio de 1791, la familia real salía de las Tullerías escondidos tras falsas identidade­s en dirección a la frontera. No llegaron muy lejos. En Varennes el rey fue reconocido y tras un exhausto viaje, regresaron a París donde la vigilancia sobre ellos se hizo más férrea. A partir de entonces, los acontecimi­entos se precipitar­on. Un año después del intento de fuga, la familia real fue trasladada a la fortaleza medieval de El Temple y allí permanecie­ron como simples prisionero­s.

A principios de 1793, Luis XVI, que entonces era solamente Luis Capeto, salió de la fortaleza para no regresar jamás. El 21 de enero era ejecutado en la guillotina. Ahora María Antonieta debía enfrentars­e sola a su propio destino. En aquellos duros momentos demostró ser una mujer fuerte, muy distinta de la caprichosa princesita que había llegado de Viena tantos años atrás. No se separó de sus hijos hasta que fue obligada a ello y se mantuvo firme y digna hasta el último momento. La reina de Francia escuchó serena la noticia de su traslado a la Conserjerí­a, un destino que significab­a la condena definitiva. Se despidió de sus hijos y marchó para siempre a enfrentars­e a su trágico destino. Despojada de todos y de todo, vivió sus últimos días recluida a la espera de la segura condena.

EL JUICIO A MARÍA ANTONIETA traspasó los límites de la dignidad cuando utilizaron unas supuestas afirmacion­es del delfín para acusar a su madre de incesto y de actos depravados con su propio hijo.

El juicio a María Antonieta traspasó los límites de la dignidad cuando utilizaron unas supuestas afirmacion­es del delfín para acusar a su madre de incesto y de actos depravados con su propio hijo. “Olvidando su calidad de madre y los límites prescritos por las leyes de la naturaleza, no ha vacilado en entregarse a Luis Carlos Capeto, su hijo, y según confesión de este último, a indecencia­s cuya sola idea y nombre hacen estremecer de horror”. La imagen de mujer lujuriosa tan largamente dibujada de la reina tuvo su culminació­n en estas terribles acusacione­s, fundadas en el testimonio de un confundido niño de nueve años, que fueron aceptadas como verídicas. Su pasado era suficiente argumento para darles autenticid­ad. Durante el juicio también se acusó a María Antonieta de haber dilapidado grandes fortunas mientras el pueblo se moría de hambre y de haber conspirado contra Francia siendo “desde su establecim­iento en Francia, azote y sanguijuel­a de los franceses”.

María Antonieta era ahora una mujer envejecida que lo había perdido todo. Solamente le quedaba su propia dignidad, su deseo férreo de no vacilar ante un tribunal que hacía tiempo que la había condenado. Seria y tranquila, escuchó la resolución de condena a muerte. En palabras de Zweig: “No se ahorró ninguna difamación contra María Antonieta, ningún medio para llevarla a la guillotina: todo vicio, toda depravació­n moral, toda suerte de perversida­d fueron atribuidos sin vacilar a la louve autrichien­ne, a la loba austriaca, en periódicos, folletos y libros: hasta en la propia morada de la justicia, en la sala del juicio, comparó el fiscal, patéticame­nte, a la 'Viuda Capeto', con las viciosas más célebres de la historia, con Mesalina, Agripina y Fredegunda”.

La que fuera la última reina de Francia, salió de la Conserjerí­a para subirse a un carromato, a la vista de todos para recorrer el último tramo de su vida. Los ciudadanos de París vieron pasar a la que fuera soberana del lujo y el glamour, convertida en una mujer andrajosa, envejecida y con el pelo lleno de canas, a pesar de no haber alcanzado aún los cuarenta años.

En la plaza de la Revolución, María Antonieta salió del carromato ante un asfixiante silencio y subió al cadalso por su propio pie. Sus últimas palabras fueron para pedir disculpas al verdugo con el que había tropezado: “Os pido me excuséis, Señor. No lo he hecho a propósito”. Era el 16 de octubre de 1793. Cuando su cabeza fue separada de su cuerpo, se alzó un atronador grito: “¡Viva la República!”.

En un período de tiempo demasiado breve para poder asimilarlo, María Antonieta pasó del paraíso al infierno. La vida regalada que su alta cuna le había dado desapareci­ó de un plumazo, y de la noche a la mañana fue expulsada de las brillantes salas de Versalles y de su bucólico refugio en el Trianón para ser trasladada a las frías estancias del Temple y de la Conserjerí­a, donde todos sabían, ella también, que se encontraba el limbo, la antesala de la muerte. De repente, la joven caprichosa y malcriada se convertirí­a en una madre angustiada por el devenir de sus hijos.

Tras la desaparici­ón de María Antonieta, nació el mito, un mito con dos caras. Los defensores de la monarquía la idealizaro­n, en palabras de Benedetta Craveri, “como una reina mártir”. Quienes continuaro­n fieles a la revolución, siguieron afirmando su culpabilid­ad. Al final, la última reina del Antiguo Régimen en Francia fue víctima de su propia personalid­ad y de las circunstan­cias a las que hubo de enfrentars­e. Tuvo la desdicha de haberse topado con una revolución que cambió para siempre la historia de Francia y el mundo.

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TUMBAS DE LUIS XVL Y MARÍA ANTONIETA EN LA BASÍLICA DE SAINT-DENIS.
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