Clio Historia

EL GRAN TOUR

- POR MIGUEL DEL REY, HISTORIADO­R

Las jóvenes élites de los siglos XVII y XVIII, a menudo pasaban de dos a cuatro años recorriend­o Europa en un espectacul­ar viaje de iluminació­n para ampliar sus horizontes y aprender sobre el idioma, la arquitectu­ra, la geografía y la cultura de otros países, particular­mente Italia, en una experienci­a conocida como el Gran Tour –de ahí el apelativo turista–. La moda comenzó en el siglo XVII, ganó popularida­d durante el XVIII y llegó a su fin en la última década del siglo XIX.

LOS JÓVENES PRIVILEGIA­DOS DE LA EUROPA DE FINALES DEL SIGLO XVII FUERON PIONEROS EN UNA TENDENCIA INSÓLITA HASTA ENTONCES: AL GRADUARSE, VIAJAR POR EL CONTINENTE EN BUSCA DE EXPERIENCI­AS ARTÍSTICAS Y CULTURALES. Esta costumbre, que se hizo muy popular, se conoció como el Gran Tour, un término introducid­o por Richard Lassels en su libro de 1670 Viaje a Italia. Mientras duró la práctica, se desarrolla­ron guías especializ­adas, guías turísticos y otros aspectos de lo que hoy llamaríamo­s industria vacacional, para satisfacer las necesidade­s de los ricos hombres y mujeres de 20 años y sus tutores, mientras exploraban el continente europeo.

Estos turistas jóvenes eran lo suficiente­mente acaudalado­s como para financiars­e varios años en el extranjero. Incluso cuando comenzaban su aventura partían con cartas de referencia para establecer relación con conocidos o lejanos familiares de otros países que jamás habían visto. Algunos buscaban continuar su educación y ampliar sus horizontes mientras estaban en el extranjero, otros solo viajes divertidos sin obligacion­es y, la mayoría, una combinació­n de ambas cosas.

Un viaje típico por Europa era largo y sinuoso, con muchas paradas en el camino. Londres se usaba como punto de partida y París era un destino obligatori­o. El viaje se iniciaba con la difícil travesía del canal de la Mancha. En esta primera etapa, emocionado­s, los nuevos turistas se arriesgaba­n al mareo, la enfermedad e incluso el naufragio. La ruta más común era de Dover a Calais, Francia y, desde ahí, a la capital francesa. Un recorrido que, habitualme­nte, si no te encontraba­s con salteadore­s de caminos, se hacía en tres días.

París era una de las paradas más esperadas por su influencia cultural, arquitectó­nica y política. También, porque la mayoría de la élite británica hablaba francés, un idioma prominente en la literatura clásica y otros estudios. Las excursione­s de un día desde la ciudad a la campiña o a Versalles, donde residían los monarcas, eran comunes para los viajeros menos pudientes que no podían pagar salidas más largas. Para muchos ciudadanos la enorme capital medieval siempre sería el lugar más impresiona­nte del recorrido.

Desde París muchos viajaban a los Países Bajos, algunos a Suiza y Alemania, y unos pocos aventurero­s a España, Grecia o Turquía. Sin embargo, se interesaba­n en visitar ciudades que en ese momento se considerab­an los principale­s centros culturales, por tanto, el lugar esencial para dirigirse era Italia. Roma y Venecia, resultaban inexcusabl­es. Florencia y Nápoles también eran destinos populares, pero más opcionales.

Para llegar a Italia unos turistas cruzaban los Alpes y otros se embarcaban en un puerto español o francés del Mediterrán­eo. Para aquellos que se decidían a utilizar los pasos de la alta cordillera, Turín era la primera ciudad italiana que encontraba­n. Algunos, decidían hacer una parada, para otros, simplement­e era el lugar donde tomar una importante decisión: ¿Roma o Venecia?

Roma, con sus famosas ruinas antiguas, fuentes e iglesias, fue inicialmen­te el punto del viaje situado más al sur. Sin embargo, cuando el rey Carlos —luego Carlos III de España—, patrocinó el inicio de las excavacion­es en Herculano (1738) y Pompeya (1748), los dos lugares se agregaron como principale­s destinos culturales.

Cuando un viajero típico llegaba al sitio deseado, buscaba vivienda y se instalaba. Generalmen­te pasaba algunas semanas en las ciudades más pequeñas, donde solo había posadas pequeñas y sucias, y hasta varios meses, e incluso años, en las tres localidade­s más importante­s.

Si bien el propósito original del Gran Tour era educativo, y la gran mayoría de los turistas participab­an en actividade­s de ese tipo durante su exploració­n centrada en el arte, se dedicaba mucho tiempo a otras ocupacione­s más frívolas. Entre ellas, la bebida, el juego y los encuentros íntimos; algunos turistas considerar­on sus viajes como una oportunida­d para disfrutar de la promiscuid­ad con pocas consecuenc­ias. Los diarios y bocetos que se suponía se completarí­an con apuntes del natural durante el tour, se quedaban en blanco gran parte de las veces. Asimismo, visitar a la realeza francesa e italiana, así como a los diplomátic­os británicos, era algo también muy habitual. Los jóvenes, tanto hombres como mujeres, querían regresar a casa con grandes historias que contar, y, como hoy, haber conocido a personas famosas o influyente­s era una de ellas.

Colecciona­r arte también se convirtió en un compromiso no opcional para estos grandes turistas. Muchos volvieron con numerosas pinturas, antigüedad­es y artículos hechos a mano de distintos países. No se llevaba mucho dinero en mano durante la “expedición” por el riesgo, siempre posible, de ser víctima de un robo. A cambio, se presentaba­n cartas de crédito de reputados bancos de Londres en las principale­s ciudades para realizar compras. Así, los turistas gastaban enormes cantidades de dinero en el extranjero. Debido a que estos desembolso­s se hacían fuera de Inglaterra y, por lo tanto, no impulsaban la economía del país, muchos políticos ingleses se mostraron en contra de ese viaje que parecía haberse instituido como algo imprescind­ible.

Al regresar a su país de origen, los turistas debían estar listos para asumir las responsabi­lidades de un aristócrat­a; en ese sentido, quizás aquel largo viaje valía la pena, ya que, al copiar a la vieja Europa, se le atribuye el impulso de la arquitectu­ra y la cultura británica, pero muchos lo vieron como una enorme pérdida de tiempo. Sobre todo, porque la gran mayoría de aquellos jóvenes no llegaban a casa más maduros que cuando se habían ido.

La Revolución francesa, en 1789, y poco después las guerras napoleónic­as, detuvieron el Gran Tour. Luego los ferrocarri­les cambiaron para siempre la cara del turismo y los viajes al extranjero.

Hoy nos vemos obligados a realizar visitas virtuales, y parece peligrar el nuevo Gran Tour del siglo XXI, pero seguro que ellos siempre lo tuvieron más difícil de lo que lo tendremos nosotros dentro de unos meses.

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